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ADELAIDE MELDEEN

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Me encontraba en la sala de artes plásticas, dibujando una lápida en una enorme tela puesta en un atril. Sabía que tenía más facilidad en el arte que cualquiera de los otros alumnos dentro del salón. Todos lo tenían claro, pero me temían y no me hacían consultas sobre mis técnicas.

Me preguntaba por qué era así. No era Cristine Santana, ni mucho menos. No vestía de negro, no usaba mucho delineador, no tenía el cabello teñido ni me gustaba ser cruel o fría con la gente. Perfectamente podría ayudar a cualquiera que decidiera acercarse a mí para preguntarme, pero jamás nadie lo había hecho.

Tenía mis teorías. Tal vez supieran que salía con un sujeto que era cuatro años mayor que yo al que le temían, porque daba miedo. Después de varios años amándolo, puedo afirmarlo: si hay una persona en el mundo que atemoriza, es Gabriel Santana. No por las cosas que había hecho, sino por lo que podía llegar a hacer.

Su ingenio era verdaderamente peligroso. Pensar en todo eso hizo que mi mano comenzara a temblar y perdiera el hilo de perfección en los trazos de mi obra. Boté el lápiz al suelo.

El sonido que hizo al caer llamó la atención de todos los que se encontraban dentro del aula. Sentí millones de ojos sobre mí, pero no me incomodó en absoluto, pues el miedo que me tenían en cierta forma me tranquilizaba. A pesar de que lo odiaba, me daba superioridad por sobre todos ellos.

—Lo siento —dije antes de recoger el lápiz y seguir dibujando.

Alcancé a trazar solo otro par de líneas sobre la tela antes de que tocara el timbre que indicaba el final del día. Todos salieron muy apresurados del salón, pues querían llegar rápido a sus casas. Probablemente al hacerlo, mensajearían a sus amigos, descansarían un rato, verían una película. Pero yo no. Jamás había hecho nada de eso, porque Gabe no lo hacía.

Recordaba pocas tardes. Al tocar las 17:00 ya estaba en estado de ebriedad y solía olvidar gran parte de lo ocurrido. Quizás era para mejor. A pesar de todo, odio embriagarme. Por eso no tenía prisa en irme del salón.

La profesora me observaba mientras ordenaba mis cosas. Sus ojos azules enmarcados en un par de lentes ópticos se deslizaban por el salón al compás de mis pasos, hasta que, eventualmente, decidió detenerme.

—Señorita Meldeen, ¿podría guardar los trabajos de sus compañeros en la bodega? Tengo prisa en salir, tengo que reunirme con el doctor de mi hijo y...

—Oh, por favor —la interrumpí—, vaya tranquila. Yo me encargo de que este lugar quede impecable.

Me dio un abrazo y se fue prácticamente corriendo, dejándome sola en el salón que estaba hecho un desastre.

Suspiré. Gabe salía de clases en una hora, y la verdad no tenía muchas ganas de ver a ninguno de los chicos antes de tiempo. Se suponía que iba a encontrarme con Cris afuera, así que decidí escribirle para que supiera la razón de mi retraso:

Voy a tener que quedarme un rato más en el salón de arte. La profesora me está extorsionando para que la ayude a ordenar. No sabes cómo la odio. Si quieres ve por ahora, avísale a tu hermano que llegaré a la misma hora que él. Nos vemos.

Me sentía mal al hablar así de una de mis profesoras preferidas, pero necesitaba darle un poco más de credibilidad al asunto. Respondió:

No creo que le guste la idea, pero intentaré hacer que entre en razón.

Guardé mi celular en el bolsillo y me puse a dar vueltas por la habitación, moviendo y limpiando cosas al azar para perder el tiempo, pues lo que verdaderamente tenía que ordenar era muy poco.

Tomé una pila de cartones desordenados para cambiarla a la repisa que se encontraba justo al lado. No vi una lata de metal en el piso y tropecé; los cartones se esparcieron a lo largo de las baldosas.

Me quejé por el golpe y me puse de pie. Al hacerlo, vi una pequeña caja de plástico entre los cartones y estiré el brazo para sacarla. Era el digipak vacío de Back In Black, uno de los discos más famosos de AC/DC. Era completamente negro, excepto por las letras blancas.

