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8. Rota en pedazos Holland
ОглавлениеTodo el mundo ha visto la fotografía.
Anoche entré en Instagram y ya tenía setecientos «me gusta». He recibido una treintena de mensajes desde entonces. Algunos son de cuentas anónimas con nombres ridículos, como @anónimo123 o @tupeorpesadilla456, que acaparan mi buzón con insultos y, en ocasiones, con fotografías subidas de tono que no descargo. El resto son de chicos del instituto. Al parecer, que me haya enrollado con un tío en el cuarto del conserje les da mucho morbo a todos, porque nunca habían intentado ligar conmigo con tanta avidez. Es repugnante.
Sin embargo, no les presto demasiada atención. Es fácil huir de las redes sociales. Solo hay que apagar el móvil y el mío lleva guardado en un cajón desde ayer. Mis problemas no están en internet, sino aquí, en el mundo real, donde no hay forma de esconderse. Ahora que todos han oído los rumores, las miradas curiosas me persiguen allá donde voy.
También escucho cosas. Mis compañeros cuchichean en clase y he pillado a varias personas que me señalaban con disimulo cuando he pasado cerca de ellas. Creen que Gale va a romper conmigo, que lo nuestro está más que acabado. Que soy una mala persona y una zorra. Que voy a quedarme sola y que yo misma me lo he buscado. Que Gale tiene a demasiadas chicas detrás como para perder el tiempo conmigo.
Que no merezco la pena.
Y lo peor de todo es que no sé si es verdad porque no hemos hablado desde ayer. También he ignorado las llamadas de Sam y anoche me encerré en mi cuarto antes de que llegaran mis padres. Teniendo en cuenta lo rápido que corren los rumores, es imposible que no se hayan enterado y me aterra tener que enfrentarme a ellos.
Me da miedo que no me crean y me llamen mentirosa.
De forma que sí, estoy aterrorizada, pero no puedo dejar que nadie lo sepa.
Me apoyo en el lavabo y me miro al espejo. Tengo los labios tirantes, pero se me da especialmente bien fingir y hacer creer a todos que mi vida es maravillosa. Me he tapado las ojeras con corrector —no he podido dormir— y llevo un peinado muy cuidado que me ayudará a disimular que no tuve fuerzas para lavarme el pelo ayer por la noche. Por fuera, sigo siendo la Holland de siempre; la que es perfecta.
Por dentro, las cosas son más caóticas.
Para rematar, me aplico bálsamo labial y me retoco la máscara de pestañas antes de guardar el neceser en mi bolso. Sonrío hasta que me duelen las mejillas y salgo del baño.
No pienso dejar que esa ridícula cuenta de Instagram pueda conmigo.
Es la hora del almuerzo, así que el pasillo está lleno de gente. Paso frente al aula de Matemáticas para llegar hasta mi taquilla y siento cómo me siguen las miradas. Quiero coger mi libro de Literatura y refugiarme en la biblioteca hasta que volvamos a clase. Ir a la cafetería sería meterse en la boca del lobo. Lo mejor será actuar con normalidad, pero evitar las aglomeraciones. Conozco a mi novio y sé que estará donde esté la multitud. Tendremos que hablar tarde o temprano, pero prefiero esperar y hacerlo fuera del instituto, cuando haya pensado en lo que voy a decirle.
Debería haber pensado en un plan B. Cuando giro a la derecha y me adentro en el pasillo donde está mi taquilla, descubro que Gale está frente a ella. Esperándome.
Mierda. Trago saliva y me planteo seriamente salir corriendo. Por desgracia, está con sus amigos y es inevitable que, al menos, uno de ellos advierta mi presencia. Neisan, un jugador de último año que ya se ha ganado mi odio eterno, le da un codazo a Gale y me señala con disimulo.
Allá vamos.
Me ve y camina hacia mí. Aprieto los labios mientras miro a mi alrededor. El corazón me late muy rápido. Tomo aire para tranquilizarme y me repito una y otra vez que Gale me conoce: sabe que odio llamar la atención y estoy segura de que no piensa montar un espectáculo en medio del pasillo. No cuando hay tanta gente delante.
Una vez más, estoy equivocada.
—¡¿Dónde diablos está?!
Se acerca tan rápido que me pilla desprevenida. Alarmada, doy un respingo y retrocedo.
—¿Qué? —demando e intento mantener la calma.
—¿Dónde cojones está? —repite—. ¿Dónde está ese capullo?
