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3. Rumores que hieren Alex
ОглавлениеLas notas musicales que he escrito esta mañana se pierden a lo largo del pentagrama. Pienso en cómo sonará esta melodía y en si se parecerá a la que hace días suena en mi cabeza. Me pregunto si, cuando escriba la letra, podré expresar con palabras todo lo que quiero transmitir.
¿Habré escrito una balada triste sobre corazones rotos? ¿Una canción pegadiza para bailar en las discotecas? ¿Podría hacer vibrar a todo el planeta, como el rock de hace décadas? Quizá escucharla pueda alegrarte el día. Quizá consiga hacerte reír. O llorar. Quizá, en un futuro, y con suerte, se convierta en un éxito mundial y no haya nadie que no la conozca.
O quizá no, y solo me haga llorar a mí; como un artista perdido que entona una canción para despedirse de la que una vez fue su mayor pasión en el mundo.
Sea lo que sea, supongo que nunca lo descubriré.
«Nada de problemas. Nada de distracciones. Nada de música».
No puedo terminar de escribirla.
Suspiro. Por mucho que mi corazón insista en lo contrario, siempre sigo las órdenes de mi cerebro; suele ser quien lleva la razón. También es quien piensa en papá y me recuerda que tengo que sobrevivir a este curso, graduarme y encontrar un trabajo decente que nos dé dinero. Es quien se preocupa por el futuro.
Aparto el cuaderno y apoyo la frente sobre la mesa. Intento aislarme del ruido y concentrarme en el frío que penetra en mi piel. La melodía sigue sonando en mi cabeza, pero intento convencerme de que, si la ignoro lo suficiente, desaparecerá. Después, quemaré las páginas de este cuaderno y no quedará rastro de mi pequeña canción de despedida.
Nadie la volverá a escuchar. La mayoría no sabrán siquiera que existió.
De pronto, alguien deja caer su bandeja contra la mesa.
—¿Dónde está mi rata?
La voz de Blake hace que me sobresalte. Subo la cabeza rápidamente, porque acabo de volver al mundo real. Seguimos en la cafetería. Mi hermana melliza tiene las manos apoyadas sobre la mesa. A juzgar por su cara, está bastante enfadada conmigo.
No quiero que se dé cuenta de que me ocurre algo. Pongo los ojos en blanco, fingiendo que su presencia me molesta, y vuelvo a centrarme en mi cuaderno.
—Hola a ti también, hermanita.
—No estoy de humor para bromas. Dime dónde está Petunia. Ahora.
En realidad, entiendo que esté enfadada. A nadie le gusta que lo ignoren y llevo horas sin responder a sus mensajes. En mi defensa diré que necesitaba tiempo para recuperarme después del espectáculo del cuarto del conserje. Este día está muy cerca de convertirse en el peor primer día de clase de la historia de mi vida. Solo estamos a principios de curso y ya he roto la promesa que le hice a papá.
Me pregunto cómo reaccionará Bill, mi jefe, cuando se entere de que me han castigado por las tardes.
—Está en mi mochila —respondo. Pongo la mano sobre la cremallera antes de que Blake pueda moverse—. Pero ni se te ocurra sacarla de ahí. A nadie le gustará saber que hemos traído una rata a la cafetería.
A mi hermana eso no le importa. Se abalanza sobre mi mochila y, aunque al principio intento resistirme, al final permito que saque a Petunia. El roedor chilla, alterado, y olisquea los dedos de Blake cuando lo toma entre sus manos.
Miro a nuestro alrededor para asegurarme de que nadie nos presta atención. Por suerte, todo el mundo está pendiente de sus asuntos.
—Mi pequeña —susurra a la rata, y le acaricia la cabecita antes de fulminarme con la mirada—. Podría haberse asfixiado ahí dentro.
—Nos habría hecho un favor.
Petunia me ha dado tantos problemas que solo quiero perderla de vista. Blake gruñe al oírme, aunque no se atreve a soltarme uno de sus sermones. Menos mal. No habría soportado que me regañara después de haberme pasado media hora buscando a su estúpida rata en el cuarto del conserje.
Como siempre, mi hermana lleva ropa holgada que le viene una o dos tallas grandes. Mete a Petunia en el bolsillo de su sudadera XL, que le llega hasta los muslos, y se acomoda frente a mí. Cuando mueve su bandeja, su mirada recae sobre mi cuaderno. Lo cierro a toda prisa.
Junta las cejas y maldigo para mis adentros. Debería haber sido más rápido.
—¿Piensas quedarte a comer aquí? —le pregunto con la intención de distraerla, pero no funciona.
