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¿Neoclasicismo o neoacademicismo? Avatares de la neoqualité
ОглавлениеFrançois Truffaut escribió hace ya casi medio siglo en la revista Arts el más polémico de sus textos, “Una cierta tendencia del cine francés”, en el que arremetía, quizás con exceso, contra un cine que categorizaba como realismo psicológico y que ubicaba dentro de lo que consideraba una mal llamada tradición de calidad. A partir de ahí la noción de un cine de qualité, nítidamente diferenciado del buen cine, se hizo común entre los críticos y cinéfilos que adhirieron a los criterios de Truffaut y del equipo de Cahiers du Cinema. Algunos estrenos recientes sirven para ilustrar la supervivencia de esa “tradición de calidad”, no en este caso en el seno de la producción francesa, sino en la producción anglonorteamericana.
Por coincidencia, las películas en cuestión son todas adaptaciones de novelas, lo que no significa que necesariamente todas las versiones fílmicas de novelas pasen a sumarse a esa tradición que se ha venido prolongando a través del tiempo. La reciente y muy personal adaptación de la novela de Washington Irving que Tim Burton ha realizado en La leyenda del jinete sin cabeza (1999) confirma que el recurso no supone siempre un impasse creativo. Las películas a las que hacemos referencia son El ocaso de un amor (1999), de Neil Jordan, basada en la novela de Graham Greene; Mientras nieva sobre los cedros (1999), de Scott Hicks, sobre una obra de David Gutterson; La hija de un soldado nunca llora (1999), de James Ivory, que adapta el libro de Kaylie Jones; Las reglas de la vida (1999), de Lasse Halstrom, sobre la novela homónima de John Irving y, en menor medida, El talentoso señor Ripley (1999), de Anthony Minghella, a partir de la obra de Patricia Highsmith.
Conviene aclarar desde ya que no se trata de malas películas. La de mayor interés, en mi opinión, es El talentoso señor Ripley, y las más insatisfactorias El ocaso de un amor y Mientras nieva sobre los cedros. Las otras dos no pasan de una discreta medianía, pero son las que mejor representan la opción que este texto quiere destacar: la de un cine bien hecho, con una progresión dramática equilibrada, buenas actuaciones y un control que no permite la menor audacia o transgresión. Son películas que cuentan experiencias de aprendizaje de vida y que rozan escasamente algún pequeño nivel de emoción y que, cuando quieren sugerir sentimiento o nostalgia, transmiten languidez en la misma medida en que lo hace un ritmo que se contagia de lo que quiere aparecer como contención pero se manifiesta más bien como desapego o indolencia.
En la búsqueda de un justo medio expresivo, La hija de un soldado nunca llora y Las reglas de la vida navegan en aguas tibias en una dirección previsible, sin lugar, no ya para la sorpresa o el descubrimiento de lo nuevo, ni siquiera para un acceso realmente sentido a ese proceso de autoconocimiento que sufren sus respectivos protagonistas: Channe (Leelee Soviesky), en la primera, y Homer Wells (Toby Maguire), en la otra. La hija de un soldado nunca llora y Las reglas de la vida no son exponentes de un neoclasicismo si entendemos que en las expresiones del estilo clásico, detrás de las iteraciones narrativas o formales había energía, impulso creador, genuina capacidad de hacer variaciones sobre los mismos temas. Son exponentes, más bien, de un neoacademicismo. Si de encontrar analogías se trata, están más cerca de lo que Victor Fleming o San Wood representan en el Hollywood de los 30 y 40 que de Frank Borzage o de John Cromwell.
Ese neoacademicismo es más flagrante aún en El ocaso de un amor, bastante acicalada recreación de una pasión amorosa, en una cinta que carece por completo de pasión, en el Londres de la Segunda Guerra. Y lo es de una forma distinta en Mientras nieva sobre los cedros, en la que hay una construcción narrativa que alterna el presente con el pasado de la acción y que exhibe una profusa tendencia a la afectación visual, similar a la que el australiano Hicks había mostrado en Claroscuro (1996), la película que lo dio a conocer. Estamos aquí ante una opción más explícitamente estetizante, si por ello se entiende la sospechosa propensión a la hinchazón visual de los paisajes y de ciertos elementos de la naturaleza, como la lluvia o la nieve, así como las imágenes bien compuestas de besos de amantes furtivos, por más que la paleta provenga de Robert Richardson, un buen director de fotografía y habitual colaborador de Oliver Stone.
Queda para el final una cinta que, a tenor de la triunfadora El paciente inglés (1996) de Minghella, podía prejuzgarse cercana al tratamiento de esa película que protagonizaron Ralph Fiennes, Kristin Scott Thomas y Juliette Binoche. Pero no, El talentoso señor Ripley no tiene la suntuosidad visual más bien congelada de El paciente inglés, ni su fatigosa construcción temporal. Es verdad que la novela de Patricia Highsmith es un thriller psicológico que ya ha servido de base a una película del francés René Clement, de ritmo muy expeditivo, A pleno sol (1960), con Alan Delon, Maurice Ronet y Marie Laforet. Es decir, la intriga imponía, en este caso, una aproximación distinta a la de El paciente inglés y así lo ha hecho Minghella. De cualquier modo, Mongibello, Roma y San Remo no se libran de la mirada complacida de la cámara, que también se deja ganar por el refinamiento del universo mostrado. Hay, por tanto, un lado ornamental (sin duda, atractivo a la vista) así como una sobrecarga argumental que afectan el conjunto y que se asocian a un intento de investir a la intriga de un revestimiento artístico que la haga diferente a otros congéneres, empezando por el filme de Clement que es bastante llano y directo. Pero, al mismo tiempo, El talentoso señor Ripley exhibe un lado equívoco y perturbador en la personalidad de su protagonista y en la de Dickie Greenleaf, interpretados por Matt Damon y Jude Law, correcto el primero y magnífico el segundo, y una narración que en muchos de sus tramos sabe modular muy bien la tensión o la sorpresa, sin por ello perder de vista la capacidad manipuladora de Tom Ripley. En estos aciertos se sustenta el interés parcial del filme de Minghella que le permite desmarcarse, también parcialmente, de esos otros exponentes de la neoqualité que hemos comentado brevemente en este texto.
(N.o 12, 2000, pp. 18-19)