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Durante los primeros años de enfermedad caí en la cuenta de que, cuando pensaba en mi madre, aún la veía mentalmente con su aspecto de joven. Una mujer de unos cincuenta y cinco años, de pelo moreno y sonrisa abierta, de carácter fuerte y decidido, con quien yo acostumbraba a hablar con energía y muchas veces a la gresca. Cuando pensaba en ella, guardaba solo esa imagen, archivada su identidad en una cristalización de relaciones y afectos. Siendo consciente de ese desfase entre mi recuerdo de ella y su estado actual, me propuse mirarla. Y vi que no la reconocía. Miraba su cara, sus manos, su gesto, ahora condicionado por la enfermedad que provocaba una suerte de rictus facial, lo que en los estudios médico-científicos que describen la enfermedad llaman cara de susto porque los ojos se quedan abiertos como asombrados. Con esos ojos asombrados se me hacía desconocida. La falta de pestañeo hacía que se le secaran y le picaran. Buscamos modos de paliar esta sensación con infinidad de tipos de gotas, humedeciendo el ambiente e inventando ejercicios de descanso para la retina. Debido al nistagmo, a veces los globos oculares se movían involuntariamente hacia los lados o se quedaban fijos en un punto indeterminado sin poder moverse de nuevo y eso hacía que pareciera que estaba ausente. Para recibir una mirada directa había que colocarse en un punto exacto de su ángulo de visión, ya que le costaba mover el cuello, sobre todo hacia arriba y, al estar casi siempre sentada o tumbada, quedaba demasiado baja para establecer una relación social con quienes la rodeaban. Nos situábamos a su alrededor de cuclillas, gateando por el suelo o girando el cuello, y todo se reordenaba coreográficamente. Había una zona por delante y hacia abajo que desde el inicio se volvió borrosa y conflictiva, pues le impedía realizar por sí misma tareas como leer, escribir o coger la comida del plato que tenía delante. En sus diarios de aquellos meses se percibe perfectamente el deterioro de la escritura provocado por la dificultad con respecto al ángulo de visión sumado a la torpeza creciente del movimiento de las manos y los dedos. Su frustración también crecía.

Fue en ese periodo de aumento de los síntomas cuando intentaba verla en su estado, reconocerla en su presente y el mío. Y este doble camino tenía lugar en una temporalidad similar, muy lenta mientras sucedía, pero increíblemente veloz al recordarla. Ella avanzaba hacia la inmovilidad, alejándose de todo contacto con su exterior más próximo, a medida que yo aprendía a verla, acercándome. Se ejercía un doble efecto: de velo hacia una nebulosa y de desvelo hacia una nueva percepción. Sin duda era algo desconocido para ambas. Durante ese tiempo en que ejercitaba ver lo que tenía delante me resistí mucho a pensar, como a veces y tanta gente decía, por decir, que ella no es la que era. Pero nunca oí decir algo así ni parecido a mi padre o a mis hermanos. Claro que no era como antes, pero entonces fue plenamente, intensamente, así. Cómo aprender a verla, reconocerla y reconocernos ahora, es una de las preguntas que me hice durante los últimos meses. Reconocer, ver, escuchar cómo es, qué desea y qué necesita, qué está queriendo decir, cómo puedo acompañarla sin proyectar una imagen previa ni una fotografía posterior.

La doctora de cuidados paliativos que atendió y dispuso lo necesario para que se diera su muerte en casa me contó después cómo, durante las semanas previas, había observado que yo trataba a mi madre como si no estuviera enferma. Y quizás fuera cierto porque, excepto en los momentos de angustia, su juicio y su consciencia siempre fueron lúcidos y sus órganos vitales no estuvieron dañados. Yo siempre decía que mi madre no estaba enferma, sino que tenía una enfermedad.

Cuando llegó el momento, la doctora preparó un tubo de morfina y sedante, que se dispensaría a goteo durante el tiempo necesario y vino a casa un viernes a explicarnos su funcionamiento. Al parecer, era importante respetar la dosificación y dejar que la maquinaria corporal fuera desactivándose paso a paso. Sin embargo, contábamos con dosis de refuerzo en caso de que notáramos intranquilidad o angustia. Por lo demás, el cuidado quedaba en nuestras manos y durante esos tres o cuatro días nos ocupamos de todo. La casa estaba llena de mis hermanos y mi padre, todos revoloteando del salón hasta aquella última habitación, ahora iluminada con una lamparita que proyectaba en el techo figuras de cristales. Antes de marcharse, la doctora se sentó a los pies de la cama y cogió la mano de mi madre. Se dieron mutuamente las gracias entre sorprendentes carcajadas. Es que está ya muy cansada, Isabel, dijo, está agotada.

Ritual de duelo

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