El corazón me da un vuelco. Habla de Alex.
—Gale, tranquilízate. Sé que has visto la fotografía, pero…
—Sí, Holland. He visto esa jodida fotografía —me interrumpe. Su tono es brusco y muy agresivo—. Quiero saber dónde está ese capullo ya. Voy a partirle la puta cara. Nadie me deja en ridículo, ¿me oyes? Dime dónde está. —Como no respondo, avanza un paso más—. ¡¿Dónde diablos está?!
Sus gritos me ponen los pelos de punta. Siento decenas de miradas clavadas en nosotros. Nos hemos convertido en el centro de atención.
—Cálmate —le susurro—. Las cosas no son como tú crees. Vámonos de aquí y deja que…
—No pienso ir a ningún sitio contigo —me espeta. Intento tomarlo de la mano para que nos marchemos, pero se aparta con brusquedad. Está furioso—. No me toques, mentirosa. Eres una puta mentirosa. Por eso no querías acostarte conmigo, ¿no? Porque te tirabas a otro. ¿Crees que puedes reírte de mí y dejarme en ridículo delante de todo el mundo?
Se acerca más y retrocedo con un traspié. El corazón se me va a salir por la boca. Aunque intento hablar, me lío con las palabras. Voy a echarme a llorar.
—No fue así —respondo con lágrimas en los ojos—. Deja que… Por favor…
—No quiero que me expliques nada. Lo he visto con mis propios ojos. No me creo que me hayas hecho esto. Joder. ¡Joder! —Se lleva las manos a la cabeza—. He aguantado tus malditas inseguridades y tus estupideces. ¡He estado ahí cuando me has necesitado! ¿Y así es cómo me lo agradeces?
—No —balbuceo—. De verdad que no… Yo no…
—¿Cuánto tiempo llevas con él?
—¿Qué?
—¡Dímelo!
—Gale…
—¿Sabes qué? No quiero saberlo. Se acabó —sentencia, y sus palabras se me clavan como estacas en el pecho—. No quiero volver a saber nada de ti. No vuelvas a acercarte a mí ni a mis amigos. A partir de ahora, estás sola. Sin mí no eres nadie, Holland, y te lo demostraré. Vete a la mierda.
Se me escapa un sollozo. No puede ser.
—Por favor, no me dejes. Puedo explicarlo. La fotografía no es real. No hay nada entre ese chico y yo. Créeme. Tienes que creerme —digo a toda prisa. Noto una fuerte presión en el pecho que me impide respirar—. Yo nunca te engañaría. Te quiero.
Esto no puede estar pasando. La gente no deja de mirarnos, pero sus opiniones no me importan. Mi novio quiere romper conmigo y no sé cómo demostrarle que digo la verdad. Desesperada, me acerco y le pongo las manos en las mejillas.
—Tienes que confiar en mí —insisto—. ¿Confías en mí?
Niega y mi corazón se resquebraja.
—No puedo. —Sus ojos se encuentran con los míos. Está decepcionado, dolido y enfadado—. No puedo confiar en ti y es culpa tuya. Lo has estropeado todo.
Retrocede para romper el contacto y me lanza una última mirada antes de marcharse. Me llevo una mano a la boca para ahogar los sollozos mientras se aleja. Cada uno de sus pasos me golpea como una patada en el estómago y, de pronto, me asfixio porque tengo un nudo en la garganta. «Déjalo ir», pienso. «Necesitas respirar».
Quiero echarme a llorar, pero no lo haré delante de toda esta gente. Los pulmones me arden en busca de oxígeno. Me cubro la boca con más fuerza y camino cada vez más rápido. Lo siguiente que sé es que estoy corriendo y que no me importa que todos me miren; necesito salir de aquí antes de que todo empeore.
«Cálmate. Todo saldrá bien. Solo será un momento. Respira y todo habrá terminado pronto». Pero, cuando veo las escaleras del sótano, tengo los dedos entumecidos y el mundo me da vueltas. Entro, cierro la puerta y apoyo la espalda contra la pared. El corazón me late tan rápido que parece estar a punto de colapsar.
No, no, no. Joder. No puedo dejar de llorar. Sollozo y, aunque quiero volver a hacerlo, me falta el aire. Me ahogo. Tomo varias bocanadas de oxígeno y pongo las manos contra la pared. Me doblo sobre mí misma y las lágrimas caen al suelo. Han pasado años desde que sufrí un ataque de ansiedad. Saber que está a punto de pasarme otra vez solo empeora las cosas.
