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9. Con la música en las venas Holland

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Siempre pensé que mi primera ruptura sería como en las películas; que me sentiría completamente desolada y que, como no me apetecería salir de casa, Sam vendría al rescate cargado con dos tarrinas de helado y una lista enorme de películas románticas que nos hicieran llorar a los dos. Se supone que eso debería hacerme sentir mejor y que, pasadas unas semanas, quizá, ya lo habría superado.

Pero la vida real es muy diferente. Básicamente porque en mi habitación solo hay una persona: yo.

La gente dice que la compañía ayuda a reparar un corazón roto, pero socializar es lo que menos me apetece hacer ahora mismo. He llorado tanto que me duele la cabeza y siento cómo me pesan los músculos. Además, no dejo de moquear y tengo las mejillas rojas y los labios hinchados. No quiero que nadie me vea así. Ni siquiera Sam.

Mi aspecto refleja lo destrozada que estoy por dentro. Me siento culpable e inútil. Me gustaría que no hubiera tanto silencio porque es difícil huir de mis pensamientos cuando no tengo distracciones. Así es cómo he acabado pensando en Gale. En cuánto lo quiero y en que le he hecho mucho daño. Pienso en que no volverá a tomarme de la mano por los pasillos, a enviarme mensajes de buenos días y a desearme dulces sueños antes de irse a dormir. No me acompañará a clase ni me esperará apoyado contra la taquilla, como hacía siempre, mientras me miraba como si fuera la chica más guapa que hubiera visto jamás.

Como si fuera perfecta.

Así es como Gale me hacía sentir: perfecta. Perfecta a ojos de los demás.

Pero eso se acabó.

Mi móvil vibra sobre la mesilla y maldigo entre dientes. ¿No estaba apagado? Alargo la mano para desbloquearlo, pero dudo en el último momento. Antes, he revisado mis mensajes por encima y tenía varias conversaciones activas. No me sorprendería de no ser porque no hablo con tanta gente. La noticia de que he roto con Gale se ha extendido como la espuma.

«A la mierda», pienso y enciendo la pantalla. Lo primero que hago es desinstalar Instagram. Al menos por ahora, esa aplicación no me aportará nada bueno. Después, miro el buzón de mensajes.

3 conversaciones activas

9 mensajes nuevos

Número desconocido

Hola, guapa.

Frunzo el ceño y lo elimino.

Stacey

¿Qué coño has hecho?

Todo el mundo está hablando de ti.

¿Holland?

Dime que es una broma.

Se me forma un nudo en la garganta. Aunque está en línea, ignoro sus mensajes porque prefiero que hablemos en persona, cuando volvamos a vernos. Solo espero que me dé la oportunidad de explicarme.

Teniendo en cuenta que lo he evitado todo el día, no es raro que Sam también me haya escrito:

Sam

Acabo de enterarme. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

Llámame cuando veas esto.

La gente es gilipollas.

Me muerdo el labio con fuerza. De pronto, noto un sabor salado y me doy cuenta de que estoy llorando otra vez. Me los ha enviado a las dos del mediodía, justo antes de que acabaran las clases. Hace veinte minutos, ha escrito otro más.

No tienes por qué venir esta tarde, ¿vale?

Mierda. La audición. Le prometí que me saltaría el castigo para acompañarlo. ¿Cómo he podido olvidarlo? Sinceramente, lo que menos me apetece ahora mismo es salir de mi habitación, pero no puedo fallarle. Sé lo importante que esto es para él. Quiera o no, tengo que ir. Además, creo que me vendrá bien despejarme, después de haber pasado todo el día en un mar de autocompasión.

No me lo pienso dos veces y escribo:

16:45 en mi casa.

Se ha desconectado. Suspiro y dejo el móvil sobre la cama. No tiene sentido negar que estoy decepcionada: en el fondo, esperaba que Gale contestara a las decenas de mensajes que le he enviado. Creo. Aunque supongo que una parte de mí también deseaba encontrarse con una conversación sin abrir de un número desconocido, que estuviera dispuesto a hablarme sobre música y recordarme que no soy una zorra, como dice todo el mundo.

Aparto esos pensamientos de mi mente. Alex no me escribirá. Es ridículo. No tiene mi número de teléfono y tampoco pienso dárselo. Además, ni siquiera somos amigos. Lo de esta mañana ha sido una excepción. Mañana nuestra tregua habrá llegado a su fin y volveremos a odiarnos mutuamente.

