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Asumí la tarea de ir con ella a las consultas de neurología y ser la portavoz de la familia en el hospital, y de los médicos en casa, mientras que mis hermanos y hermanas se ocupaban de cubrir otras muchas necesidades que fueron en aumento a lo largo de los años: las de mi padre, las de la casa, las del día a día en Algorta; y mientras J. se ocupaba de M. para que yo pudiera ocuparme de mi madre.

El rol de mediación con los médicos me sosegaba en cierto sentido porque me permitía relacionarme con la enfermedad a un nivel técnico y científico, a través del funcionamiento de un sistema, entender una estructura atendiendo a los cambios que aparecían, clasificándolos. Al principio anotaba en un cuaderno cada uno de los nuevos síntomas, que compartía y consultaba con el neurólogo cada tres meses.

En mi cartera pegué el código de barras de su tarjeta sanitaria para acceder al número de turno en caso de que hubiera olvidado la suya en casa.

Las consultas eran los miércoles a las cuatro de la tarde en el hospital de Cruces. Nos sentábamos en la sala de espera y dedicábamos unos minutos a repasar juntas lo que ella quería consultar con el doctor. Yo apuntaba en el cuaderno un listado de síntomas que me recitaba. A pesar de la frialdad de la sala de espera, eran momentos de intimidad y recogimiento entre nosotras. Sentadas, rodeadas de personas desconocidas, enfermas, varias de ellas en silla de ruedas, con la mirada perdida, gestos patéticos que daban miedo y pena. Mi madre sabía que iba hacia ese estado y era muy disciplinada con estas consultas. Yo le hacía bromas constantemente, diciendo que se vestía especialmente guapa y que no era justo que disimulara ante el doctor. Hablábamos en voz baja y entre risas, mientras tomaba nota de lo que me decía, cosas como dile al doctor que tengo las manos de mantequilla y yo escribía y después le leía en alto ma-nos-de-man-te-qui-lla.

Ritual de duelo

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