Читать книгу Ritual de duelo - Isabel de Naverán - Страница 9
ОглавлениеDe camino a Algorta, en el metro, me encontré con una compañera de facultad a quien hacía años que no veía en persona. Días atrás ella había publicado en FB unas fotografías en blanco y negro de unas manos arrugadas. Aproveché para comentarle que me habían recordado a las de mi madre. Son las manos de mi hijo al salir de la bañera, dijo. Pero, por el encuadre, aislado de todo fondo, no se apreciaba el tamaño real ni la edad. Me gustaría proponerle a mi madre una sesión de fotos profesionales, con alguien que pudiera apreciar y captar el estado de sus arrugas ahora. Hazlas tú. Y busqué el momento de decírselo, pero nunca me parecía oportuno.
El presente del cuidado se imponía a cada segundo. Con absoluta urgencia dejaba de lado toda posibilidad de contemplación o de deleite. Al entrar en la casa de Algorta la actividad se centraba en sostener la situación a un ritmo hiperralentizado en el que pasaban muchos segundos entre una pregunta y su respuesta, y otros para repetir de nuevo hasta entender lo que decía, ayudarle con una complicada maniobra de equilibrios y contrapesos de los cuerpos a levantarse y pasar de la silla de ruedas a la silla donde se sentaba para comer; de esta a la de ruedas hasta la butaca; de nuevo a la de ruedas que era de anchura justa para pasar sin rozar las paredes de un pasillo estrecho hasta su habitación, al fondo de la casa, donde la luz azulada por el efecto de unos oscuros pinos se refleja sobre la pared pintada de un suave violeta. Esta habitación queda siempre bajo un halo de luz de amanecer, un alba constante sobre la que, a pesar de no haberlo planteado siquiera, te realizaba fotografías mentales, estudiaba distintos ángulos y encuadres durante los pocos minutos que dormías, y te imaginaba desnuda, plena en tu estado, habitando un cuerpo en mutación microscópica. Desde aquella conversación en el metro, mi mirada quedó filtrada por el deseo de fotografiarla y así quizás estudiarla desde un ángulo de visión determinado, poder verla, verte, a través de una intimidad mecánica que captara y detuviera lo que, sin solución de continuidad, se iba, te iba, paralizando.
A partir del segundo o tercer año del diagnóstico, empezó a tener dificultades para caminar y tenerse en pie por sí misma. De improviso se caía siempre hacia delante y hacia un costado, efecto de graves consecuencias provocado por la ataxia sintomática de la enfermedad: un brusco movimiento muscular de las piernas que, además de caídas, generaba miedo por la incertidumbre ante la posibilidad de caer. Instalamos todo tipo de protecciones en las esquinas de las mesas y muebles, y prótesis en las paredes de la casa, una cama articulada y una grúa, barandillas en los pasillos, sistemas de agarre junto al váter y dentro de la ducha, en la que también se instaló una silla abatible sujeta a la pared. A pesar de todo, no pasaron muchos meses hasta que el de la ducha comenzó a ser un momento de peligro y de tensión. Pronto, cada vez que la visitábamos, una a una, las hermanas la ayudábamos a lavarse. Yo intentaba evitarlo a toda costa, y recuerdo con intensidad la sensación de las primeras veces y la rabia que me producía la situación. Mi incomodidad por no saber cómo hacerlo bien, qué tipo de presión debía ejercer con mi mano enjabonada sobre su cuerpo desnudo y vulnerable, qué tipo de caricia o cuál era la velocidad justa para no violentarla. Porque yo sí me sentía violentada ante aquel cuerpo que se me hacía grande y envejecido, pero que aún era lo suficientemente fuerte para quejarse. Estaba acostumbrada a bañar a mi hijo, que entonces tendría dos o tres años, a tocarlo en cada zona de su cuerpo sin distinción, sabiendo que no hay juicios preestablecidos para una madre y su hijo en el momento del baño. Con ella, sin embargo, el pudor actuaba sobre mí con vergüenza y también con pena, mientras ella se agarraba con fuerza a la barra instalada para mantenerse firme por unos pocos minutos. Y pronto aquello se convirtió en algo más mecánico, algo práctico que demandaba a menudo, pues estar limpia era de lo poco que tenía para sentirse mejor. Y pronto también, el pasar de un cuerpo a otro, de mi madre a mi hijo, en dos casas, dos estancias, dos trayectos, de ida y vuelta, se hizo agotador. Observé cómo vivir en esa tensión constante, entre dos personas que parecían necesitarme, quererme junto a ellas, fue secando toda alegría y todo deseo, e instalando una sensación de impotencia por no poder estar y de dolor físico.
No estar presente físicamente a la vez para mi madre, cuya vida se iba terminando, y para mi hijo, cuya vida comenzaba. Por momentos, sus contrarias evoluciones coincidían, y me resultaba sorprendente lo mucho que llegaban a parecerse en sus necesidades.
Somos una familia numerosa. Yo, la pequeña de seis nacidos en una horquilla de ocho años. Cuatro hermanas y dos hermanos; sus hijos e hijas, que son nueve en total; y nuestras parejas. Mi padre. Nos volcamos para aliviar el peso de la situación provocada por la inesperada enfermedad.
La demanda de una atención específica, como hija y como madre, se activaba en gestos físicos concretos como acercar la cuchara a la boca, acariciar un cuerpo, arrimar mi cara a la(s) suya(s), susurrar(nos) en la intimidad, mirar(nos) a los ojos. Por momentos me parecía acompañar a un mismo ser que, repartido en dos personas, era una misma forma de amor. Pero, con el tiempo, la incapacidad por conciliar ambos cuidados, sumada al dolor de una pérdida que se anunciaba como inevitable, generó una gran sensación de deuda. Esta sensación psíquica tenía su correspondencia física en forma de constante lumbalgia, migrañas y dolor visceral. Como si toda la presencia que desplegábamos a su alrededor, de manera colectiva y múltiple, nunca fuera suficiente.