—¿Estabas componiendo?
—Yo he preguntado primero.
—Eso no funciona conmigo.
—¿Qué haces aquí? —insisto—. ¿No tienes amigos?
—Bueno, tú tampoco. ¿Era una canción?
—¿Qué?
—¿Era una canción?
Niego, pero los nervios me delatan. Guardo el cuaderno en la mochila para tenerlo a buen recaudo. Mientras tanto, Blake me escudriña con la mirada. Lleva el pelo corto, a la altura de los hombros, recogido en un moño descuidado. Los dos tenemos los ojos oscuros y somos castaños. A excepción de la estatura, pues soy casi diez centímetros más alto que ella, nos parecemos tanto físicamente que podríamos hacernos pasar por gemelos. Sin embargo, en lo que respecta a la personalidad, no podríamos ser más diferentes.
—Claro que no —contesto, y bufo, como si me pareciera una estupidez—. Estaba escribiendo… Ummm, mi diario.
Arquea las cejas.
—Tú no tienes un diario.
—Pues claro que sí.
—Si lo tuvieras, ya lo habría leído. Invéntate una excusa mejor.
Parece que tengo todas las de perder. La conozco; no parará hasta que consiga lo que quiere, pero eso no va a pasar. No pienso decirle que he vuelto a componer. Sería inútil porque tampoco es que haya compuesto algo bueno. Ni siquiera sé cómo suenan estas notas. Aún no me he atrevido a tocarlas en el piano y, honestamente, no creo que lo haga nunca.
«Nada de problemas. Nada de distracciones. Nada de música».
Trago saliva. Le echo un último vistazo a mi mochila y después miro a Blake.
—¿Qué haces aquí? —insisto. Ruego en silencio por que no le dé más vueltas al tema. Por suerte, me hace caso y suspira.
No recuerdo cuándo fue la última vez que nos sentamos juntos para almorzar, pero en el fondo me gusta que esté aquí. Blake es una tía guay y con ella cerca parezco menos pringado.
—No quería dejarte solo el primer día de clase.
—Dices eso porque todavía no has encontrado a nadie que te soporte. Admítelo.
Se ríe y le dedico una sonrisa de agradecimiento. Siempre ha sido mucho más sociable que yo. El año pasado, me costó tanto hacer amigos que me presentó a los suyos. No terminamos de encajar, pero al menos ya no tenía que sentarme solo en los descansos. Después, llegó septiembre y todos se fueron a la universidad, y mi hermana y yo tuvimos que enfrentarnos solos a nuestro primer día de instituto.
Es decir, hoy.
—En realidad, he conocido a un chico en biología que está buenísimo —comenta, y le da un mordisco a su sándwich—. Se llama Mason. Le he pedido la hora cinco veces.
Frunzo el ceño. Ahora soy yo quien se ríe.
—¿Es una indirecta para que te compre un reloj?
—No digas tonterías —se queja con una sonrisa, y me lanza un trozo de lechuga que aterriza en mi bandeja—. No se me ocurría otra forma de hablar con él. Esperaba que pillara la indirecta y empezara una conversación, pero no ha funcionado. No te ofendas, pero algunos tíos no os enteráis de nada. —Me mira de arriba abajo y cambia de opinión—. Bueno, sí, oféndete. Eres igual de imbécil que los demás. Por cierto, ¿me traes un refresco?
Miro a mi alrededor. Si Blake cree que voy a abandonar mi refugio seguro en nuestra mesa para traerle algo de beber, después de haberme llamado imbécil, está muy equivocada.
—¿No te funcionan las piernas o qué? —le suelto.
—Vamos, la máquina expendedora está muy lejos. No quiero ir hasta allí.
—Vale. Pues yo tampoco.
—Por favor —insiste, y hace un puchero. La miro, a la espera de que haga algo más, pero sabe que no lo necesita. Esa mirada puede conmigo.
Suspiro. Total, qué más da. No me cuesta nada.
—Está bien.
Al escucharme, Blake suelta un gritito de alegría y esboza una gran sonrisa.
—Gracias, hermanito. Eres el mejor.
Se saca unas monedas del bolsillo y me las tiende. Las recibo de mala gana y me levanto. Debería aprender a hacerme de rogar.
Para sentirme mejor, cuento los pasos que doy hasta la máquina de refrescos. Rodeo un par de mesas y, al llegar a mi destino, el resultado final es un número de dos cifras. Cuando vuelva con Blake, le diré que, si caminar menos de cien pasos le parece una barbaridad, no voy a dejar que nos alejemos de casa más de cincuenta los sábados por la noche.
