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Capítulo 3

4 de octubre, 21:02

PARIS CARSON

Las chicas dormían, mamá no salía de su cuarto hacía horas y Amadeus había salido a caminar por la plaza Aragán con Will, así que estaba prácticamente solo en casa.

Hablé con Lydia y le pedí algunos de los discos más vendidos de toda la historia. Dijo que pasaría por mi casa a las 21:30 y me pidió que le entregara el dinero aquí mismo. En total eran quince dólares que, la verdad, no me sobraban, pero era una inversión que quería hacer.

La carta ya estaba escrita, solo me faltaba averiguar cuál era su número de casillero. Probablemente tendría que llegar más temprano a la escuela, y así podría seguirla hasta ver dónde guardaba sus cosas. Daba igual, me las arreglaría.

Doblé la carta dos veces para que cupiese en el digipak. Mientras la sostenía con la mano derecha, tecleaba en el computador con la izquierda, buscando los nombres de algunos discos bestseller, pues de música no sabía mucho, aunque en realidad, no encontré más de lo que ya sabía: Queen, The Beatles, Michael Jackson, las leyendas de siempre.

Entre búsqueda y búsqueda, se me pasó el tiempo volando. Me distraje escuchando distintos temas de cada álbum, analizando carátulas y leyendo títulos y letras que me llamaban la atención. Había una variedad gigantesca, pero cada canción transmitía un mensaje tan fuerte e intenso, que no pude tomarle gusto a alguna más que a otra.

Fue entonces, mientras sonaba una de las canciones más conocidas de Prince, que escuché el timbre. Sin pensarlo, corrí hasta la entrada de la casa y abrí la puerta de par en par, arrepintiéndome casi de inmediato. La verdad, no sé cómo no lo vi venir.

—Hola, Paris —dijo, con la misma inexpresividad que Mel usó conmigo antes del incidente de la bodega.

—... Cris. Qué sorpresa.

—Por cómo me miras, supongo que lo dices muy en serio, pero no te preocupes, no voy a decirte lo que crees que voy a decirte.

—Eh, de veras, no lo hice a propósito, fue un accidente.

—No me interesa, ya te dije, no vine a eso. Le hago un favor a Lydia, nada más —me tendió una pequeña caja con varios CDs apilados dentro—. Ten. Tienes buen gusto, por cierto. Me sorprende que la gente aún siga comprando estas basuras cuando se puede escuchar todo por internet.

—Me gusta lo vintage. Y gracias, por cierto —dije, para alivianar la tensión.

No tenía por qué decirle que no sabía qué álbumes me había enviado Lydia, ni que no tengo radio para escucharlos. Recibí la caja con una mano y le pagué con la otra. Ella seguía sin mostrar ningún tipo de emoción, pero no dejaba de mirarme. Era intimidante.

—No me agradezcas, no te he hecho ningún favor.

Ignoré lo que dijo, volteé para volver a entrar a casa, pero la rubia me tomó por la muñeca con muchísima fuerza, obligándome a mantenerme en el lugar. Clavó sus ojos castaños como estacas en los míos.

—Mira, Carson —comenzó a decir—, no te acerques a Adelaide si no quieres que mi hermano te desfigure el rostro. No me desagradas, pero no simpatizo con nadie que no sea de los míos, así que, si vuelvo a verte con ella, iré a hablar con Gabriel. Te estás salvando por ahora, pero camina con cuidado.

—Pensé que no venías a amenazarme.

Apretó mi muñeca con aún más fuerza, haciendo que me callara.

—¡Eh, para, lo siento! —exclamé—. No te preocupes. Apenas la conozco.

—Bien —dijo retrocediendo de espalda—, y quiero que lo dejes así, ¿vale?

Asentí con lentitud mientras, subiéndose nuevamente a una camioneta negra, se alejaba.

Dejé salir un suspiro de alivio y, aún sin abrir la caja, me senté en el suelo, apoyado en la puerta que acababa de cerrar.

Sí que hay gente loca.

Imaginé a Mel mientras cerraba los ojos con la conciencia agotada. Ver su imagen en mi cabeza me hizo imaginar una canción. La tenía frente a mí, con su feroz cabellera rizada y oscura cayéndole sobre los hombros como si el cielo nocturno acabase de hacer erupción.

Hablábamos, pero no escuchaba ni su voz ni la mía. La melodía aún sonaba, llena de secretos, gritando para poder salir a la luz, pero luego caí en cuenta: aquel sentimiento tan profundo, de calma y enamoramiento, no me lo generaba la canción, sino el brillo de sus ojos, su mirada radiante dentro de una llamarada de caos. La música sonando era un simple adorno al lado de aquella obra de arte.

Al verla en la bodega, tan rota y tan fuerte al mismo tiempo, descubrí lo peligrosos que pueden ser un par de ojos negros en situaciones de tal nivel de tensión. Parecían contar historias, como si hubiesen pasado años desde la última vez que revelaron algo de esa magnitud. El único problema era que sus ojos no me revelaban nada. La carta lo hizo. El disco lo hizo. La canción lo hizo. Ella lo hizo.

Un estruendo en la habitación de mis hermanas me hizo reaccionar y volví a lo mío.

Tomé la caja con cuidado y caminé hasta mi cuarto. Me senté en la silla del escritorio y encendí la pequeña lámpara que tenía sobre la mesa. Tomé un marcador negro y escribí en la parte superior de la caja:

Discos de Paris. No tocar.

Luego saqué un disco al azar y lo puse sobre la mesa: The Wall -Pink Floyd. Es uno de los favoritos de Theodore, así que ya conocía algunas de sus canciones. La carátula era blanca con las letras escritas en color rojo. Saqué el disco, lo puse cuidadosamente en un sobre de papel, para después volver a guardarlo en la caja con los demás discos. Tomé la carta y la guardé dentro del digipak, lo puse dentro de mi mochila y, por fin, me fui a acostar.

Dios, Mel, ¿qué estás haciendo con mi cabeza?

Ni siquiera yo lo sabía. ¿Por qué lo sabría ella? Después de todo, nada más habíamos pasado una hora, sino menos, dentro de la bodega de la sala de arte, dejó caer un digipak que resultó traer una carta dentro y así.

Probablemente no fuese ella quien me atraía, sino su historia, su enigma. Al menos de momento, lo mejor sería no hacer tantas preguntas.

Antes de entrar en la cama, me preocupé de cambiar mi reloj despertador para que sonara media hora antes. Mis hermanos tendrían que saber lidiar con ello. Llegaría antes a la escuela y podría verla caminar hasta su casillero. Estaba todo listo, pero tenía miedo. Realmente no sabía qué esperar de todo esto.

Serendipia antémica

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