Читать книгу Ritual de duelo - Isabel de Naverán - Страница 12
ОглавлениеPrimero fue un bastón, que compramos juntas en una de sus visitas a Bilbao. Era de color azul oscuro intenso, morado con dibujos de cachemir en verde y marrón. Le gustaba ese bastón, pero no quiero usarlo, decía, me tropiezo al caminar.
Algo habitual en esta enfermedad es que quien la padece no es consciente de sus limitaciones. No son tan evidentes y quien las sufre no piensa ni siente que puede caerse, que se puede romper algo, que quizás, en un momento dado, te veas en el suelo. Todo sigue haciéndose de la manera habitual, subiendo las escaleras en lugar de coger el ascensor, yendo sola de aquí para allá, haciendo dos o tres cosas a la vez. Lo de siempre. El médico nos dijo que era importante, sobre todo, que no girase bruscamente el cuerpo, por ejemplo, para dar la vuelta si se le había olvidado algo o voltearse para hablar con alguien. Levantarse rápidamente de la silla también podía provocar una caída. Al principio eran las caídas, pues no se veían venir, pues no había tampoco una frecuencia determinada. Iba a su casa y lo primero que me decía, con rabia y con miedo, era me he caído, me he hecho daño en la costilla o en el hombro. En el baño, poniendo una lavadora o agachándose, seguramente giraba sin darse cuenta, se levantaba demasiado rápido de la silla.
El bastón quedó junto a las cachavas de mi padre en el paragüero de la entrada. Compramos otros especiales para marcha nórdica e inició las clases de esta técnica en la Asociación de Párkinson de Bizkaia, Asparbi. La mayor parte de los médicos allí atienden de manera voluntaria. El doctor G. acudía una vez por semana. Y una o dos veces por semana mi padre acompañaba a mi madre a las sesiones de logopedia o al masaje con la fisioterapeuta. La marcha nórdica también la aprendió allí y en el hospital San Juan de Dios en Santurce. Es una técnica que ayuda a caminar de manera estable utilizando dos finos bastones. Requiere de una coordinación de brazos y piernas y consciencia corporal para que los brazos y bastones no se alcen más arriba de las caderas. Mi madre asistía a los cursos y se empeñaba como siempre lo había hecho con todo.
Pero no pasaron muchos meses hasta que compramos el andador en una tienda de ortopedia de Bilbao. Tenía cuatro pequeñas ruedas y un asiento para cuando te cansas. Y puede ser empujado por otra persona. Lo llevaron a Algorta ese mismo día. Un rato después mi padre envió al chat de la familia una fotografía en la que se la ve caminando ayudada por el andador, en el paseo de Basagoiti. Sonreía a la cámara. Pero la imagen me impactó.