Trago saliva. No me gusta saber que mañana también tendré que sentarme sola en todas las clases, almorzar en una mesa apartada del comedor y estudiar escondida en un rincón de la biblioteca.

Me llega un nuevo mensaje.

Sam

16:30 mejor. Tienes mucho que contarme. Voy de camino. Mueve el culo, vístete y abre la ventana.

Podrías entrar por la puerta, como las personas normales.

Sam

Corrijo: como las personas ABURRIDAS.

Se me escapa una sonrisa, aunque hasta hace un momento mis labios estaban rígidos. Hago acopio de todas mis fuerzas, me levanto de la cama y abro el armario para cambiarme. Me enfundo unos vaqueros, una camisa de media manga y me dejo el pelo suelto. Parezco una zombi, así que voy al baño a lavarme la cara y me cubro las ojeras con maquillaje.

Mientras me pongo las zapatillas, tarareo una melodía. ¿Volveré a escucharla en directo alguna vez? Alex me dijo que no tenía título, pero quizá encuentre al compositor por internet.

Como he señalado antes, necesito distracciones. No sé cómo buscar una canción sin saber el título, así que me descargo una aplicación y tarareo para que intente reconocer la canción. «No se encuentran resultados». Está claro que he desafinado tanto que es imposible que mi voz se parezca al sonido del piano. Genial.

No pienso perder la esperanza, aun así. Abro el bloc de notas y describo la melodía con una única sílaba: «la». Duplico la vocal cuando me parece necesario y rezo porque funcione y me ayude a recordar la canción siempre que lo necesite.

Cuando acabo, me doy cuenta de que soy patética. Resoplo, guardo el móvil y echo un vistazo al espejo antes de salir de la habitación.

Mi casa tiene tres plantas. En la segunda están los dormitorios. Bajando las escaleras, se encuentra la cocina, que conecta con el jardín y la piscina, y más adelante están el salón y uno de nuestros cuatro baños. El despacho de mamá está junto al recibidor. Vivimos en una propiedad enorme donde siempre reina el silencio. Y no sé si lo he mencionado alguna vez, pero odio el silencio.

Papá suele quedarse en el instituto hasta tarde, mientras que mamá prefiere trabajar desde casa cuando no está en el bufete. La puerta de su estudio está entreabierta. Me asomo ligeramente y veo sus ojos cansados, su pelo castaño —de un tono mucho más bonito que mi rojo chillón— y sus elegantes dedos que se mueven sobre el teclado del ordenador.

Está tan absorta en su trabajo que no ha notado mi presencia, así que me aclaro la garganta.

—Ahora no, Holland. Estoy ocupada —dice, sin dejar de mirar la pantalla.

—Solo venía a avisarte de que voy a salir.

—¿Con Gale?

Trago saliva.

—No. —Ojalá fuera lo bastante valiente como para contárselo todo. Mamá no me presta atención, sino que continúa hablando:

—He quedado con sus padres para que vengan a cenar el viernes. Necesitan que les asesore en unos asuntos y queríamos aprovechar la oportunidad para celebrar vuestro aniversario. Te hace ilusión, ¿verdad? Sabes que no tenéis que quedaros hasta el final de la cena. Podéis hacer planes después, si os apetece.

Voy a echarme a llorar. Cualquiera se daría cuenta de que algo no va bien, pero mamá no deja de teclear en su portátil y no me mira mientras habla.

—Está bien —miento, y ni siquiera sé por qué.

¿Puede que, en el fondo, todavía crea que esta ruptura es temporal? Es cierto que Gale no ha contestado a mis mensajes —de hecho, algunos ni siquiera le han llegado, así que quizá me bloqueó anoche—, pero eso no significa que no vaya a escucharme cuando pasen unos días y esté más tranquilo.

Con suerte, entenderá lo que ha pasado y todo volverá a la normalidad.

No tengo por qué sentirme mal conmigo misma. La culpa no es mía. No he hecho nada.

—¿Qué le regalaste al final? —pregunta. Alza la mirada y esbozo la sonrisa más creíble del mundo.

Y funciona.

—Un retrato. ¿Te acuerdas? Te lo enseñé el otro día.

Por la forma en que frunce el ceño, no. No se acuerda.

