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El análisis de las películas que trabajan a partir de referentes reales (empezando por los nombres y apellidos) no es diferente del de aquellas que no exhiben tales atributos. Es evidente, al respecto, que no tiene ningún sentido intentar el menor cotejo o confrontación entre el relato y su referente porque lo que se instala en el espacio fílmico son relatos de ficción que tienen la particularidad de apoyarse en hechos o acontecimientos previos. Pero los relatos funcionan de manera autónoma y los referentes reales pasan a ser insumos de la ficción representada, de la misma manera en que lo son los referentes literarios, por ejemplo. El conocimiento seguramente parcial e incompleto que se pueda tener de los personajes o los hechos referidos, ofrece una información adicional para el espectador, pero las ficciones imponen sus propias reglas y crean un campo singular de pertinencia. Ellas no son, ni podrían ser, espejos duplicadores de los hechos aludidos y el trabajo del crítico no es ni podría ser el de un notario que constata la supuesta fidelidad o infidelidad a los insumos reales de la historia representada. Al decir ficciones, y que se me dispense el tono escolar de estas precisiones, decimos que se trata de relatos organizados a partir de un guion y elaborados a través de una puesta en escena que incluye la participación de actores profesionales, un diseño escenográfico y visual, un manejo rítmico y un montaje que articula el desarrollo de las situaciones narradas. En este caso estamos ante una modalidad de las ficciones, la modalidad realista. Algunos de estos filmes pertenecen a la categoría de las biographical pictures (biopics), mientras que los hay basados en procesos o hechos políticos o judiciales de resonancias colectivas; otros se inspiran en crónicas policiales o fait divers, y, finalmente, otros en testimonios de experiencias vividas. A la primera categoría pertenecen Huracán (1999), de Norman Jewison, y Música en el corazón (1999), de Wes Craven. A la segunda, El informante (1999), de Michael Mann, y Erin Brockovich, una mujer audaz (2000), de Steven Soderbergh. A la tercera, Los muchachos no lloran (1999), de Kimberly Pierce, y a la última, Inocencia interrumpida (1999) de James Mangold.

El cine en fuga

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