La imagen de Gabe sacando ese disco de la cajuela de su camioneta y poniéndolo en la radio llenó mi mente de inmediato. Un escalofrío me recorrió la nuca y la garganta se me anudó, como si las cuerdas vocales se hubiesen trenzado.

Esos eran los momentos en los que me cuestionaba qué parte del amor era la que la gente disfrutaba tanto.

Tuve una ola tremenda de inspiración y decisión. Fue como si aquel disco hubiese liberado una ráfaga de viento hecho de espinas, que me alentó a correr hacia el escritorio de la profesora, tomar un lápiz y un papel para empezar a escribir una carta.

Sentí mi mano moverse, mis ojos húmedos a través de las ondas que las palabras hacían con elegancia entre la tinta y la hoja.

Los sentimientos encontrados que me provocaba escribir hicieron que perdiera la noción del tiempo. No le ponía atención a lo que decía, pues sabía que era mi corazón quien hablaba, y eso era lo importante. Lo único que tenía en mente era el amor que sentía por Gabe, el que él sentía por mí y cómo por tanto tiempo me había estado destruyendo.

Apenas terminé de firmar la carta, sentí el sonido del pomo de la puerta. Impulsivamente metí la carta dentro del digipak mientras la puerta ser abría de par en par.

Un chico entró en el salón. Lo había visto anteriormente. En los pasillos, seguramente, o en clase, quizás. Jamás le había puesto especial atención. Tenía el cabello largo y oscuro, los ojos negros. Tenía pinta de deportista, a pesar de que no era fornido en absoluto.

Si no fuese porque los ojos de Cris y los hermanos Oreveau estaban constantemente sobre mí, probablemente sabría quién era. Además, por las manchas de acrílico que tenía en el dorso de la mano, supuse que también estaba en arte avanzado, lo que explicaba qué hacía en el aula después de clases.

—Oh —dijo, sorprendido al verme—. Hola. Eh... la profesora me pidió que viniera a ayudarte a guardar algunos trabajos en la bodega. Yo... si quieres te dejo sola, Adelaide.

—Sí —lo interrumpí—. Digo, no. No me dijo que me ayudarías, pero no me vendría mal.

Me puse de pie y tomé mi mochila, que se encontraba colgada en la esquina del atril en el que antes estaba dibujando. Me la colgué sobre el hombro, sin olvidarme de guardar antes el digipak dentro.

El chico me sonrió y se me acercó.

—Bien. Soy Paris, por cierto, pero probablemente ya lo sabías.

Qué engreído.

—No. La verdad, no.

No dijo nada. Seguro se sentía avergonzado. Lo ignoré y seguí con lo mío. Él me seguía, pero no hablaba. Dejé que ordenara a mi lado, pero no trabajamos juntos. Mientras yo guardaba las pinturas, él limpiaba el mesón.

Después de un rato, entre viaje y viaje, me cansé un poco. Entré a la bodega y prendí la luz. Tomé asiento sobre un barril cerrado, sin verificar qué contenía dentro. Paris también entró, cargando una escultura con forma indefinida, y movió por error la piedra que mantenía la puerta de la bodega abierta. Sentí una presión en el pecho.

—¡Eh, la puerta!

Pero ya era demasiado tarde. Los dos escuchamos el portazo, ambos estábamos encerrados adentro.

Suspiré y me acerqué a la puerta para intentar abrirla a la fuerza, pero era inútil. Solo podía abrirse desde el exterior. Dejé caer la cabeza sobre la pared, mientras me preguntaba qué iba a decirle a Gabe si no lograba salir de allí antes de que él llegara al edificio. Además, no podría entregarle la carta. Me entraron ganas de llorar. Lo bueno era que, después de tantos años de intenso amor, había aprendido a contener las lágrimas.

—¿La puerta no abre? —preguntó Paris.

Giré la cabeza e hice rodar mis ojos. No tenía ánimos para simpatizar ni con él ni con nadie.

—Si quieres intentar abrirla, adelante.

Al ver que no lo hizo, volví a hablar:

—Las llaves están en el escritorio. Podríamos llamar a...

—Aquí no hay señal —me interrumpió—, así que yo que tú, me pongo cómoda.

—No, no me estás entendiendo —dije, entrando en pánico—. Mi novio está esperándome, debo salir de aquí ahora mismo.