Imagino que tampoco me estaba escuchando anoche, cuando le conté que al final no había querido dárselo.

—Es verdad —contesta, de todas formas, y mira la pantalla—. ¿Le gustó?

Me duele el pecho. No me molesto en decirle la verdad porque será inútil: siempre finge que me escucha mientras piensa en otra cosa. Mamá es así y la quiero, pero a veces me gustaría poder desahogarme. Quiero hablar con alguien; contarle que estoy castigada, que me insultan por los pasillos, que he faltado a clase, que Gale me ha dejado, que he tenido un ataque de ansiedad, que me da miedo hablar con Sam porque no quiero que me juzgue, que Stacey va a dejar de ser mi amiga, que, a partir de ahora, estoy sola, y que lo único que me ha hecho sonreír en todo el día ha sido la canción que ha tocado un chico al que no soporto.

Pero me lo guardo todo, como siempre, porque ella misma lo ha dicho: está ocupada. Además, tengo que ver el lado bueno: puede que mamá no se preocupe por mis cosas, pero al menos tampoco me echa nada en cara y, considerando que es lo que hacen todos últimamente, creo que hasta debería darle las gracias.

Esbozo una sonrisa falsa y, aunque me desgarra por dentro, respondo mientras cierro la puerta con cuidado:

—Más que eso, mamá. Le encantó.

* * *

Sam es más puntual que de costumbre y ya está frente a mi casa a las cuatro y cuarto. He pasado media hora sentada en las escaleras del porche porque no soportaba seguir dentro. Al verlo, me levanto y bajo con lentitud. Es evidente que quiere causar buena impresión: se ha puesto gomina y lleva una de esas camisas que reserva para ocasiones especiales.

En cualquier otro momento, esto último me habría hecho gracia, pero hoy no me apetece reírme.

Me paro a unos metros de distancia y dudo. De pronto, Sam se acerca y me abraza. Me pone una mano en la cabeza y casi me obliga a esconder la cara en su cuello. Entonces, me rompo. Mi mente se llena de noes en mayúsculas, pero ya es demasiado tarde porque vuelvo a llorar.

Me abraza con más fuerza y nos quedamos así hasta que me tranquilizo. Cuando se separa de mí, añade:

—Creo firmemente en lo que he dicho antes. La gente es gilipollas.

Pasamos el resto del camino en silencio.

Es curioso cómo el tiempo cambia a las personas. Hace unos años no habría sido capaz de guardarme lo que siento. Me habría desahogado con Sam y habría llorado hasta quedarme sin lágrimas. Sin embargo, hasta ayer, hacía nueve meses que no lo veía y mi vida ha cambiado tanto que me ha hecho cambiar a mí. Él sigue igual, claro; es tan buena persona como siempre.

Pero a mí ya no me resulta tan fácil confiar en los demás.

No sé cómo me he sincerado con Alex esta mañana.

Media hora después, llegamos al Brandom. Los ladrillos de la fachada están desgastados y el nombre del bar figura en un letrero luminoso sobre la cristalera. Sorprendentemente, pese a que está en una zona bastante concurrida, no hay mucha gente dentro. Decido tomármelo como una buena señal: si no ha venido mucha gente a la audición, es más probable que escojan a Sam.

Con esto en mente, le sonrío e intento abrir la puerta, pero me agarra del brazo para detenerme.

—Está bien. Esperaba que sacaras el tema, pero ya no lo aguanto más —me suelta—. La respuesta es no. Te conozco, sé en lo que estás pensando y la respuesta es no.

Pestañeo. Su mirada busca la mía y arquea las cejas, como si esperara a que replique. Me aclaro la garganta.

—No sé a qué te refieres.

—No te has quedado sola. Hablo en serio, Holland. Puede que ahora pienses que sí, pero Gale no es toda tu vida. Tu felicidad no depende de nadie. Mucho menos de él. No tienes la culpa de que tu ex sea un imbécil.

Trago saliva.

—Gale no…

—No lo defiendas. Ambos sabemos que lo es. Aunque no me hayas contado nada, sé con seguridad que jamás lo engañarías. Y esa fotografía no prueba que lo hayas hecho. Más bien, parece que estabas a punto de caerte al suelo y que ese chico lo evitó. Tu exnovio es un imbécil. No hay más. Y yo soy tu mejor amigo. Así que no estás sola. Me tienes a mí y lo que es más importante: te tienes a ti misma.

