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2 Tradición oral,
al rescate del tesoro perdido

Mi amiga Ana María Moradiellos vive en Sotres, el pueblo más alto de Asturias, entre las montañas de los Picos de Europa. En invierno nieva tanto que es muy frecuente que queden incomunicados durante días. Antaño, cuando nevaba más y no había máquinas quitanieves, podían quedar aislados durante semanas en las que apenas salían de casa para atender al ganado o ir a la leñera a por unos tacos de madera para calentarse. Los días, y más aún las noches, podían hacerse interminables y Ana María me contaba que los niños y la gente del pueblo iban a la fragua de su abuelo Francisco para estar calientes y entretenidos. Allí se explicaban toda clase de cuentos e historias y lo mismo sucedía en las casas del pueblo antes de que llegara la televisión. Esta es una entre las mil y una leyendas de aquellos tiempos de cuento que aún se recuerdan con añoranza:

La leyenda del cuervo blanco

Contaban los más viejos del pueblo que hubo un rey de los cuervos que reinaba sobre todos los cuervos de aquellas montañas. Era un cuervo blanco, más grande e inteligente que los demás. Se creía que este cuervo maravilloso podía hablar con las personas, pero nadie en Sotres presumió de haberlo visto nunca, porque tan solo se presentaba, si acaso, a algún niño o pastor inocente que, de forma misteriosa, se olvidaba enseguida de lo que había visto.

Pues bien, hace mucho, muchísimo tiempo, había una familia de reyes poderosísimos y muy queridos por todos. Tenían un enorme poder, grandes riquezas y territorios inmensos. La corona iba pasando de padres a hijos durante generaciones y parecía que aquel linaje duraría eternamente, hasta que un día un sabio ermitaño les advirtió de que no debían matar jamás al cuervo blanco, ni siquiera tocarlo, porque este sería el fin de su estirpe. Aquella familia lucía con orgullo en su escudo el emblema de un cuervo con las alas abiertas y con una mitad pintada de blanco y la otra de negro, pero, sin que nadie reparara en ello, con el tiempo la parte negra iba avanzando en el dibujo, apoderándose poco a poco de la mitad de blanco.

Cuando la dinastía estaba a punto de cumplir un milenio, el hijo del rey, un mozo de dieciocho años que estaba aburrido y harto de cazar toda clase de animales (osos, lobos, venados…), se internó un día en el bosque persiguiendo una fiera y fue adentrándose más y más hasta que, de pronto, vio un ave maravillosa posada en un zarzal. Aquel pájaro era el cuervo blanco y, sin dudarlo un momento, el príncipe lo mató, llevándolo al palacio, donde lo mostró con orgullo a su padre como un raro trofeo. Al verlo, el rey le dijo desolado:

—Con este animal se termina todo lo que hemos sido.


Murió el muchacho aún antes que el padre y este murió a su vez de viejo, justo cuando se cumplían los mil años de la dinastía. Se cuenta que, en el último siglo de aquella familia, entre nietos y biznietos, el abuelo de aquel rey había llegado a tener cien descendientes y parecía del todo imposible que se extinguiera el linaje. Y, sin embargo, sucedió tal como se les había predicho y el último día de aquella era todos los escudos familiares llevaban como insignia un cuervo totalmente negro.

En los últimos años, Ana María Moradiellos, con su memoria prodigiosa, me ha contado, además del anterior, muchos otros cuentos e historias: de los modos de vida antiguos, de los lugares y de los árboles y los animales, que casi siempre tienen aquí nombres sonoros y sugerentes, diferentes de los de los pueblos vecinos. Toda esta memoria única y peculiar de cada pueblo y comarca se ha ido perdiendo en muchos lugares por simple olvido y falta de interés de las nuevas generaciones.

Somos muchos los que pensamos que precisamente en esta memoria radica una parte esencial de nuestra historia y tradición, por lo que recogemos y atesoramos las canciones y los refranes, los relatos y las costumbres, y otros rasgos de la cultura popular que se estudian en esa ciencia o disciplina llamada etnología o etnografía. Esta labor puede hacerla todo el mundo, empezando por recabar información en la propia familia o entre los vecinos.

Nuestra propuesta consiste en que individual, o mejor colectivamente, salgas a la búsqueda del tesoro de nuestra tradición. Basta una libreta para apuntar, o si lo prefieres, una grabadora de audio o de vídeo. Lo más importante es encontrar a esos sabios, casi siempre ancianos, que todavía recuerdan y nos pueden relatar las antiguas leyendas y tradiciones. Pero también los romances y poemas tradicionales, los refranes y dichos, las canciones y los cuentos de la zona… Todo ello puede recogerse en el contexto de un trabajo apasionante que consiste en recuperar la memoria de nuestra propia cultura y comarca. En especial en los pueblos, encontrarás algunos informantes que son auténticas enciclopedias del saber popular. En las ciudades, el conocimiento tradicional se ha diluido y olvidado en mayor medida, por lo que es preciso buscarlo entre los familiares o vecinos que han mantenido ese contacto con el campo y conservan valiosos recuerdos.

La recogida de datos e imágenes es de gran interés para el presente, pero aún más para un futuro en el que las generaciones que vendrán pueden encontrarse sin la memoria esencial de lo que fuimos. La memoria del propio paisaje, de nuestros viejos árboles, de las fuentes, de los topónimos (los nombres de cada lugar), de los antiguos senderos… puede también atesorarse antes de que se desvanezca en el olvido.

El siguiente paso puede ser la conservación y la transmisión de este legado. Conviene recoger y recopilar de manera ordenada las informaciones, y podemos también compartirlas y publicarlas en revistas escolares o publicaciones de todo tipo. Pero interesa también que la tradición oral continúe transmitiéndose oralmente y se mantenga el arte de contar, que puede convertirse en todo un oficio.

Regreso a los bosques

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