—Tendrá que comprender. Después de todo, te ama, ¿no es así?

—Sí, exacto. Por eso mismo debo salir ya.

Frunció el ceño, como si no entendiese lo que le decía. Quizás nunca se había enamorado. Sentí envidia. Él aún era libre. O puede que, como la mayoría de las personas, disfrutara su enamoramiento. Es una especie de masoquismo que todos parecen adorar y del que yo ya me cansé.

Me cansé hace mucho tiempo, pero hacía lo que Gabe me decía porque pensaba que era lo correcto. Cada día moría un poco más y, ¿de qué me servía amar si ese mismo amor era el que me llevaba a la muerte?

Aún tenía los negros ojos de Paris sobre mí, y eso me sacó de mis pensamientos. Lo miré de vuelta y pareció asustarse.

Claro. Él no es una excepción.

—¿Qué tanto me miras? ¿Tengo algo en el rostro?

—No —contestó con indiferencia—, pero estoy sorprendido.

—¿Por qué?

Se detuvo un momento, como si intentara elegir sus palabras con cautela y delicadeza, buscando una especie de pillería para sacarme más información de la que yo le daría. Estaba acostumbrada a este tipo de preguntas. Vincent y Lucian Oreveau las hacían todo el tiempo para luego contarle a Gabe. Ellos creían que no me daba cuenta, pero llevaban tantos años haciendo lo mismo, que ya era bastante evidente.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Eso no es de tu incumbencia —respondí.

—Entonces no lo estás —sentenció, mirándome apiadado.

—No dije eso.

—No hace falta que lo digas. Si lo estuvieras, no te importaría decírmelo.

Hice caso omiso a sus palabras. Abrí mi mochila, saqué una cajetilla de cigarrillos, un encendedor y tiré la mochila abierta al suelo. Puse uno de los cigarrillos en mi boca y, jugueteando con el encendedor, pregunté:

—¿Puedo fumar?

No me importaba su respuesta, lo haría de todas formas. Era solo cordialidad. No mantuve contacto visual, aunque creo que él intentaba hacerlo.

—Solo si me das uno —dijo extendiendo una mano.

Elevé las cejas, pues no me lo esperaba de un sujeto como él. Encendí el que tenía entre los labios para luego lanzarle la cajetilla y el encendedor.

Era tan extraño estar sola con alguien que no fuera parte de la pandilla de los Santana. No recordaba cuándo había sido la última vez.

—¿Podrías no dejar mi pregunta en el aire? —me dijo después.

Le di una calada al cigarrillo y espiré un aire denso y gris.

—Déjala allí un rato, así se mezclará con el humo y le dará un mejor sabor.

Paris negó con la cabeza, riendo. No le causaba gracia, pero reía. Era ironía, nada más.

—Está bien —dijo—, era simple preocupación. En todo caso, ¿en qué año está tu novio? Si está en nuestro grado o salió del instituto hace poco, seguramente lo conozco.

—Va en cuarto año de universidad.

—¿Tiene veintidós? —preguntó.

Le di otra calada al cigarrillo mientras asentía, y me daba la libertad de analizar las definidas facciones de su rostro de niño bueno. Uno muy, muy bueno. Demasiado bueno como para estar encerrado en una bodega con la novia de un narco. Si tuviese que estar encerrado en algún lado, debería ser en su cuarto leyendo algún libro de Tolkien o jugando golf con su familia. Tenía cara de pituco, para más remate.

No volvió a hablar después de eso. Por la expresión de curiosidad en su rostro mientras miraba mi mochila, supuse que lo que le dije le había dado mala espina. Quizás él, como yo, también odiaba el amor.

Quería encontrar una forma sutil de preguntarle si así era, pero no logré idear nada. De hecho, suelo ser muy torpe al momento de hablar, por lo que hubiese sido mejor mantenerme callada, pero no lo hice.

—¿Alguna vez has estado enamorado?

Él rio, disipó el humo que acababa de espirar y apagó la luz de la bodega para luego encender la linterna de su celular y apuntarme con ella. Al fijarme en su celular, descarté la posibilidad de que viniera de una familia adinerada. Era el mismo celular que tenía yo, y no me costó más de cincuenta dólares. Servía únicamente para hacer llamadas, enviar mensajes y un par de otras cosas; solo lo justo y necesario. Yo lo compré porque no tenía dinero para algo mejor, probablemente ese también era su caso.