—Sam… —intento decir, pero agradezco que me interrumpa porque no sé cómo seguir.

—No estás sola. Dilo en voz alta, vamos.

—No tienes que…

—Hazlo.

—No estoy sola.

—No, no lo estás y, si alguna vez piensas que sí, solo tienes que llamarme.

—Lo sé. —Le sonrío, aunque me cuesta, porque se lo merece—. Gracias.

Me seco las lágrimas con el brazo. Necesitaba escuchar eso. Parece que no he cambiado tanto como creía, porque Sam me conoce tan bien como antes. Me gusta que siempre sepa qué decir. En momentos como este es cuando realmente entiendo cuánto lo he echado de menos.

—Muy bien. Ahora convendría que fueras activando tus ondas de buena suerte, porque llegamos tarde y necesito entrar en la banda —dice. Me río y asiento.

Se lo contaré todo cuando salgamos. Está decidido.

Dentro huele a café. Estamos a finales de septiembre y todavía hace calor, así que el aire acondicionado está puesto. Me froto los brazos para aislar el frío y miro el local. Las paredes están llenas de fotografías enormes de cantantes de rock y el mobiliario tiene un aire vintage que me gusta mucho. Es un sitio acogedor.

A la derecha, está la barra y, al fondo, el escenario. Hay varios instrumentos: un teclado, un bajo, dos guitarras y una batería. Una señora de unos cincuenta años aporrea los platillos de forma arrítmica mientras dos chicos cuchichean y toman notas desde una de las mesas.

Sam hace una mueca. Su oído refinado de músico debe estar sufriendo con el espectáculo. Nos sentamos en una mesa y saca las baquetas de la mochila. Están personalizadas y llevan su nombre escrito en mayúsculas. Maniobra con ellas, da unos golpecitos en la madera y resopla.

—¿Es demasiado tarde para echarme atrás? —pregunta.

Me vuelvo hacia él con brusquedad.

—No dejaré que te vayas ahora.

—Estoy nervioso y esa mujer me provoca dolor de cabeza. —Se pasa las manos por el pelo, inquieto, mientras mira a nuestro alrededor—. ¿Me dará tiempo a ir al baño?

No sé mucho sobre música, pero no creo que la actuación se alargue mucho más. Al menos, eso espero, porque no me gustaría perder los tímpanos. La señalo con el pulgar de manera disimulada.

—Después de eso, cualquier cosa les parecerá buena.

Sam pone los ojos en blanco, aunque sonríe.

—A veces eres cruel, ¿eh? —bromea, antes de dirigirse a las escaleras. Lo observo hasta que entra en los aseos e intento no parecer afectada.

No tiene ni idea, pero lleva toda la razón.

Necesito distraerme, así que voy a la barra para pedir algo de beber. Conozco a Sam y sé que sus necesidades se multiplican cuando está nervioso. Seguro que ahora vendrá a decirme que se muere de sed. Como la buena amiga que soy, debería estar preparada.

No hay camareros cerca. Apoyo la cadera en la barra, me cruzo de brazos y espero mientras los chicos hablan con la mujer, que acaba de finalizar su audición. Deben tener buen gusto musical, como Sam, o un mínimo de sentido común, como yo, porque la despachan con amabilidad. Desde aquí oigo cómo ella los insulta antes de recoger sus cosas y salir refunfuñando del local.

Entonces, uno de los chicos se gira y veo su rostro. Lo reconozco enseguida: es Mason Brodie, el jugador que ha intentado convertirse en capitán del equipo desde que entró.

Más bien, el que quiere robarle a Gale su puesto de capitán.

—Eh, Owen. —Escucho a mis espaldas—. Parece que Dodo tendrá que arreglárselas sola esta tarde. Vaya, y yo que empezaba a sentirme culpable por no haberte avisado.

Por alguna razón, oír su voz me da fuerzas para olvidarme de Gale hasta que vuelva a estar sola en casa. Cuando me giro, Alex me mira con las cejas alzadas desde el otro lado de la barra. Seca un vaso con un trapo y lleva una camiseta negra y los mismos vaqueros ajustados.

La vergüenza me forma un nudo en el estómago. Es raro volver a verlo después de la conversación de esta mañana. No debería haber sido tan sincera con él. Además, me pregunto qué pasaría si viera mi móvil y descubriera que he escrito su canción en el bloc de notas para no olvidarla.

