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Capítulo 4

5 de octubre, 7:33

PARIS CARSON

Desperté muy feliz a la mañana siguiente. No demoré nada en ducharme, vestirme y salir a la calle. Ni siquiera me despedí de Will y Amadeus, quienes luego de despertar por la alarma a las 7:00, volvieron a caer profundamente dormidos. Solo me preocupé de cruzar la calle que separaba mi casa del colegio May Lander.

Ya que estaba muy bien de tiempo, me detuve un segundo a observar mis alrededores. El edificio del May Lander era muy grande. Había un cartel con la insignia del colegio en la parte superior, bajo un viejo reloj averiado que marcaba las 11:15 hace más de dos años. A la izquierda del edificio se encontraba la pista de atletismo que tan bien conocía. Me dieron ganas de ir a correr una vuelta, pero tenía que entrenar en la tarde y no quería desgastarme. Además, no me daba el tiempo.

Después de haber estado cerca de cinco minutos vagando por la entrada de la escuela, me acerqué a la escalera que llevaba a la zona de casilleros. Caminé por al lado de los números cero y cien, para llegar hasta los doscientos. Me acerqué al mío, el doscientos cuarenta y uno, y dejé mi mochila adentro. Apenas entraba, era un verdadero desastre. Me gustaba guardar todo, incluso residuos, pues podría llegar a usarlos para algún proyecto de arte.

A pesar de que mi más grande pasión era el atletismo, el arte era cada vez más importante en mi vida. No era un genio como Mel ni mucho menos, pero había hecho trabajos bastante buenos. Antes de que ocurriera todo el asunto de la bodega, pensé en pedirle ayuda con un par de técnicas de dibujo y pinceladas, que es lo que a ella mejor se le da, pero los rumores sobre su pasado y esa relación que mantenía son tan intensos, que preferí no acercarme para evitar conflictos y malentendidos.

Son cosas como esta las que me hacían cuestionarme: ¿habré hallado la carta por obra del destino?

Es difícil analizar situaciones como esta, pues uno tiende a creer que las ilusiones no son en vano, que las cosas que suceden, suceden porque así lo ha planeado alguien superior a nosotros y que hay que seguir sus pistas hasta entender el camino que se nos ha puesto al frente. Pero también puede no ser nada. O más que ser nada, ser el deseo de encontrar la respuesta a todo.

Me apoyé sobre la puerta de mi casillero y dejé caer la cabeza hacia atrás. Todo era muy extraño. No podía entenderlo, no quería entenderlo, pero, ¿debía entenderlo?

Estuve así durante un buen tiempo, hasta que empezó a entrar más gente. Tuve que disimular mis intenciones. Aún ponía especial atención a quienes caminaban por el pasillo, solo que ahora lo hacía mediante la cámara de mi celular. Apuntaba a la puerta para que la gente que pasaba creyera que estaba mensajeándome con alguien o, si alguien veía que tenía puesta la cámara, que estaba grabando una especie de montaje.

Y entonces la vi, de pie a un par de metros de mí, calzando un par de botines negros, jeans anchos y un suéter de color azul. Llevaba el cabello tomado en una coleta, dejando ver sus delgadas mejillas y sus ojos cansados.

No me miró. Estaba frente a ella y no me miró. No sé si tenía miedo de que Cris la viera, si había decidido actuar como si no me conociera, o si, simplemente, no se fijó.

Cuando ya estaba un poco más lejos, apagué mi celular y la seguí con los ojos hasta que se encontró con una chica alta, pelirroja y muy pecosa. Se veía tímida, aunque con Mel parecía estar muy en confianza, como si fueran familia, pero era imposible que lo fueran. Eran muy diferentes. La otra chica tenía los ojos claros, la tez blanca y de lejos parecía una cereza: dulce y rojiza, incluso quizás inocente. Al lado de ella, Mel se veía como una criminal o una drogadicta, que la verdad, no estaba muy lejos de ser lo que Santana quería que fuera.

Las vi abrir sus casilleros, que quedaban justo uno al lado del otro: doscientos trece y doscientos catorce, de Mel y de la otra chica, respectivamente. Una vez que los identifiqué, desvié la mirada y fingí de nuevo revisar mensajes. En el entretanto, varias personas se me acercaron para saludarme: miembros del equipo de atletismo, compañeros de clase, una que otra chica, pero no podía prestarles atención. Solo quería que sonara el timbre para poder, por fin, dejarle el disco dentro del casillero. La espera se me hacía eterna.