La luz en mis ojos hizo que frunciera el ceño, hasta que me acostumbré al brillo. Paris se veía aún más curioso que antes, como si yo fuese un extraterrestre que ha llegado a la ciudad por error.

—¿No prefieres ir por galletas y un café antes?

—¿Qué? No, no puedo, yo... —hablé confundida y algo enojada.

—Eh, era broma —dijo, nuevamente asustado—, no te lo tomes tan en serio, Dios.

Bajé la cabeza, dándole otra calada al cigarrillo y cerrando los ojos para que la luz no me siguiera molestando. Sentía las manos calientes. Más de lo normal. Dudaba de que fuese por el cigarrillo, pues siempre se me enfrían cuando fumo. Lo que sí tenía fría, era la cabeza. Intentaba no pensar en que Gabe podría perder el control al darse cuenta de que no me presentaría en el edificio junto a su hermana, como siempre. Me pregunté si tendría miedo. Si temería que algo me hubiese pasado o simplemente, enrabiado, pensaría que me había escapado.

Volví a mirar hacia arriba. Por primera vez desde que Paris entró en el salón, entrelazamos miradas. Conectamos en cierta forma. Era extraño, pero me gustaba. Había algo en sus ojos que me llamaba la atención. Quizás era su profundidad, o el inmenso vacío en ellos. Me preguntaba a qué se debía.

—Y, sobre eso, ¿qué opinas? —dije de nuevo.

—¿Sobre ella?

—No, sobre el amor.

Pensó que estaba bromeando, pero al darse cuenta de que no era así, fumó de su cigarrillo y miró el suelo. Después de haber hablado, pensé en lo repentina y extraña que era mi pregunta, incluso me sentí avergonzada. Ya era tarde, de todas formas, así que le resté importancia.

—Fui muy osada, lo siento. No respondas si no quieres. Ni siquiera nos conocemos.

Nuevamente, se mantuvo en silencio. Tampoco esperé que dijera algo. Probablemente yo habría reaccionado de la misma forma, o incluso peor. Respeté su decisión, y sin decir nada, guardé dentro de mi mochila los cigarrillos y el encendedor.

Durante casi media hora nos mantuvimos en completo silencio. Él dibujaba algo dentro de una pequeña libreta de cuero y el único sonido que había era el de sus carraspeos repentinos y el del lápiz rozando el papel con delicadeza. Aun así, no era incómodo. La presencia de Paris era silenciosa, casi como si no estuviera allí conmigo en absoluto. A veces sentía que me observaba por largos ratos. Pudo haber sido paranoia o puede que en realidad así fuera. No sé, pues ya me habían metido mucho miedo al vigilarme siempre en los pasillos para que no hablara con nadie. Prefería no arriesgarme a mantener cualquier tipo de relación con alguien que Gabe no conociera.

Coincidentemente, mi celular comenzó a sonar. Se me erizó la piel y Paris me miró atónito. Se suponía que no había señal allí.

No, por favor, no...

Llamada entrante: Gabriel Santana.

Contesté apresurada:

—¿Hola...?

—Mel, cariño, ¿dónde estás? —escuché a Gabe decir al otro lado de la línea. Estaba usando su tono agresivo-pasivo. Eso no era bueno.

—Lo siento —dije titubeando—, se suponía que tenía que quedarme unos minutos a ordenar la sala del arte, pero al guardar algunas cosas en la bodega se bloqueó el cerrojo de la puerta; llevo casi una hora aquí encerrada y...

—Shhit... —me hizo callar—. Eso no es excusa. Debías llegar con Cris y no lo hiciste.

—Gabe, en serio, no sabes cuánto lo siento. Jamás lo haré de nuevo, lo juro.

Me sentía muy mal, como si estuviese a punto de vomitar. Me dolía que Gabe se enojara conmigo.

Paris me miraba concentrado en la conversación, podía oír perfectamente todo lo que Gabe y yo decíamos. Me calmé acariciando mi nuca con suavidad. Intentando no llorar, seguí escuchando.

—Supongo que no has desactivado el rastreador de tu celular.

—No, eso nunca, y lo sabes.

—Buena chica. Cris irá a buscarte.