Creo que pensaría que soy rara.

—Supongo que ahora tienes la conciencia tranquila —me limito a responder, y aparto la mirada. Aunque no lo miro, sé que sonríe.

—¿Qué haces aquí? No sabía que también te gustaba la música.

Toma otro vaso para secarlo. Durante un instante, me tienta preguntar lo mismo, pero entonces veo su nombre en la camiseta y entiendo que trabaja aquí. Es camarero.

Me siento en un taburete. ¿Dónde se ha metido Sam?

—He venido a acompañar a un amigo. —Señalo nuestra mesa, que está vacía, y le explico—: Está en el baño. Los nervios, ya sabes.

Al oírme, Alex se pone serio y se agacha para secar más vasos de debajo de la barra. Frunzo el ceño. ¿He dicho algo que le ha molestado?

—Vendrá por el puesto de pianista —asume.

—No, es batería.

—¿Ah, sí? Bueno, mola.

—Mucho. —Aprieto los labios. No me resisto a preguntarlo—: ¿Y tú?

—Solo vengo a mirar. —Sonríe y se mira a sí mismo—. Bueno, y a trabajar. Por cierto, ¿querías algo?

—Solo un vaso de agua.

Amplía su sonrisa.

—Eso corre a cuenta de la casa.

—Qué detalle.

—Es un placer.

Sonrío, incómoda.

Alex deja un vaso lleno sobre la barra antes de seguir con su trabajo. Nuestra conversación se ha terminado y, por mucho que odie admitirlo, estoy un poco decepcionada. ¿Qué me pasa? No sé qué esperaba, de todos modos. Ni siquiera somos amigos. Seguro que esta mañana me ha ayudado porque sentía lástima por mí.

Debería irme y dejarlo en paz.

Por suerte, Sam vuelve justo a tiempo. Se acerca con decisión, toma el vaso de agua y se lo bebe de un trago. Es tan brusco que Alex nos mira con disimulo, pero finjo no darme cuenta.

—Uf, gracias. Me moría de sed. —Se me escapa una sonrisa. Mientras tanto, Sam da saltitos y hace estiramientos—. Estoy preparado para petarlo. ¿Cómo van esas ondas de buena suerte?

Me pongo de pie.

—Activadas y a máxima potencia.

—Allá vamos.

Aunque una parte de mí quiere quedarse aquí, acompaño a Sam hasta el escenario.

Mason nos ve primero. Le da un codazo a su amigo y los dos se levantan. No tardo mucho en reconocer al otro chico. Creo que se llama Finn. Es un tipo alto y delgaducho al que mis amigas suelen llamar friki porque está obsesionado con los videojuegos. He oído que son familia. No parecen hermanos, así que quizá sean primos. A saber. Lo más curioso es que nunca he hablado con ellos y, aun así, los he criticado más de una vez.

Mason es, sin duda, quien se llevaría el puesto a la persona que Holland Owen y sus amigas más desprecian. Desde que empezó a competir con Gale, he dicho tantas cosas horribles sobre él que he perdido la cuenta. Y lo peor de todo es que creo que ninguna es verdad.

Nos acercamos y cada vez me agobio más. No dejan de mirarnos y ahora soy yo quien se siente juzgada. Si van a nuestro instituto, es imposible que no hayan oído los rumores. Espero que se burlen de mí, como todos, o que me lancen miradas furtivas, pero solo están pendientes de Sam y de sus baquetas.

—¿Vienes a la audición? —pregunta Finn. Tiene el pelo castaño y pegado a la frente. Mira a mi mejor amigo como si presenciara un milagro.

—Si es así, adelante —añade Mason y señala el escenario—. Todo tuyo. Sorpréndenos.

Si mi corazón va a toda velocidad, no quiero imaginar cómo estará Sam. Intenta abrir la boca para decir algo, pero Finn se cuela entre ellos y fuerza una sonrisa.

—Un momento. Antes necesitamos ciertos… datos personales —dice—. Bastará con tu nombre, tu edad, tu lugar de residencia y tu grupo sanguíneo.

—¿Grupo sanguíneo? —se sorprende Sam.

—Estás de coña, ¿no? —interviene Mason.