Alguien tiene mis pulmones en las manos y los retuerce sin piedad. «Sin mí no eres nadie». No puedo moverme. Gale tiene razón. Sin él no soy nadie. Pienso en la fotografía, en que me insultan por los pasillos, en que todos me odian y en que la única persona que me quería se ha cansado de mí. Todo es culpa mía. No soy nadie. Nadie. Nadie. Nadie.
No sé cómo consigo sentarme. Me abrazo las rodillas y cierro los ojos. Lloro con más fuerza. Mis pensamientos me torturan y, por mucho que intento huir de ellos, no lo consigo, porque una no puede escapar de su propia mente. Hasta que, de pronto, la escucho por encima del caos.
Música.
Alguien está tocando el piano.
Puede que no sea real y que mi cerebro me esté jugando una mala pasada, pero no pienso en ello. Me aferro a esos acordes e intento controlar mi respiración contando en voz baja. Es una melodía tranquila, que guía mis exhalaciones, se cuela en mi pecho y consigue que, tras unos largos minutos, mi corazón se ralentice poco a poco.
«No intentes huir de tu mente. Aprende a dominarla», me digo. Y eso hago. Me concentro en la canción y respiro. La ansiedad disminuye, aunque no desaparece, pero ya no me importa porque vuelvo a tener el control. He llorado tanto que ahora me duele la cabeza y jadeo en busca de aire.
Cuando abro los ojos, todavía me brotan lágrimas.
Entonces me doy cuenta de que las luces del sótano están encendidas.
Es real. La música es real.
De pronto, me pongo de pie. Me tambaleo a causa del mareo, y empiezo a bajar las escaleras apoyada en la barandilla. La melodía suena con más fuerza y se cuela en mi pecho como si quisiera asegurarse de que estoy bien. En otra ocasión, quizá me habría marchado, pero necesito saber quién toca. Como mínimo, debería darle las gracias.
Llego al final y me quedo junto al pasamanos porque me da miedo caerme. Un chico, sentado en el banco frente al instrumento, golpea las teclas con determinación. Por eso la canción ha ganado potencia. No trata el piano con delicadeza, sino que actúa como si lo odiara.
Aun así, me eriza la piel. Parece un momento tan íntimo que me siento como una intrusa. No me ha visto porque sigue con los ojos cerrados. Tararea unos versos que solo se sabe a medias y, por fin, veo su rostro.
Es Alex.
Y tiene una voz preciosa.
Solo con escucharla, me quedo sin respiración, pero es un sentimiento agradable muy diferente al de antes. Entona una estrofa que apenas rima y me da la sensación de que está improvisando. Aunque duda, sus dedos se mueven firmes sobre el piano. Tiene una voz ronca que se rompe al final de la canción. No la había escuchado nunca; puede que la escribiera un artista que no conozco.
No me doy cuenta de que he olvidado mis problemas hasta que deja de cantar y el silencio los trae de vuelta. Un cúmulo de emociones estalla en mi estómago y las ganas de llorar regresan. La música, la ansiedad y mi reciente ruptura hacen que me resulte imposible retener un sollozo.
Entonces, él repara en mi presencia.
—¿Owen? —Me reconoce en cuanto me ve. Debo tener mal aspecto, porque añade—: ¿Estás bien?
No respondo. Alex frunce el ceño y se acerca, aunque se detiene a unos metros, como si quisiera guardar las distancias. No entiendo por qué parece tan preocupado. Asiento y finjo que no tengo un nudo en la garganta.
—Sí, no pasa nada. —Pero apenas me sale la voz.
—¿Qué haces aquí?
—No tenía hambre.
—¿Seguro que estás bien? No dejas de llorar.
Trago saliva. Me sorprende que lo haya mencionado: no estoy acostumbrada a que alguien se interese por mis sentimientos. Es culpa mía, porque siempre me niego a hablar sobre lo que me hace daño. Solo confío en una persona, y ha vivido durante un año en otro continente.
Puede que la situación me supere, porque hoy no puedo engañarme a mí misma por más tiempo. En su mirada veo algo que hace querer confiar a él y, de pronto, ya no lo soporto más. Estallo.
—Gale ha roto conmigo. Cree… Cree que lo he engañado y…
«Que ha sido contigo», añado para mis adentros.