—Dile que las llaves están en el escritorio de la profesora.

Escuché una risa de satisfacción al otro lado de la línea.

—Te amo, Adelaide.

No me llames así.

—Yo también te amo.

Cortó la llamada. Estaba tiritando. Escuchar la voz de Gabe tan alterado era una de las pocas cosas que, a pesar de todos los malos ratos que había pasado a lo largo de mi vida y lo fuerte que me había vuelto con los años, me seguía intimidando como si fuese una niña pequeña. Para él seguía siéndolo, en todo caso. Acerqué mis rodillas a mi pecho y las abracé, tratando de cobijarme a mí misma. Entrelacé las manos y cerré los ojos. No quería siquiera pensar en lo que Cris iba a decirme cuando viera que no me encontraba sola dentro de la bodega. Inspiré el aire tan lleno de humo, para luego dejarlo salir en un suspiro de cansancio.

—¿Por qué dejas que te trate así? —me preguntó Paris, de repente. Algo en su voz mostraba perturbación, pero no le presté mucha atención a los detalles.

—¿Así cómo? —le pregunté.

—Gabe —dijo, recordando—. Ese es su nombre, ¿verdad? —se detuvo durante unos segundos. Algo en su mirada se oscureció. Me miró incrédulo y luego recuperó su voz—: Tienes que estar bromeando. Por favor, dime que no estás saliendo con Gabriel Santana.

—No es de tu incumbencia —repliqué.

—¡Dios, Adelaide! No solo tiene veintidós años, sino que también es el narcotraficante más conocido de la ciudad. Mierda, eres una niña todavía. Ni siquiera sé por dónde empezar... ¿Estás bien?

Imaginé la voz de Gabe en mi cabeza.

Eres una niña.

—No soy una niña.

—No respondiste mi pregunta.

Miré hacia un lado. ¿Qué ganaba con responderle? Probablemente solo confirmaría sus prejuicios. Nunca me había importado la opinión que la gente tenía sobre mí, pues no tenían idea de nada. Sus juicios no eran válidos, pero cualquier cosa que incluyera el nombre de Gabe era sinónimo de peligro.

Decidí ignorar su pregunta.

—¿Cómo lo conoces?

Paris bufó, como si estuviese diciendo una rotunda estupidez.

—Todos saben quién es Gabriel Santana. Es el proveedor de drogas número uno en la ciudad, pero supongo que tú ya sabías eso. Además, su hermana también es muy conocida, pero ella tiene otro tipo de reputación. Además de eso, nadie sabe mucho de ellos... —Giró la cabeza para mirar hacia la puerta.

—Son como tú. Sus nombres están en la boca de todos, pero nadie sabe nada más que chismes que probablemente no son verdad.

—Oh, te aseguro que todo lo que has oído sobre Cris es cierto.

Soltó una risotada, pero a mí no me hizo gracia.

Bajé la cabeza. Este tipo de cosas no me sorprendían. Evidentemente si somos sujetos misteriosos y callados, todos van a inventar historias ridículas para explicarse nuestro comportamiento. Sabía que Jazz las había oído todas y ofreció contármelas reiteradas veces, pero siempre le dije que no. No sentía la necesidad de desmentir ni confirmar lo que la gente chismeaba dentro de la escuela. Después de todo, con los ojos de Cris y sus amigos encima de mí todo el tiempo, no tenía forma de hablar con nadie que no fueran ellos.

—¿Eres feliz con él? —preguntó con espontaneidad. Al ver mi cara de espanto, dijo—: Dime la verdad.

—Lo amo y él me ama a mí. La felicidad no es parte de nuestra relación ni de nuestra dinámica. Es amor, eso es todo. No es difícil de entender.

—¿Qué? No... no, yo no... —comenzó a hablar. Decía cosas sin sentido, mirándome fijamente.

Nuevamente fui incapaz de interpretar su expresión. No sé si era por la poca luz que había o porque él sabía algo que yo no. Fuera cual fuera la razón, me tenía vuelta loca. Comencé a masajearme las manos, intentando rebajar un poco la tensión en ellas. Cerré los ojos para que la presencia de Paris no interviniera en mis pensamientos. Deseaba de todo corazón estar sola en aquel momento. Las palabras me habían dado mucho en qué pensar, pero, de todas formas, ¿de qué me servía pensar si la carta ya estaba escrita? El pensar no hacía más que incentivarme aún más a entregársela a Gabe.

