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El primer encuentro entre Malcolm Fox y Tess Leighton se convirtió en una inevitable batalla de voluntades que él acabó perdiendo. Los informes de 2006 habían sido trasladados a una pequeña y fría sala situada al fondo del pasillo y Fox adujo que debían volver al Equipo de Delitos Graves.

—Con el debido respeto, Malcolm —le dijo Leighton—, ahí dentro estamos dirigiendo una investigación por asesinato.

—No molestaría.

Leighton desvió la mirada hacia las montañas de cajas.

—Probablemente sí lo hicieras. Es más fácil concentrarse cuando tienes una habitación para ti solo. Estoy siempre por aquí si me necesitas.

Dicho lo cual, retrocedió y cerró la puerta al salir. Una hora después, volvió a asomar la cabeza en la sala.

—Vamos a por un té —le dijo—. ¿Cómo lo tomas?

—Con leche, gracias.

—¿Qué tal por aquí?

—Me estoy congelando.

—Pues te vendrá bien una taza de té.

Cuando se fue, Fox decidió seguirla hasta la oficina del EDG, se acercó a un radiador y puso las manos encima. Leighton estaba sentada a su mesa y Phil Yeats ocupándose de la tetera.

—Solo hasta que me descongele —explicó Fox a los allí presentes.

Graham Sutherland apartó la mirada del ordenador.

—¿Algún avance?

—Hay mucho que procesar.

—Si averigua algo que crea que pueda sernos de utilidad...

Fox asintió.

—Será el primero en saberlo.

—Mientras tanto —dijo Sutherland a su equipo—, Aubrey Hamilton irá a Poretoun Woods. ¿Quién quiere acompañarla? ¿Tú, George?

—Tendría que conseguir unas botas.

Sutherland miró a Callum Reid.

—¿No sería más útil aquí? —dijo este.

—Puedo ir yo, si quiere —intervino Fox—. No me importaría ver el barranco.

—Pero usted no participa oficialmente en la investigación, Malcolm.

—Ya voy yo —dijo Leighton—. Malcolm puede acompañarme si así lo desea —añadió, y se encogió de hombros como diciendo: «¿Qué hay de malo en ello?».

—No me tenga en vilo, Tess —dijo Sutherland—. Si Hamilton averigua algo, quiero saberlo de inmediato.

Leighton asintió para indicar que había captado el mensaje. Había llevado una bolsa de la compra a su mesa y sacó de ella unas botas de agua.

—¿Tú tienes? —preguntó a Fox.

—Ya me las arreglaré —respondió él.

Cinco minutos después, estaban en el Corsa de Leighton, quien enseguida preguntó a Fox por su labor en Gartcosh y por si había descubierto algo en los viejos informes.

—Los leíste antes que yo —contestó—. ¿Qué te parecieron?

—No me gustó que dos agentes hubieran trabajado para Brand.

—¿Te refieres a Steele y Edwards?

—Además, la investigación procuró minimizar cualquier mención a Derek Shankley para centrarse en la homosexualidad de la víctima. Interrogaron, de hecho, a muchos hombres gais y los retuvieron más tiempo del que parecía estrictamente necesario.

—¿Y las quejas de la familia?

—Hay que recordar que había una persona desaparecida. Existían motivos para sospechar que sucedía algo turbio, pero ninguna prueba, lo cual no impidió que los padres esperaran milagros.

Fox asintió.

—Mi jefa me dijo que las protestas de la familia habían sido desestimadas, pero no es cierto. La Policía de Escocia acabó disculpándose por el trato que les había dispensado.

—Sin reconocer que nos habíamos equivocado.

—Ya estoy viendo algunos indicios de negligencia, Tess. Tardaron más de una semana en interrogar a Brand, por ejemplo. Y nadie parece haberse molestado en ver las imágenes de las cámaras instaladas en el barrio de Bloom o la ruta de vuelta a la ciudad desde Poretoun House.

Leighton lo miró inquisitivamente.

—¿Y todo eso leyendo solo una hora? Estoy impresionada.

—Me vino bien que consultaras los informes tú primero. Lo interesante se hallaba en la parte de arriba de la primera caja. Te lo agradezco.

Leighton miró el GPS.

—Al final no te tomaste el té —dijo—. Podríamos detenernos a comprar uno para llevar.

—En el camino de vuelta, quizás. Pero gracias de todos modos por pensar en ello.