«Eso es, Alex. Demuéstrale quién manda».
—¡Joder!
Meneo la máquina expendedora mientras maldigo entre dientes. He metido dos monedas, pero no hay forma de que suelte el refresco. Se habrá atascado. Justo cuando voy a volver a golpearla, recuerdo que una vez leí en internet que, al menos, trece personas al año mueren aplastadas bajo uno de estos chismes y decido que no correré el riesgo.
—Esto no quedará así —le susurro a mi oponente y, tras mirar una vez más la lata de color rojo que Blake me había pedido, me doy la vuelta.
Resoplo. Estoy a punto de regresar a nuestra mesa, donde tendré que explicar a mi hermana cómo he perdido su dinero, cuando alguien entra en el comedor. Todo el mundo está pendiente de sus asuntos, así que nadie repara en su presencia, pero yo estoy frente a la puerta y, de pronto, solo tengo ojos para ella.
Conozco a Holland Owen. Al menos, conozco lo que dicen de ella en el instituto. Es una de esas chicas engreídas que se creen la abeja reina de la colmena. Es la favorita de los profesores porque su padre es el jefe de estudios y se codea con la gente más popular de por aquí. De hecho, su novio es el capitán del equipo de fútbol. Todo muy cliché para mi gusto, la verdad.
Volver a verla me genera sentimientos contradictorios. Sigo enfadado con ella por el espectáculo que ha montado esta mañana, pero, por alguna razón, su presencia también me pone nervioso. Holland me cae mal, pero debo admitir que es guapísima. Y he estado más cerca de ella que de ninguna otra chica en lo que llevo de vida, sin contar a Blake y a mamá.
De modo que, sí, mis nervios están justificados.
Sin embargo, no ha notado que estoy aquí. Holland entra en la cafetería con la cabeza alta y veo como, a su paso, hay quienes se vuelven a mirarla y comentan cosas con sus amigos. Pero no les hace caso, sino que sigue caminando con decisión, como si buscara a alguien. En ese momento y como si no fuera una de las chicas más populares del instituto y no tuviera ochocientos mil amigos con los que sentarse, Holland Owen se detiene frente a nuestra mesa.
Tiene que ser una broma.
Mi hermana sonríe cuando la ve. Acto seguido, la invita a sentarse con ella. Charlan como si se conocieran de toda la vida y, cuando la pelirroja le pregunta algo a Blake, esta última me señala y de pronto las dos me miran.
Me giro rápidamente. Voy tan obcecado que me tropiezo con el chico que estaba detrás de mí y tiro su refresco al suelo.
—¡¿A ti qué coño te pasa?!
Oh, Dios. Trago saliva y retrocedo, con el corazón a mil por hora. El individuo en cuestión es alto, musculoso y me mira con los dientes apretados. ¿Estará a punto de darme un puñetazo? A toda prisa, me agacho para recoger su lata vacía y la pongo sobre su bandeja.
Fuerzo una sonrisa nerviosa.
—Me alegro de que contigo sí funcione la máquina expendedora —musito, con la voz aguda. No espero a que responda y me largo a toda prisa de ahí.
Hay animales salvajes por todas partes.
Para colmo, ahora mi zona de seguridad ha sido invadida por esa nueva enemiga. A medida que me acerco a la mesa, estoy cada vez más convencido de que es una mala idea. Que Holland esté sentada en mi banco no me gusta nada. De hecho, me pone nervioso. Mucho. Pero tampoco me queda otra alternativa, ¿no? Blake es la única que puede hacerme compañía, y sentarme solo en el comedor sería presentarme como un asocial. No quiero ganarme esa reputación el primer día de instituto.
Esperaré al segundo, como mínimo.
Ya no puedo echarme atrás. Me paro frente a las chicas y Blake sonríe, aunque no me mira.
—¿Te acuerdas de que quería presentarte a alguien? —le dice a Holland, que se ha quedado muda—. Bueno, este es mi hermano, Alex. No está nada mal, ¿eh?
Silencio. Es una broma, ¿verdad? No basta con que mi hermana se haya hecho amiga de esta chica, sino que, encima, quiere presentarnos. Como si pudiéramos llevarnos bien y ser amigos o algo así. La miro, perplejo, y veo cómo alterna alegremente la mirada entre nosotros.
No se ha dado cuenta de que la tensión podría cortarse con un cuchillo.
—Holland y yo vamos juntas a casi todas las clases. La he invitado a comer con nosotros hoy porque sus amigos se han ido al acto de bienvenida del curso, que, sinceramente, tiene pinta de ser un muermo —me cuenta, trago saliva y asiento. Blake espera en silencio a que alguno de los dos hable y, como nos quedamos callados, añade—: Adelante, ¡conoceos!
