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Los demás se habían excusado después de tomar una copa, pero Clarke y Sutherland se quedaron un rato. Él fue a buscar una tónica para Clarke y media IPA para sí con el fin de añadirla a la pinta que casi se había terminado. El bar era de los más caros de aquella zona de Leith, lo cual significaba que la policía podía sentirse relativamente segura. Aun así, estaban sentados a una mesa esquinera desde la cual pudieran ver la puerta.

—¿Seguro que no quiere ginebra con eso? —preguntó Sutherland.

—Prefiero no causar una mala impresión.

—Dos gin-tonics después del trabajo difícilmente constituyen una falta disciplinaria. —Sutherland hizo un brindis—. Hablando del tema...

—¿Qué sabe?

—Solo que Anticorrupción creía que estaba pasando usted información a una amiga suya periodista.

—No es cierto.

—Y también que utilizó un ordenador del trabajo para intentar facilitar información a esa misma periodista.

—Quedé absuelta.

—Desde luego, y está resentida por la acusación.

—Me hicieron sentir como si fuera un mal policía, y no lo soy.

—Esos dos agentes de Anticorrupción...

—Steele y Edwards.

Sutherland asintió.

—¿Les guarda rencor acaso?

—No.

—Me parece que no acaba de decirme la verdad.

—Depende de cómo defina «rencor». ¿Les haría un favor en el futuro? No. ¿Querría que alguien les atacara en un callejón oscuro? No.

—¿Y si los viera tomando una copa y poniéndose luego al volante?

—Los denunciaría pitando.

Ambos sonrieron y miraron sus respectivos vasos. Clarke se recostó, haciendo girar la cabeza, sintiendo la tensión allí.

—Recuerdo que en Inverness había un trepa que no caía bien a nadie —dijo Sutherland—. Tenía un problema con la bebida, pero le cubríamos las espaldas cuando era necesario. Cuando se jubiló, hubo una fiesta en la cafetería con algo más que tentempiés. Todos aplaudimos, le dimos el regalo que habíamos comprado y salimos a despedirlo cuando se iba a casa en coche. Alguien informó a Tráfico, lo pararon y perdió el carné.

—Supongo que es justo. —Clarke dio un sorbo—. ¿Se crio usted en Inverness?

Sutherland asintió.

—No me queda mucho acento, excepto cuando visito a la familia. Veo que es usted inglesa.

Clarke negó con la cabeza.

—Nací y me crie aquí. Es culpa de mis padres. ¿Y en dónde más ha estado aparte de en Inverness?

—En Aberdeen, Glasgow e incluso en Skye una temporada.

—¿Hay Departamento de Crímenes en Skye?

—Me gusta pensar que yo lo erradiqué. —Sutherland brindó consigo mismo—. ¿Alguna vez ha trabajado fuera de Edimburgo?

—Me destinaron a Glenrothes cuando desapareció Stuart Bloom.

—Qué suerte. Si hubiera participado en el caso, ahora no podría formar parte de mi equipo por un conflicto de intereses.

Clarke asintió distraída.

—Entonces ¿dónde vive ahora? —preguntó cuando hubo pasado un rato.

—En Shettleston, en Glasgow.

—¿Se ve Barlinnie desde allí?

—Más o menos. ¿Y usted?

—A cinco minutos de aquí. Cerca de Broughton Street.

—¿Sola? —Vio cómo Clarke asentía—. Yo también. No siempre ha sido así, pero ya sabe cómo funciona. Decidí casarme con mis palos de golf. Imagino que usted no juega, ¿verdad?

—¿Tengo pinta de golfista?

—No lo sé. ¿Qué pinta tienen?

—Mi idea del aire libre y del ejercicio son la cafetería y el quiosco del barrio.

En aquel momento empezó a vibrar el teléfono de Clarke, que tenía al lado del vaso por si volvían a llamar desde la cabina.

—¿No lo coge? —preguntó Sutherland.

—No es importante.

Ambos esperaron a que finalizara la llamada.

—Tengo la sensación de que es usted más compleja de lo que parece, inspectora Clarke.

—No lo soy, créame.

Sutherland se quedó pensativo un momento, levantó el vaso y la observó a través del vidrio alzado. Cuando volvió a dejarlo sobre la mesa frunció los labios.

—Sé que Tess ha echado un primer vistazo al informe del caso Bloom, pero me gustaría leerlo.

—¿Por qué?

—Es posible que mencione a nuestros amigos Steele y Edwards. A lo mejor, puede guardarse algo para utilizarlo en el futuro.

Clarke lo miró fijamente.

—Fue usted quien avisó a Tráfico, ¿verdad? —La ceja izquierda fue lo único que movió Sutherland—. Si me responde, se lleva un premio.

—De acuerdo, estoy intrigado.