Durante el resto del trayecto, hablaron de la Policía de Escocia, de política y de la situación general del mundo. Ninguno de los dos parecía especialmente inclinado a desvelar su vida personal, pero Fox pensaba que acabaría ocurriendo. Empezaban a llevarse bien. La profesora Hamilton iba acompañada de un ayudante. Fox no conocía a la antropóloga forense, pero sí su reputación. Era de estatura baja, castaña y llevaba flequillo y unas gafas que ocultaban unos ojos sumamente vivos. Una cinta perimetral azul y blanca rodea­ ba la hondonada. La tierra estaba removida tras la búsqueda de huellas realizada el día anterior. Habían intentado desbrozar el viejo camino por el que probablemente circuló el coche, y tuvieron cierto éxito, aunque en muchos tramos había sido repoblado por árboles jóvenes y zarzas.

—¿Quién iba a saber que existía un camino de acceso? —comentó Fox cuando se adentraron en el bosque.

—Los agricultores de la zona —dijo Leighton—. Además de los agentes forestales, el propietario del bosque...

—Y cualquiera que comprase un mapa del servicio de cartografía —añadió Hamilton—. Yo me hice con uno y aún aparece.

—Es bueno reducir las posibilidades —farfulló Fox mientras sus zapatos se hundían en el manto de hojas.

Un agente aburrido y aparentemente aterido de frío estaba custodiando la escena del crimen. Llevaba una chaqueta acolchada y guantes negros, pero parecía anhelar que se produjera un cambio de turno. Anotó los datos de los cuatro en un sujetapapeles y señaló con la cabeza las cuerdas que les permitirían bajar por la pendiente.

—Tampoco hay nada que ver.

No, porque habían utilizado un tractor para remolcar el VW Polo y el lateral del barranco estaba removido. Hamilton ya había pasado por debajo de la cinta perimetral e, ignorando las cuerdas, buscó el agarre necesario con sus botas.

—No será usted escaladora, por casualidad —le dijo Leighton.

—Senderista —respondió Hamilton—. Pero en Escocia viene a ser lo mismo.

Leighton miró a Fox, que se encogió de hombros para indicarle que estaba bien donde se encontraba. Sin embargo, para demostrar cierta voluntad, Fox rodeó el barranco y observó otros vestigios de la exhaustiva búsqueda. El ayudante de Hamilton se había reunido con su jefa después de realizar casi todo el descenso sobre su trasero. Ambos empezaron a estudiar el montón de material que había encima del coche.

—Lo arrancaron en lugar de cortarlo con un cuchillo —dijo finalmente Hamilton mientras su ayudante fotografiaba todo lo que sostenía delante de él.

Hamilton abrió la carpeta que había llevado consigo. En su interior, había docenas de fotografías de la escena del crimen y estudió algunas con atención, levantando de vez en cuando la mirada para visualizar el Polo. La policía forense había embolsado colillas, latas de bebida oxidadas y envoltorios de chocolate, en los cuales buscarían huellas y otros rastros identificadores. Hamilton cogió un puñado de tierra fértil y oscura y la desmigajó entre sus dedos.

—Se pueden aprender muchas cosas de los insectos —dijo con parsimonia—. Algunos frecuentan ciertos entornos, y cuando se trata de objetos fabricados por el hombre, estos son proclives a deteriorarse a ritmos diferentes, afectados de nuevo por su entorno. —Levantó una foto del Polo para que la vieran—. No estoy convencida de que el coche pasara doce años en esta quebrada.

—Entonces ¿cuánto tiempo estuvo aquí? —preguntó Fox.

—No el suficiente para el grado de corrosión que esperaba encontrarme.

—¿Dónde estuvo antes?

—Quizá nos lo digan los insectos. Sigo queriendo que lo examine un pedólogo. Imagino que ahora contamos con presupuesto, ¿no? —Leighton asintió—. Entonces ¿puedo hablar con el inspector jefe Sutherland?

—Seguro que estará abierto a sugerencias.

—En ese caso, ojalá esté disponible la persona que quiero.

Una vez finalizado su recorrido, Fox se acercó de nuevo a Leighton.

—¿Qué opinas? —le preguntó ella.

—Te diré lo más importante que tengo ahora mismo en la cabeza, Tess.

—¿El qué?

Fox levantó una pierna.

—Necesito unos zapatos nuevos.

El eco de las mentiras

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