Se queda callado. No debería haberle dicho nada. Lo más normal sería que se riera de mí. ¿Qué pretendía? No somos amigos. Tampoco es que vaya a consolarme. Lo han castigado por mi culpa. Es posible que me deteste y acabo de ofrecerle algo con lo que podría hacerme daño si quisiera.
—Lo siento —dice.
Se me encoge el corazón. Parece sincero.
—No es culpa tuya.
—Ni tuya —me recuerda, con firmeza.
Alzo la mirada y nuestros ojos conectan. Tiene razón. En realidad, no es culpa de nadie. Sin embargo, eso no significa que no me duela lo que ha pasado. Que Gale me haya dejado. Que no me haya creído. Que prefiera confiar en una página anónima de Instagram antes que en mí.
—¿Quieres que llame a alguien? —me pregunta—. Puedo prestarte mi móvil si necesitas avisar a algún amigo. O puedes quedarte aquí y yo iré a buscar a quien sea al comedor. No creo que debas pasar por esto sola.
Las lágrimas brotan. Odio que me vean llorar, así que me las seco y niego.
—No te preocupes. Estoy bien —miento—. Siento haberte interrumpido. No sabía que estarías aquí. Creo que debería irme… Sí, adiós.
Lo más sensato habría sido llamar a Sam. Necesito hablar con él. Sin embargo, no nos hemos visto desde ayer y no sé cómo habrá reaccionado al enterarse de todo. Sé que confía en mí, pero también entiendo que es difícil creer que no hay nada entre Alex y yo cuando todo el instituto piensa lo contrario.
Estoy subiendo las escaleras cuando escucho su voz detrás de mí:
—Si sales y dejas que todo el mundo te vea así, les darás lo que quieren. No dejes que ganen.
Ha dado en el clavo. Me he repetido esas mismas palabras desde ayer. Solo por eso, no resisto el impulso de mirarlo. Alex tiene unos ojos muy oscuros que, en momentos como este, transmiten mucha seguridad.
—¿Quieres que me quede aquí contigo? —cuestiono con el ceño fruncido. Tiene que ser una broma.
Sonríe a medias.
—Haré el esfuerzo de soportarte hasta que vuelvas a estar bien.
Trago saliva.
—No tienes por qué hacerlo.
—Pero quiero hacerlo. Sobreviviremos. Solo tenemos que cumplir lo que pusimos ayer en nuestro tratado de paz.
Aunque no quiero, se me escapa una sonrisa. Asiento tímidamente y me hace un gesto para que lo siga. Subimos al escenario, se sienta junto al piano y se apoya contra una de las patas. Hago lo mismo, pero guardo cierta distancia. No puedo evitar mirarlo de reojo. Lo que ha dicho ha sido un poco raro, pero también ha sido bonito. Puede que no sea tan mal chico, después de todo.
Me pregunto si me tratará tan bien cuando se entere de que Gale quiere darle una paliza.
Es curioso que hayamos coincidido aquí. Dodo nos enseñó este sitio ayer, junto antes de dejar que nos fuéramos, porque es donde planea guardar todos los instrumentos mientras reforman el aula de música. Tenía tantas ganas de irme a casa que no presté mucha atención. No me había fijado en que había un piano.
Supongo que Alex fue mucho más observador.
No puedo sacarme esa melodía de la cabeza. No solo porque me haya gustado escucharla, sino porque, además, me ha servido como ancla. Creo que debería darle las gracias a Alex, aunque no sé exactamente por qué. No obstante, a pesar de que cabe la posibilidad de que sepa que lo he oído tocar, no menciona nada al respecto y nos quedamos en silencio.
Ahora que no tengo distracciones, me convierto de nuevo en víctima de mi propia mente. Pienso en Gale, en que me ha dejado y en que no sé cómo viviré sin él. Todos mis amigos fueron suyos primero. Mis padres lo adoran. Se ha convertido en una parte tan importante de mi vida —o en casi toda mi vida—, que no sé cómo seguiré adelante ahora que estoy sola.
Esa es la realidad: estoy sola. ¿Qué pensará Stacey cuando se entere? Somos amigas solo porque Gale nos presentó. Que Sam haya vuelto no significa que quiera perderla, pero saldrá de mi vida, como hacen todos, porque no soy su primera opción.
Nunca he sido la primera opción de nadie.
Excepto de Gale, y me ha dejado.