—Una partida de pitch and put en Bruntsfield Links.

—Es una oferta difícil de rechazar. Pero a lo mejor lleva usted micrófono, así que...

Sutherland le sostuvo la mirada y luego asintió de manera lenta y clara.

—Pero tendrá que ser en un día templado, eso sí —advirtió Clarke.

—¿Y cuántos de esos hay en Edimburgo?

—Hace un par de años, tuvimos uno.

Ambos se echaron a reír.

En el parque de Meadows una vez más, iluminados por las farolas de Melville Drive.

Había dejado de llover, pero la hierba estaba mojada y el frío les calaba los zapatos y les enfriaba los dedos de los pies. Rebus llevaba las manos en los bolsillos y el cuello del abrigo levantado, y Clarke se había puesto la capucha de la chaqueta impermeable. Más adelante, Brillo estaba olisqueando un rastro invisible. Era como ver a un niño trazar una línea en una hoja de papel.

—Es un tipo obstinado —dijo Clarke.

—Por no hablar de incansable. No sé a quién me recuerda.

—Quería preguntarte por Steele y Edwards. ¿Hasta qué punto crees que fueron corruptos en su día?

—Ya conoces el dicho: hay que saber nadar y guardar la ropa.

—Yo pensaba que eso era con la gente de Fife.

—También. Lo único que necesitas conocer es que eran así. Se lo guardaban todo para ellos. Siempre se sentaban muy juntos a otra mesa. Si hubo un cerebro, este fue cien por cien propiedad de Brian Steele. Grant Edwards tenía fuerza y poco más.

—No ha cambiado mucho.

—Bueno, tú has tratado más con ellos últimamente, pero entonces nadie creía que fueran a durar mucho en la policía. Más bien, que acabarían denunciados por algo o se irían a algún sitio donde calentara más el sol.

—¿Y eso qué significa?

—Steele tenía un par de coches de lujo y se dedicaba a llevar peces gordos de un lado a otro. Probablemente fuera así como empezó a relacionarse con Adrian Brand. Siempre decía que el trabajo de policía era aburrido.

—¿Y Edwards?

—A veces, conducía. Muchas noches libres trabajaba de portero en una discoteca. Decían que había invertido dinero en un lavado de coches cerca de Forth Bridge.

—¿Intentaron influir en la investigación?

—¿Por orden de Brand, quieres decir? —Rebus se quedó pensativo unos instantes—. Sí, es posible. Probablemente no le hicieran ascos a un puñado de billetes. Brand querría que lo mantuvieran informado o asegurarse de que no le causaban demasiados problemas.

—Hoy nos ha visitado el relaciones públicas de Brand. Quiere más o menos lo mismo.

—No me atrevería a decir que esté cobrando menos por sus servicios. —Rebus sacó un encendedor del abrigo e hizo girar la rueda hasta que apareció una llama—. Joder, ojalá fumara todavía.

—No creo que tus pulmones estén de acuerdo con eso.

—Mi especialista pretendía que me comprara una bicicleta estática. ¿Te lo imaginas?

—No, la verdad es que no.

—Yo, en el piso, pedaleando para no ir a ninguna parte.

En Melville Drive se había detenido un coche. Oyeron cómo se cerraba la puerta y, al darse la vuelta, vieron a una figura oscura que se aproximaba.

—Vuelve el hijo pródigo —anunció Rebus—. ¿O es un cerdo el que regresa? Estoy un poco oxidado.

—Hola a ti también, John. —Malcolm Fox señaló el encendedor—. Creía que lo habías dejado.

—Es por si decido palmarla con un destello de gloria.

Fox se acercó a Clarke para darle un beso en la mejilla.

—Tranquila, esto no es Francia —bromeó Rebus.

—¿Cómo estás, Siobhan?

Clarke asintió.

—¿Y tú, Malcolm?

Fox también asintió y se volvió hacia Rebus.

—Lo primero que hice fue ir al Oxford Bar, pero me dijeron que ya apenas te ven por allí. A mi edad debería estar curado de espantos, pero reconozco que me ha sorprendido.

—Sí, han tenido que rebajar las previsiones de ingresos. El mercado bursátil no está contento. Y hablando de ambientes agradables, ¿qué tal por Gartcosh? ¿Habéis perdido a más jefazos últimamente?

—No es un remanso de paz, que digamos.

—De un tiempo a esta parte, solo se habla de acoso. Espero que no lo hayas sufrido a la hora del recreo, Malc. Todos sabemos que eres un alma sensible. En mi época, aguantábamos los golpes sin protestar.

—Quizás eso explique por qué acabaste con tantos moratones.

Rebus abrió los brazos.

—¿Tú ves alguno?

Fox se dio unos golpecitos con el dedo en la frente.

—Me refería más bien a esto.

Rebus cerró los ojos.