Pero, ¿era esa la mejor decisión? Imaginar qué sería de mí después de que Gabe leyera esa carta me asustaba, pero lo hacía aún más tener que pasar una eternidad unida a una persona como él por culpa de algo tan terrible como el amor. Supongo que debía correr el riesgo.

—¿Siquiera sabes lo que es el amor? —exclamó, con la voz llena de enojo y desesperación.

Esa pregunta me dejó completamente helada. Esta vez no era porque no supiese qué decir, sino porque sabía exactamente cuál era la respuesta.

—No.

Los ojos de Paris se llenaron de un brillo oscuro. ¿Era pena? ¿Era rencor? ¿Era empatía? ¿O era algo más?

No tuve tiempo de analizar nada, pues apenas terminé de hablar, escuchamos un estruendo desde el salón.

—Adelaide, ¿dónde demonios te metiste? —gritaba furiosamente alguien.

La piel se me erizó.

Cris.

La desesperación y el enojo humedecieron mis ojos, mientras intentaba pensar en qué hacer.

—Paris, lo siento mucho —dije, mientras un par de lágrimas caían por mis mejillas.

—¿Qué? —preguntó confundido.

Pero no le contesté. Corrí hasta la puerta y comencé a golpearla frenéticamente.

—¡Cris, gracias a Dios! —exclamé entre sollozos—. ¡Estoy aquí encerrada con este imbécil!

Paris frunció el ceño y por un breve momento pensé que iba a protestar, pero algo en mí debió haberle dado alguna especie de señal para que me siguiera la corriente. Asintió, y le sonreí, agradecida.

—¿Qué? —chilló Cris, moviendo mesas en algún lugar de la sala—. ¿Estás con alguien allí dentro?

Comencé a sacudir el pomo de la puerta, como si estuviese realmente desesperada por salir. No respondí su pregunta y me dediqué a seguir agitando la puerta como si mi vida dependiese de ello.

—Mel, ¿dónde está la llave?

—¿Mel? —susurró Paris, divertido por la situación.

—No es el momento —susurré de vuelta. Luego exclamé—: ¡En el escritorio, de prisa!

Pasaron pocos segundos antes de que la silueta delgada de Cris apareciera por el umbral de la puerta. Noté que nuevamente había teñido parte de su cabello rubio de color rosado, pero no pude apreciarlo porque su expresión de enojo y disgusto arruinaba su belleza. No me miraba a mí, así que no me sentí intimidada. No podía decir lo mismo de Paris.

—¿Tú la encerraste aquí? —le preguntó.

—Fue un accidente, pero fue culpa mía —dijo Paris, levantando las manos en señal de inocencia.

—Ahórratelo, Carson —dijo furiosa, mientras me tomaba de la mano—. Vamos, Lucian nos está esperando en la camioneta.

Caminé hasta la puerta del salón con ella, para luego zafarme de su agarre y decirle:

—Olvidé mi mochila. Ya vuelvo.

Cuando entré nuevamente a la bodega, Paris seguía en el piso. Se veía tan confundido como divertido por la situación. Me agaché para recoger mi mochila. Él me miraba como si no tuviese idea de qué debía decirme, entonces yo hablé:

—Meldeen es mi apellido. Me dicen Mel porque odio mi nombre.

—A mí me gusta tu nombre.

No respondí. Me precipité nuevamente hacia la puerta para encontrar a Cris y caminar en silencio hacia la camioneta en la que el mayor de los Oreveau nos esperaba.

Recordé la carta y comencé a sentirme ansiosa. Podía dársela e irme. Pero, ¿a dónde iría? No podía ir a casa.

¿Podría irme, siquiera?

Sentada en el asiento trasero de la camioneta, apoyé mi cabeza en la ventana y bajé la vista.

Un momento... Mi mochila está abierta.

Mi corazón se detuvo. Busqué y busqué entre mis cosas, y aquel pulso detenido se volvió veloz e irregular. Quería llorar, quería gritar, pero Cris y Lucian estaban frente a mí, y quién sabía lo que me harían si causaba un alboroto. Revisé una, dos, tres veces más, pero era definitivo.

La carta ya no estaba.

Serendipia antémica

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