Читать книгу Ritual de duelo - Isabel de Naverán - Страница 14
ОглавлениеEn la playa habían instalado un servicio público y gratuito para personas con movilidad reducida y nos animamos a ir hasta allí. Llevaba ese vestido blanco sin mangas, con bordados y capas, que resaltaba el color moreno de su piel. Habíamos encontrado en casa unas toallas de playa, la roja de mi padre y la suya, azul, con un borde de tela con dibujos de flores, en azul y blanco. Bajo el vestido, el bañador entero de rayas marineras. Tenía un cuerpo bello, no era flácido sino compacto, con formas curvas y pocas arrugas; la piel hidratada me recordaba a una figura de bronce. Las piernas musculadas, ya casi sin vello y con esas pequeñas manchas blancas en la piel producidas por la falta de melanina. A ella no le gustaban, pero yo había aprendido a apreciarlas, cuando le aplicaba la crema hidratante o cuando me pedía que le cortara las uñas de los pies. Se había dejado el pelo gris e intentábamos peinarlo hacia atrás y hacia los lados, formando un volumen redondo que acompañaba y enmarcaba su cara ovalada y una sonrisa que, contra todo pronóstico, se empeñaba en mantener.
Ese día de agosto bajamos a la playa con la silla de ruedas eléctrica, un capazo con las toallas, el vestido blanco, un sombrero de paja, el bañador y un repuesto. Un chico y una chica del puesto de servicio se hicieron cargo de subirla sobre una especie de piragua flotante con ruedas. Mi padre se tumbó a tomar el sol. Nos metimos en el agua. Recuerdo con mucha felicidad este momento y el cariño con que aquella chica y aquel chico trataban a mi madre. Yo disfrutaba buceando y apareciendo de vez en cuando junto a ellos. Ella disfrutaba también. Dijeron una, dos y tres y hundieron la plataforma para que pudiera sentir su cuerpo flotando en falta de gravedad y pidió más, y otra vez, y ahora hundiendo la cabeza. Recuerdo perfectamente su excitación en una expresión de susto y extremo goce a la vez. Mi padre se había quedado dormido.
Con el mismo sistema de piragua con ruedas la trasladamos hasta la caseta que el servicio tenía preparada para cambiarse de ropa. Para entonces ya casi no podía moverse y la tumbé en la camilla, dentro de la cabaña. Pero el bañador estaba muy mojado, se pegaba al cuerpo, la piel no terminaba de secarse, era como si pesara más. Salimos al sol y regresamos a casa y ya no bajamos más al servicio de baños.