—Bueno, pese a los daños cerebrales, veamos si todavía puedo leer al menos la mente. Veo un esqueleto en el coche, mucho revuelo de periodistas y a los jefazos ansiosos por un viejo caso y por quienes trabajaron en él. —Abrió de nuevo los ojos—. Y aquí estás tú.

—No has perdido tus habilidades —dijo Fox fingiendo que aplaudía.

—Estás trabajando en la Casa Grande y antes estabas en Reclamaciones. ¿A quién iban a mandar a husmear, si no?

Rebus miró a Brillo, que estaba dando vueltas alrededor del recién llegado. Fox se agachó y le dio una palmadita.

—Mencionaron tu nombre de pasada —reconoció enderezándose de nuevo.

—¿Y a Brian Steele y Grant Edwards? —preguntó Clarke.

—A ellos, también. —Fox se la quedó mirando—. ¿Qué andas buscando, Siobhan?

—Trabajo en el Equipo de Delitos Graves.

—¿Estás al mando?

Clarke negó con la cabeza.

—El inspector jefe Sutherland.

—Siobhan también tuvo un encontronazo con Anticorrupción —dijo Rebus.

—¿Te refieres a Steele y Edwards?

—Antes los llamábamos los Chuggabugs —comentó Rebus.

Fox seguía mirando a Clarke.

—¿Has solicitado las notas del caso de 2006?

—Sí.

—Necesito echarles un vistazo.

—Eso es asunto del inspector jefe Sutherland.

—En realidad, es asunto de la ayudante Lyon, y estoy seguro de que ya le ha mandado el mensaje correspondiente a tu jefe.

—¿No es bonito, Siobhan? —dijo Rebus arrastrando las palabras—. Una vez más, tú y Malcolm trabajando juntos en un caso.

—A decir verdad, lo que yo estoy haciendo es investigar un asesinato —replicó Clarke.

—Eso es cierto, Malcolm —dijo Rebus—. Tú, en cambio, has vuelto a tu antigua especialidad, que consiste en remover la mierda para echársela por encima a tus compañeros, ya estén en activo, jubilados o enterrados hace mucho. Estarás satisfecho. —Hizo una pausa—. Vives en un adosado, ¿no es cierto?

Fox frunció el ceño por el cambio de tema.

—Sí —respondió al fin.

Rebus asintió para sí mismo.

—Por eso nunca pude vivir en uno. —Le vino una idea repentina y desvió su atención hacia Clarke—. Ojo, si Malcolm descubre algo sucio sobre los Chuggabugs, a lo mejor no se trata de un mal resultado.

—Alguien tendrá que explicarme lo de ese apodo —dijo Fox.

—Son unos personajes de unos dibujos animados —respondió Clarke.

—Que recientemente fueron a por Siobhan —añadió Rebus—. De ahí ese apetito por sus trapos sucios.

—John, no olvides que la suciedad tiene la habilidad de propagarse —advirtió Fox.

—Los meados, también —contestó Rebus señalando a Brillo, que tenía la pata ladeada hacia el tobillo de Malcolm Fox.

Había aparcamiento justo delante del edificio de Clarke. «Qué suerte», pensó. Entonces se preguntó si estaba ocupado justo antes de que ella llegara y recordó el coche de la noche anterior. Era exactamente el mismo lugar. Cuando cerró el Astra, miró a un lado y otro de la calle, aunque todos los coches parecían vacíos. Tampoco había nadie merodeando por la acera. Pero en el momento en que se acercó al edificio, vio algo pintarrajeado en la puerta, unas letras plateadas grandes que resaltaban sobre la pintura azul oscuro. Clarke sacó el teléfono y activó la linterna pese a que ya había podido leer el mensaje. Pero solo quería asegurarse de que ponía lo que ella pensaba.

«¡¡¡AQUÍ VIVE UNA CERDA!!!».

«¡¡¡LÁRGATE, ESCORIA!!!».

Clarke examinó el resto de la puerta, que estaba impoluta. Pero entonces se fijó en el interfono. Habían utilizado el mismo rotulador plateado para tapar su nombre. Sacó un pañuelo de papel del bolsillo y lo pasó por encima de la tinta, que no estaba del todo seca. Volvió a mirar a ambos lados de la calle y metió la llave en la cerradura. Una vez dentro, apoyó la espalda en la puerta y esperó, pero no había nadie escondido ni bajando las escaleras. Cuando llegó a su descansillo y miró la puerta del piso, le latía el corazón a toda velocidad. El grafitero no había llegado hasta allí. O, si había...

Clarke abrió la puerta y estudió el recibidor antes de entrar. Una vez que hubo cerrado, se acercó a la ventana del comedor y observó la calle y las ventanas de enfrente antes de bajar las persianas y encender las luces.

El eco de las mentiras

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