Me entran ganas de irme por donde he venido. Sin embargo, no pienso dejarla ganar. Yo he llegado primero. Si alguien tiene que marcharse, es ella.
—Owen —la saludo, sin más. Ella da un respingo.
—Se llama Holland —me corrige Blake.
Ahora que lo pienso, ¿por qué diablos quiere presentármela, si ambos sabemos de sobra quién es?
—Holland Owen —interviene la susodicha y me mira de reojo—. Nadie me llama por mi apellido.
Pero yo sí, y parece bastante molesta al respecto. Aunque, conociéndola, puede que esté molesta por todo en general. Sea como sea, es una pena. Owen es un apellido bonito y creo que es el motivo por el que le queda tan bien.
—En fin, ¿y mi refresco? —me pregunta Blake, al verme las manos vacías. No contesto, así que resopla y añade—: Vale, da igual. ¿Dónde está mi dinero?
Aprieto los labios.
—La máquina expendedora no funcionaba.
—¿Lo has perdido?
—Lo siento.
—Eres un desastre.
—Lo sé. Gracias.
Rodeo la mesa para sentarme a su lado. No obstante, Blake tiene otros planes. Finge estar enfadada y estira las piernas sobre el banco hasta que no queda espacio para mí. Maldigo entre dientes porque me huelo sus intenciones. Ahora no me queda otra que sentarme con Owen.
Es posible que la idea le disguste tanto como a mí, pero no se queja, sino que se limita a mirar hacia otro lado mientras me acomodo junto a ella. Intento con todas mis fuerzas mantener las distancias, pero no hay forma de evitar que mi brazo roce accidentalmente el suyo cuando arrastro la bandeja hasta donde corresponde. Sobresaltada, se echa el bolso al hombro y se pone de pie.
—Creo que debería irme —balbucea. Me entran ganas de saltar de alegría. Para ocultar mi sonrisa, abro la botella de agua y me la llevo a los labios.
«Eso es, vete. Esfúmate. Desaparece de mi vista. Fus, fus».
—No seas tímida. Mi hermano es un buen chico —le dice Blake y casi me atraganto. Se vuelve hacia mí—. Alex, ¿te he contado que a Holland le encanta dibujar?
A mi lado, Owen parece tan incómoda como yo. ¿A qué viene todo esto? Blake tendría que vivir debajo de una piedra para no saber que Holland sale con Gale. De todas formas, aunque estuviera soltera, me parece absurdo que crea que podría tener alguna posibilidad. Owen me cae mal, pero no deja de ser una de esas chicas para las que no estoy a la altura.
—Creo que no nos estamos entendiendo —nos explica la susodicha—. Tengo novio. Se llama Gale. Hoy cumplimos dos años juntos.
—Y es un poco gilipollas.
Vaya, se me ha escapado.
Aunque también puede que lo haya dicho para sacarla de quicio. De todas formas, cualquiera que conozca a ese chico me daría la razón.
—¿Disculpa? —me espeta, y se vuelve hacia mí.
—Lo que oyes. Gilipollas. Con todas las letras.
—Ese gilipollas podría romperte la nariz de un puñetazo.
Chasqueo la lengua.
—Bueno, con algo tenía que compensar su falta de neuronas.
He visto a Gale Fullman golpear a un chico hasta mandarlo al hospital y también amenazar a otros cuantos solo porque se atrevieron a mirar, de lejos, a su chica. No sé si Holland se cree que es una abeja reina, pero su novio sí que actúa como si fuera el rey del mundo. Y eso no me gusta.
La tensión es tan palpable que, ahora, Blake no puede pasarla por alto. Se aclara la garganta y Owen y yo dejamos de mirarnos.
—Ibas a contarme qué le ha pasado a Petunia —me dice. Quiere redirigir la conversación hacia un tema menos incómodo, pero no funciona. De hecho, solo me altera más. Bastante.
Sobre todo cuando Holland pregunta:
—¿Quién es Petunia?
—No fue para tanto —intervengo. Quiero acabar con esto cuanto antes—. Se escondió debajo del armario, pero fui a buscarla y ahora está sana y salva. Fin de la historia.
—¿Qué es Petunia? —añade Owen, mucho más acertada esta vez.
Mierda. Holland no me cae nada bien, pero tampoco quiero traumatizarla. Nadie se merece que una rata le caiga en la cabeza, ni siquiera ella; así que me apresuro a cambiar de tema.