—Es por seguridad. Imagina que uno de nosotros necesita una transfusión urgente en medio de una gira mundial y hace falta un donante. Podría ser una cuestión de vida o muerte.

Pestañeo. Al principio, me lo tomo como una broma, pero parece que Finn habla en serio. Mason suspira y mira a Sam.

—Si todavía no tienes ganas de huir, agradecería que empezaras a tocar.

Eso da confianza a mi amigo, que esboza una sonrisa tímida. Sin embargo, no obedece enseguida, sino que dice:

—Soy AB positivo. ¿Qué os parece?

Los primos se miran.

—¿Y bien? —demanda Finn.

—Y bien, ¿qué? —contesta Mason.

—¿Sois compatibles o no?

—A mí no me mires. Esto ha sido cosa tuya.

—Venga ya, ¿no sabes cuál es tu grupo sanguíneo?

Mason sacude la cabeza ante lo absurdo.

—¿Quién diablos se preocupa por esas cosas?

—¿Alguien que no quiere morirse, quizá? —Finn resopla y, acto seguido, se vuelve hacia Sam—: Por cierto, tú no querrás morirte, ¿verdad?

Esta conversación no tiene ningún sentido. Mi mejor amigo piensa en qué decir, no le salen las palabras y a mí se me escapa la risa. En un intento de salir del paso, señala la batería. Parece nervioso.

—Debería ponerme a tocar.

—Sí, empieza a tocar —coincide Mason, y le lanza una mirada de desdén a su primo, que se encoge de hombros como un niño pequeño.

Sam intercambia una mirada conmigo, inquieto, y le sonrío mientras me acomodo en la silla más cercana. Quizá tendría que intentar tranquilizarlo, pero estoy tan nerviosa como él. Rodea el instrumento y ajusta el taburete hasta que queda a su gusto. Trago saliva. Solo espero que estos chicos se den cuenta de que es el mejor.

De reojo, veo que Alex está apoyado en la pared, a unos metros detrás de nosotros, a la espera de que comience el espectáculo. Sam tarda unos segundos en romper el silencio.

Siempre que lo escucho tocar, pienso que lo lleva dentro; su corazón late al ritmo de la música y el talento le corre por las venas. La música es su pasión desde que era un niño y, aunque él no lo sabe, podría hacer bailar al mundo entero solo con sus baquetas. Mis oídos danzan junto a su solo de batería. Ojalá pudiera capturar este momento para plasmarlo en mis dibujos.

Tal y como me gustaría hacer con la canción de Alex.

Cuando termina, tengo la piel de gallina. Me levanto y aplaudo con todas mis fuerzas. Escucho ruido a mis espaldas y, pese a que no puedo verlo, sé que Alex aplaude conmigo.

Mientras tanto, los primos se miran en silencio.

—No ha estado mal —dice Finn—. Ahora, si nos disculpas, tenemos que deliberar.

Mason pestañea, tan sorprendido como yo.

—¿Estás de coña? Ha sido una auténtica…

—A deliberar, he dicho.

Finn lo agarra del brazo y lo arrastra lejos de nosotros. Se enfrascan en una discusión en susurros que no consigo escuchar. Quiero ir a hablar con Sam, que sigue sentado frente a la batería, pero entonces lo llaman para comunicarle la decisión. Los observo desde aquí, aunque mi atención de pronto persigue a otra persona.

Ahora que el escenario está vacío, Alex se acerca a los instrumentos. Se mueve con cautela, como si les tuviera mucho respeto. Acaricia las teclas del piano con las yemas de los dedos y no despierta de su trance hasta que presiona suavemente una de ellas. Entonces, se sobresalta al oírla sonar y alza la mirada.

Sus ojos conectan con los míos, doy un brinco y me giro a toda prisa.

«Idiota, idiota, idiota».

Nerviosa, camino hacia los chicos. Necesito olvidarme de esa melodía y de él lo antes posible.

—Espero que estéis dándole buenas noticias, porque no encontraréis a nadie mejor —les suelto, cuando llego. Al escucharme, Sam sonríe con timidez y Mason junta las cejas.

—¿Por quién nos tomas, Holland Owen? —cuestiona, con retintín.

—¿Por unos principiantes? —agrega Finn.

—Por supuesto que lo hemos aceptado. Está dentro. Faltaría más.

—Aunque ha sido difícil, la verdad. La señora también era una buena candidata.

