Читать книгу Ritual de duelo - Isabel de Naverán - Страница 10

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Un día, no recuerdo si antes o después de la ducha, me pidió que la sentara en el váter. La ayudé, estando ya desnuda, y avancé discretamente hasta el lavabo, hablando, como solíamos hacer, a través del espejo. En ese reflejo la observé, sentada con su cuerpo musculoso a pesar de todo, fuerte, sobre el fondo de azulejos color rosa pálido, una pequeña ventana de cristales velados a su izquierda, por la que una luz muy tenue, grisácea, entraba y se reflejaba metalizada en su piel. Me pareció que estaba más hermosa que nunca. Sus tetas grandes descansando tranquilas sobre el vientre plegado que a su vez cubría el pubis. Las piernas obedientes y simétricas, sus pies desnudos sobre la baldosa también rosa. Me sorprendió la piel tan morena después de tanto tiempo alejada del sol. No se distinguían marcas de ningún tipo de bañador, era un mismo color uniforme y dorado en la superficie húmeda, y tenía el pelo blanco echado hacia atrás. La miraba a través del espejo pensando en mi proyecto fotográfico que nunca le conté. Aun así, estás más bella que nunca, mírate. La enfermedad impedía los movimientos voluntarios, imponiendo los mecánicos, y eso provocaba que ella tan solo repitiera lo que se le decía. Se daba cuenta. También, a veces, cada vez más, nos reíamos de esas repeticiones algo teatrales. Estás más bella que nunca, ¿ves?, mírate, más bella que nunca, incluso así. Más bella que nunca, repetía con voz ronca y bien despacio: que nun-ca, que nun-ca. Y las dos nos reíamos. Eso es. A través del espejo. Entonces le costaba mucho hablar y casi solo lo hacía cuando era necesario, para indicar cuestiones prácticas, necesidades puntuales. Me pareció que a esa altura ya había claudicado o redirigido su frustración, y que se centraba en tener lo más cerca posible a mis hermanas, a mis hermanos y a mi padre.

Poco a poco las sesiones en el baño rosa fueron como rituales. Completamente desnuda, la abrazaba con todo mi cuerpo para levantarla y sentarla en la taza. Cada vez que la alzaba en mis brazos, con fuerza, corríamos el riesgo de caernos hacia el lado derecho, que era hacia donde siempre viraba sin querer. Como una gran columna rellena de arena mojada nos inclinábamos a punto de caer y volvíamos con esfuerzo al eje, hasta rotar los cuarenta y cinco grados que nos permitían que la sentara. La enfermedad también hacía que su cabeza se inclinara hacia delante y hacia un lado, provocando un fuerte y continuo dolor en cuello y cabeza. En esos momentos de baile que teníamos en el baño ella aprovechaba este gesto de la inclinación de la cabeza para apoyar su boca en mi cuello y besarme repetidas veces. Entrar en un movimiento y repetirlo era algo que había aprendido a valorar. Lo difícil era salir de la repetición automática, desagarrarse o deshacer el movimiento que había empezado. Nos reíamos con esa lluvia de besos que yo recibía con alegría.

Durante ese periodo, mis hermanas compartían sus técnicas para el momento de la ducha y el baño. Me sorprendía la soltura y la ligereza con que contaban cómo se metían desnudas con mi madre en la pila y se duchaban junto a ella, quizás, imagino, abrazándola, en lo que yo, imagino, sería una fiesta, un momento lleno de risas y de frescura, sin la gravedad que para mí tenía y que ella perfectamente conocía, pues un día estando agachada me tocó la cabeza diciendo hija, me da pena que tengas que hacer esto. La alegría de mis hermanas continúa también hoy y es algo que admiro y que envidio.

Ritual de duelo

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