—Esta tarde no podré ir a trabajar. Estoy castigado.
Como suponía, Blake se olvida de Petunia y se vuelve bruscamente hacia mí.
—¿Qué?
Señalo a Owen.
—Es culpa suya. Me encerró en el cuarto del conserje.
Mi hermana pestañea. No se entera de nada. Antes de que pueda preguntar, Holland me increpa:
—¿Estás de coña?
—¿Así que vamos a discutir otra vez? —cuestiono, y la miro—. Porque no me apetece repetir lo de esta mañana.
Junta las cejas.
—¿Te refieres a cuando me llamaste bruja tres veces seguidas o a cuando nos espiaste desde detrás del armario? ¿No te da vergüenza estar tan desesperado?
—Te recuerdo que fuiste tú la que se abalanzó sobre mí. No sé a ti, Owen, pero a mí me parece que eso sí que es estar desesperada de verdad.
Estoy haciendo que se enfade otra vez. Se ha puesto colorada y ahora sus mejillas combinan con su pelo.
—¡No fue aposta! —chilla, y hace una mueca de asco—. No te tocaría ni con un puntero láser.
Pongo la mirada en blanco.
—Ya, claro. ¿No te ibas?
—¿Qué me he perdido? —pregunta Blake, pero la ignoramos.
Holland, Owen, o como se llame, guarda silencio durante unos segundos. Sus potentes ojos oscuros me estudian con detenimiento, como si planeara qué hacer a continuación. De pronto, curva los labios en una sonrisa falsa y ladea un poco la cabeza.
—Sí, me iba, pero he cambiado de opinión —responde con voz de inocente—. Mejor me quedo.
Dicho esto, se sienta a mi lado y deja caer su bolso justo encima de mi mochila. Quiere que me crea que ha sido sin querer, pero sé que, en el fondo, lo hace para fastidiarme, así que tiro del asa para sacarla de ahí y la pongo encima. Owen tarda un segundo en volver a poner su bolso sobre mi mochila. Yo hago lo mismo. Después, ella. Seguimos así un rato más, hasta que comprendo que no va a rendirse y lo dejo pasar.
Al ver que ha ganado, amplía su sonrisa, orgullosa, y se coloca el pelo sobre un hombro.
Bruja.
Ojalá se le caiga encima una máquina expendedora de refrescos.
—Está bien. —La voz de mi hermana rompe el silencio. Pasa la mirada de uno a otro sucesivamente—. Doy por hecho que ya os conocíais.
Antes de que podamos contestar, suena la campana que anuncia la vuelta a clase. Si no me levanto, es porque, por alguna razón que desconozco, todo el mundo sigue sentado.
A nuestra derecha, unas chicas sacan los móviles. Lo mismo ocurre con los de la mesa a la izquierda y con todos los que están sentados a nuestro alrededor. El comedor se llena de sonidos de notificaciones y los murmullos se convierten en risitas y exclamaciones de sorpresa. Hasta que mi hermana no habla no reparo en que Owen y ella también han encendido los móviles.
—Adivinad quién acaba de subir una foto a Instagram —dice Blake. Resopla mientras desliza el dedo por la pantalla—. Odio esta cuenta. Me parece lamentable que alguien se dedique a comentar públicamente la vida de los demás. Es…
Pero no termina la frase. De pronto, Holland se pone de pie.
—Tengo que irme. Lo siento.
Echa a correr hacia la salida y la cafetería estalla en ruido. Escucho risas y comentarios para nada amistosos. No entiendo nada, así que miro a Blake, que no deja de alternar la mirada entre su teléfono y mi rostro. Parece perpleja.
—Muy bien, ahora sí que hablo en serio. ¿Qué diablos ha pasado?
Me enseña el móvil. Extrañado, miro la imagen que aparece en la pantalla. La fotografía está borrosa; ha sido tomada frente a la puerta del cuarto del conserje. Junto a ella, aparecen dos adolescentes abrazados. Él tiene los brazos en torno a la cintura de la chica y las manos de esta última están sobre su pecho.
Más abajo, el texto, escrito con letras mayúsculas, hace que me entren náuseas:
«La exreina de la secundaria protagoniza un apasionado encuentro con un chico que, curiosamente, no es Gale Fullman. ¿Intentará ganarse el puesto a “la más zorra del año”? Porque, si es así, felicidades Holland, es todo tuyo».
Miro una vez más la fotografía y entiendo por qué todos nos observan. Somos Holland y yo. Somos nosotros los que aparecemos en la imagen; la misma que ahora circula por internet y recibe los «me gusta» de todos los alumnos del instituto.