Se me forma un nudo en la garganta. Aprieto los labios e intento no echarme a llorar. A mi lado, Alex intenta arrancar un trozo de moqueta del suelo. Todavía tiene el pelo revuelto, como ayer, y parece tan concentrado en su tarea que me sobresalto cuando escucho su voz:
—Hay una cosa que no entiendo. ¿Por qué dices que te ha dejado?
Preferiría no hablar del tema, pero creo que necesito desahogarme.
—Cree que lo he engañado.
—Pero no lo has hecho. —Hace una pausa—. No conmigo, al menos.
—Ni con nadie —aclaro.
—¿No has pensado en decírselo?
Me abrazo las rodillas.
—Lo he intentado, pero no confía en mí. —Por algún motivo, necesito buscar razones para justificarlo—: Tiene pruebas de que miento. La fotografía.
No termino de entender cómo funciona este chico, así que no estoy segura de cómo reaccionará. Supongo que una parte de mí esperaba que sintiera empatía y volviera a decirme que lo siente, pero, en su lugar, resopla.
—En ese caso, creo que deberías saber que has estado saliendo con un imbécil, Owen. No deberías llorar por alguien así. —Por fin arranca el pedazo de moqueta. Lo miro, sorprendida por su brusquedad. No entiendo a qué viene tanto odio hace Gale tan de repente—. Quiero decir… Debería haber confiado en ti, ¿no? Al menos, más que en esa cuenta de Instagram que, por cierto, tiene un nombre muy ridículo.
Pestañeo. No sé por qué, pero necesito defender a mi exnovio.
—Confiaría en mí si no hubiera visto la foto. Sabes lo que insinúa.
Pone los ojos en blanco. Parece molesto conmigo. O con Gale. O con el mundo, en general. De todas formas, me da igual.
—Mira, Owen, creo que deberías saber que… —Lo miro con las cejas alzadas y cierra la boca. Duda y, finalmente, sacude la cabeza—. No hace falta ser un genio para saber que la mayoría de los rumores no son ciertos. Además, ¿es que no se ha enterado de que hay programas para editar fotos? La próxima vez que lo vea, me ofreceré a darle una clase de informática.
Frunzo el ceño todavía más y añade:
—Una clase pacífica, por supuesto.
—Pues sí, porque podría romperte la nariz de un puñetazo.
—O incrustarme la cabeza en un váter —aporta, y se estremece.
De pronto, me río. No se une a mis carcajadas; solo me mira y sonríe, como si hubiera conseguido lo que se proponía. Siento un revoloteo en el estómago y se lo atribuyo a las náuseas del ataque de ansiedad.
—Tiene más razones para no creerme —digo—. La gente habla sin parar.
Su sonrisa decae. Me pregunto si habrá escuchado lo que dicen sobre mí. A Holland Owen, la alumna correcta que tiene una vida perfecta y siempre está segura de sí misma, no le importan las críticas; pero ahora me siento como una persona diferente y esos comentarios me afectan más de lo que me gustaría.
No soporto que la gente me deteste. No me gusta no caer bien. Necesito gustar a los demás, porque, si no lo hago, ¿qué me queda?
—Haz oídos sordos. Ambos sabemos que no tienen razón. Que te hayan sacado una foto abrazando a un imbécil en el cuarto del conserje no te convierte en una zorra.
Trago saliva. Creo que necesitaba oír eso. Por si acaso, inspecciono su rostro en busca de alguna prueba que muestre que me miente, pero no encuentro nada. Es sincero.
—Tienes razón —respondo y arquea las cejas.
—¿En lo que de que soy imbécil?
Eso me hace reír. Niego.
—En lo otro. —Sonríe y, por instinto, frunzo los labios—. Gracias.
Nos quedamos en silencio. No consigo romper el contacto visual. Es un chico guapo; muy diferente a Gale, por ejemplo, ya que está bastante delgado y es tan alto que parece que lo hayan atado de pies y manos para estirarlo, como hacían en la Edad Media. Pero es guapo. Tiene unos ojos muy bonitos y los rasgos faciales afilados. Además, no puedo negar que tiene cierto encanto que siempre vaya peinado de esa forma.
Se nota que es buena persona. Me pregunto si tendrá novia.
Los chicos como él siempre tienen pareja.
De pronto, me pongo alerta porque llevamos demasiado tiempo mirándonos. Doy un brinco y, sobresaltada, me aclaro la garganta y llevo la vista al suelo. Alex también reacciona y se mueve, incómodo.
