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Capítulo 10

10 de octubre, 16:20.

ADELAIDE MELDEEN

Cuatro años atrás, cuando Gabe y yo apenas nos estábamos conociendo, la gente nos miraba extraño. ¡Por supuesto que lo hacían! Yo era una cría y Gabe estaba en su último año de secundaria. La gente hablaba, mentía, inventaba cosas, pero no nos importaba.

En realidad, a él no le importaba, ya que a mí no se me ocurría opinar teniendo a un sujeto como él metiéndome ideas tan extrañas en la cabeza y convenciéndome de que eran las correctas. Era muy insegura en ese entonces, pero él me enseñó a no temerle a las opiniones de la gente. En realidad, me enseñó que no debía temerle a nada. Solo a él.

Gabe me tenía tomada de la mano. A pesar de que nadie estaba pendiente de nosotros, sentía miles de miradas clavadas en mí, cicatrices de mi inocencia de años anteriores que jamás podría superar. Tenía que ignorarlas, como ignoraba lo cierto en las mentiras de Gabe y lo falso en las verdades de Paris. Fue entonces, mientras pensaba en todo eso, cuando me pregunté: ¿algún día lograré escapar de todo esto?

¿Acaso llegaré a ser libre?

Cuando doblábamos en la esquina de la calle Tamargo, pude ver la plaza Aragán. No había mucha gente en los alrededores, probablemente porque casi todos se encontraban trabajando o en la escuela. Así, vacía, la plaza se veía aún más grande de lo que ya era, llena de árboles, banquillos blancos y pequeños senderos de concreto.

Lo que me extrañó fue ver una enorme pared blanca de unos ochenta metros de largo, prácticamente nueva, al parecer, pues no tenía rastro ni de polvo ni tierra. Tenía una oración escrita en letra imprenta mayúscula con pintura negra.

Al acercarme un poco más para poder leer con claridad, se me heló la sangre y se me detuvo el corazón.

No puede ser.

“Di cen que me estoy volviendo loco” —Greatest Hits, Queen.

Atraviésame con una flecha, veamos si así el corazón me duele un poco menos... Đ

Esta vez la D tenía una flecha atravesada en vez de una simple línea como en las cartas, dándole mayor significado a todo.

Estaba roto. Algo lo estaba hiriendo y eso lo estaba matando. Seguro que el dolor de una flecha en el corazón dolería menos que aquel sufrimiento.

Bajo aquella frase había una inscripción más pequeña que no alcanzaba a leer, así que tuve que inventar una excusa para poder acercarme sin que Gabe me cuestionara.

—Eh, ¿hace cuánto está esa pared allí? —le pregunté mientras corría hasta el muro.

—¡Oye, no corras! —exclamó, pero yo ya estaba al otro lado de la calle. Me siguió, pero alcancé a llegar mucho antes que él.

Al leer lo que decía la inscripción, mi pulso se aceleró más todavía.

Seamos eternos, finitos e inexistentes. Š y D.

Es para mí. Todo esto es para mí.

Tenía muchísimas preguntas, comenzando por el simple hecho de que no entendía sus metáforas. Lo que sí sabía era que Paris había comenzado esta especie de acción poética con un propósito, y ese propósito era que yo lo terminara junto a él. Era nuestra oportunidad de acercarnos.

Sonreí.

Bien, Carson. Hagamos esto.

Gabe no notó mi repentino interés en las inscripciones. Pensaba que solo quería ver por qué había una pared en el borde de la plaza. Si hubiese leído, probablemente se habría burlado de la poesía y habría ridiculizado las palabras de Paris. Sinceramente, dudo que hubiera podido tolerar algo así. No en boca de él. No después de todo lo que ha ocurrido últimamente.

Seguimos nuestro camino por la calle Tamargo hasta llegar al edificio que tan bien conocía: inhóspito e inhabitado, lleno de cenizas y escombros, pues hace años se había incendiado. Era un lugar abrumador, aunque tal vez eso se debía a mi relación con el ambiente y su historia y no por la edificación en sí. Era lo más probable.

Sabía que todos ya estaban dentro del departamento. Lucian, Vincent, Jazz y todos los otros. Nos esperaban a nosotros para comenzar la “diversión”.

Subimos por las escaleras hasta el tercer piso. Apenas sentía las piernas, hasta caminar me dolía, pero seguí adelante. Al llegar al segundo piso, Gabe notó mi cansancio, me tomó una mano y me miró, dejando que la profundidad de sus intensos ojos verdes comenzara a consumirme.

—¿Quieres que te cargue? —me preguntó, haciendo que su voz resonara escalofriante.

Asentí y dejé que me tomara las piernas con un brazo y la espalda con el otro. Me cargó como si fuese una niña pequeña hasta llegar al último piso.

No dejaba de mirarme, pero ahora sus ojos habían adoptado un brillo diferente al usual: una luz densa y hermosa que me hacía recordar que era verdaderamente guapo, pero eso no tenía importancia.

¿Qué gracia tiene la belleza física si la interior es más que inexistente?

—Eres hermosa, Adelaide —soltó.

Lo miré incrédula, como si sus palabras fuesen una completa mentira, pero sabía que era verdad. Me he dado cuenta con el tiempo de que la única persona digna de juzgar la belleza de una persona es uno mismo. Por eso cada vez que alguien me lo dice suena ridículo, casi incoherente, pero en el fondo sé que tienen razón. Solo me molesta que sea él quien me lo dice.

Perdida en mis pensamientos, sentí cómo sus labios se juntaban con los míos.

Respira, Mel. Resiste.

Fue un beso inesperado y lleno de desesperación. Lo sentía tembloroso, como si temiese dejarme caer al suelo, pues aún me tenía en brazos. Sabía que no lo haría, pero quizás él no confiaba tanto en sí mismo como confiaba yo en él. Al menos en ese ámbito.

Sus manos tiritaban como si tuviese frío, pero con más intensidad. Sus labios se sentían ardientes, igual que si me sostuviera una enorme llama de fuego. Aun así, no transpiraba. Moría de un calor que aumentaba y aumentaba, pero nada a mi alrededor había cambiado. Solo yo. Él seguía allí, yo seguía allí y nuestros labios aún seguían tocándose.

Cuando por fin se alejó, abrió los ojos lentamente y el verde en ellos se vio cinco veces más brillante. Parecían dos enormes arboledas a plena luz mañanera. Volvió ese sentimiento de satisfacción al ver la belleza en él, pero al mismo tiempo me disgustaba.

Suspiré agotada.

Se veía feliz; feliz conmigo, feliz allí, feliz con el mundo que yo tanto detesto.

¿Debía sentirme culpable por querer arrebatarle su más grande tesoro a pesar de que fuera mi mayor pesadilla?

Serendipia antémica

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