—Desde luego —coincide Mason.

—Tienes suerte de no tener arrugas, querido —aporta Finn, que da a Sam una palmadita en la espalda—. Ha jugado a tu favor.

Mi amigo frunce el ceño, pero a mí la situación me hace tanta gracia que me echo a reír. Los primos me sonríen y pienso en lo bien que me caen. No entiendo por qué los criticaba. Estoy segura de que, si Stacey y las demás les dieran una oportunidad, se darían cuenta de que no son tan terribles como piensan.

Mason me estrecha la mano.

—Mason Brodie. Tu novio te habrá puesto al día de lo mucho que me odia y todo eso.

Le parece divertido, porque sonríe ampliamente. Intento que no note que me afecta hablar de Gale.

—Lo ha hecho —respondo, pongo una mueca y se ríe. Quizá debería añadir algo como «en realidad, ya no estamos juntos», pero no tengo fuerzas para dar explicaciones a nadie—. Pero no te preocupes. No suelo dejarme llevar por las opiniones de los demás.

Ahora que lo pienso, se me da muy bien mentir.

—Yo tampoco. —Me suelta la mano y, como si quisiera parecer todavía más sincero, me mira a los ojos—. Hablo en serio, Holland. Es un placer.

Enseguida entiendo a qué se refiere y, de pronto, siento tanto alivio que se me escapa una sonrisa. Mason es un chico atractivo; no tanto como Gale, claro, pero no puedo negar que hay algo especial en esos ojos verdes. Si esta banda triunfa en un futuro, plantarán esa cara bonita en cientos de pósteres a gran escala.

Antes de que pueda contestar, Finn se cuela entre nosotros y exclama:

—¡Eh, tú eres la desgraciada que me ganó el año pasado en el concurso de dibujo!

La impresión hace que me cueste reaccionar. Nunca me habían insultado con tanta desvergüenza y a la cara. Me presenté a ese certamen a escondidas de mis padres, solo para probar suerte, así que no vinieron a la entrega de premios unas semanas después, cuando me llevé el primer puesto. Supongo que las futuras abogadas no deberían perder el tiempo con cosas como el arte.

—No te ofendas —interviene Mason, cuando ve la cara de Sam—. Finn es así. Todavía no ha aceptado que dibuja fatal.

—Es una suerte que sea un genio con la guitarra —presume el susodicho.

Mason sonríe con fanfarronería.

—Es el segundo mejor guitarrista que conozco, después de mí, claro.

Sam sonríe. Mientras tanto, busco a Alex con la mirada. Todavía toquetea las teclas del piano sin hacerlas sonar. Me pregunto cómo reaccionaría si fuera allí ahora mismo y le dijera que me muero de ganas de volver a escuchar la canción de esta mañana.

—¿No necesitáis a nadie más para vuestra banda? —pregunto, sin pararme a pensar en ello.

Mason suspira.

—El plan era encontrar a un pianista y a alguien que se las apañe con el bajo, pero supongo que de momento somos solo nosotros.

—Es vuestro día de suerte —anuncio y se me escapa una sonrisa. Señalo a Alex con la cabeza—. Ahí tenéis a vuestro pianista.

Sin embargo, mi humor decae cuando nuestras miradas se cruzan y veo que se ha quedado paralizado. Sus dedos se han quedado suspendidos sobre las teclas. Empiezo a pensar que he metido la pata, cuando un hombre mayor, de unos cincuenta años, aparece a nuestras espaldas y dice:

—Adelante, chico, demuéstrales lo bueno que eres.

Alex reacciona al oírlo. Sacude la cabeza e intenta hablar, pero no es capaz. Mira el piano y retrocede como si ardiera.

—Yo no… Bill, sabes que no…

—Ya lo has oído, ¿no? Quieren escucharte —insiste el hombre. Alex nos mira a todos.

—No puedo —contesta. Evita mi mirada a toda costa y, se dirige a los demás antes de añadir—: Lo siento. Os habéis equivocado de persona. A mí ni siquiera me gusta la música.

Frunzo el ceño. Ambos sabemos que miente. Sin embargo, no me da tiempo a hacer preguntas. Pasa rápidamente junto a nosotros, recoge sus cosas y las campanillas de la puerta tintinean cuando se marcha sin dar explicaciones.

Cántame al oído

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