—Claro que tengo razón —continúa, como si no hubiera pasado nada, aunque parece nervioso—. No has engañado a nadie. Y, aunque lo hubieras hecho, enrollarte conmigo no te convertiría en una zorra. Puede que en una chica con mal gusto sí, pero no en una zorra.
Cuando quiero darme cuenta, estoy riéndome otra vez. ¿Por qué se mete tanto consigo mismo? Me pregunto si lo hará para sacarme una sonrisa o si lo piensa de verdad. Venga ya, ¿una chica con mal gusto?
¿Le habré causado tantos problemas con su novia como yo he tenido con Gale?
—No me gusta nada esa palabra —comento, en referencia a lo que no dejo de escuchar por los pasillos.
—A mí tampoco.
Decido ser cautelosa. Todo esto es demasiado bueno para ser cierto.
—¿Por qué lo haces? —pregunto y frunce el ceño.
—¿El qué?
—Intentas hacer que me sienta mejor. ¿Por qué? Creía que te caía mal.
De hecho, estaba bastante segura de que él también me caía mal.
Parece querer decir algo, pero cambia de opinión en el último momento y sacude la cabeza. Frunzo el ceño.
—No puedo ver a alguien pasarlo mal y no hacer nada al respecto —murmura, antes de apartar la mirada.
Las sensaciones se acumulan en mi estómago. Tenía razón: es una buena persona. De hecho, me recuerda mucho a Sam. Me gustaría que supiera que me arrepiento de haberlo juzgado sin conocerlo, pero me falta valentía para decir algo así. De forma que me quedo callada hasta que el silencio se vuelve insoportable.
—No me creo que llevemos casi treinta minutos aquí y no hayamos discutido —comento, pasado un rato. Se ríe.
—Es verdad.
—Casi pareces otra persona.
Arquea las cejas. Se gira hacia mí y me tiende una mano para que la estreche. A diferencia de mi piel, que siempre está fría, la suya está templada.
—Alexander Lane —dice.
—Holland. —Me mira, esperando que añada algo, pero me resigno—: Owen. Holland Owen.
Me sonríe.
—Owen. Vale. Me gusta.
¿Le gusta?
—¿Por qué siempre me llamas así?
Se encoge de hombros. Para mi desgracia, no responde.
¿Así que es un secreto? Pues vale. Suspiro y hago un esfuerzo por ponerme de pie. Es una suerte que me haya puesto vaqueros, porque me observa sin disimular. Lo rodeo para llegar hasta el piano. Me siento y, consciente de que Alex está pendiente de mí, presiono una tecla con el dedo índice. Se estremece.
—No sabía que te gustara la música —comento.
Por supuesto, hay millones de cosas que no sé de él. Sin embargo, ahora estoy bien o, al menos, todo lo bien que se puede estar después de una ruptura, y es gracias a él. Me encantaría confesarle el efecto que su música ha tenido en mí, pero me cuesta pronunciar esas palabras.
Alex se rasca la nuca.
—Un poco. —De inmediato, se corrige—: Sí. Desde que era pequeño.
—¿Tocas el piano?
—A veces.
Miente. Parece un profesional y eso no se consigue tocando a veces.
—También cantas.
—Ya no.
—Quiero oírte tocar.
No debería haberlo dicho. Quiero volver a escuchar esa canción, pero ahora parece incómodo. Voy a retractarme, pero rompe el silencio:
—Han pasado años desde la última vez que toqué delante de alguien —admite. Sus ojos encuentran los míos y suspira—. Pero está bien.
Sonrío, emocionada. Se levanta y se sienta a mi lado. Me arrastro hasta el borde del banco para darle más espacio. Al principio, creo que es porque no quiero que se ponga nervioso, pero después entiendo que la que está nerviosa soy yo. Trago saliva. ¿Qué me pasa?
—¿Alguna petición? —pregunta, mientras acaricia las teclas sin hacerlas sonar.
—La que tocabas antes. ¿Cómo se llama?
—No tiene título.
—¿Y letra?
—Tampoco.
«¿Por qué? ¿La has compuesto tú?», quiero preguntar.
No obstante, guardo silencio porque ha empezado a tocar. La melodía de antes llega a mis oídos y atraviesa mi pecho cuando llegan los versos finales. Después, Alex me enseña otra canción diferente, de una banda que sí conozco, y toca hasta que suena la campana que anuncia la vuelta a clase.