Cuando quedaban cerca de cinco minutos para la primera clase, vi a Theo acercándose a mí, con el rubio cabello escondido bajo un gorro de lana y una chaqueta negra que le cubría todo el cuerpo hasta la rodilla. Observé su expresión de disgusto incluso a metros de distancia, pues a pesar de que casi siempre es serio y pesimista, a veces puede ser muy expresivo.

—La cara de enamorado no te la quita nadie, ¿eh, Carson?

—Curiosidad —lo corregí.

Hizo una mueca y no añadió nada más. Después de eso empezó a hablar de temas que no me interesaban. Lo único que me importaba era el ding dong del timbre cuando fueran las ocho, y los minutos que tendría que esperar después de eso. Respondía, sin pensar, a lo que Theo me decía, como si fuese un cómputo programado con anticipación. No sé si se dio cuenta de lo desviado que me encontraba, pero si lo hizo, lo ignoró por completo.

Mi desesperación era tal que comencé a contar segundo por segundo. Se sentían como horas. Por un momento pensé que estaba a punto de perder la cabeza, pero el simple hecho de idear algo como eso significaba que estaba tan cuerdo como siempre. Solo eran pequeños instantes de pánico.

Entonces escuché el timbre. Sonaba como una melodía perfecta, la libertad hecha canción, pero aún quedaban diez minutos. Aún no acababa la ansiedad que me abrumaba.

Theo se fue sin decir nada. Él se encargaría de explicarle al profesor de la primera hora que iría al doctor y que por eso me ausentaría todo el primer periodo.

Veía cómo todos entraban a las aulas hablando con sus amigos y compañeros, con los ojos casi cerrados, aún sin despertar del todo.

Pasaron siete minutos y el pasillo estaba completamente vacío. Los únicos sonidos audibles eran las voces de los profesores y la de alguno que otro alumno.

Sin perder el cuidado, me acerqué a los casilleros doscientos diez, buscando el tercero de la fila superior. Al encontrar el número, el mundo se me vino abajo. El casillero tenía candado. Traté de forzarlo, pero no hubo caso. Continué intentando sin parar hasta que sentí pasos detrás de mí. Volteé lentamente y me encontré con un par de ojos verdes mirándome fijamente.

—¿Se puede saber qué haces? Ese es el casillero de Adelaide —dijo regañándome.

Era la chica pelirroja con la que Mel hablaba antes de entrar a clases. Intenté ocultar mi nerviosismo y actuar con naturalidad.

—Oh, genial. Es amiga tuya, ¿no? Dejó este disco en la sala de arte y traté de buscarla para devolvérselo, pero cada vez que me acerco, ella huye. No quería irrumpir su privacidad.

—Por poco lo haces —me quitó el digipak, puso la clave del candado, lo abrió, dejó el disco adentro y volvió a mirarme—. Es una chica complicada, por eso no ha dejado que le hables, y tampoco vas a conseguirlo. Además, está saliendo con un chico...

—Gabriel Santana —la interrumpí—, todos lo saben. Vaya chico que se ha conseguido tu amiga.

—Gabriel es un encanto —dijo, indiferente. Mentía, era evidente—, y no es asunto tuyo. Mejor ve a clases.

Me dio la espalda para dirigirse a su aula, para detenerla exclamé:

—¡Qué pesada!

Volvió a mirarme, enterrando sus ojos casi fluorescentes en los míos con fiereza.

—¿Cómo me dijiste que te llamabas? —preguntó.

Sonreí satisfecho.

—Theodore Loy.

Me analizó de pies a cabeza, como si quisiese memorizarme.

—Bien. Nos vemos, Theodore.

—¡Eh, no me has dicho tu nombre! —exclamé.

—Jazz Colby, ahora vete —dijo, sin mirarme.

Su nombre no me sonaba en absoluto. Después de todo, Mel y Jazz vivían en un mundo muy diferente al mío. Nunca nos topábamos.

Apenas Jazz salió de la estancia, me estampé contra el casillero doscientos dieciséis y me dejé caer hasta quedar sentado en el piso. Acababa de meterme en un rollo enorme y ya no podía retractarme.

Serás imbécil...

Sonreí. Después de todo, lo había logrado.

Serendipia antémica

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