Читать книгу Serendipia antémica - Isabel Margarita Saieg - Страница 7

Оглавление

Capítulo 2

4 de octubre, 7:52.

PARIS CARSON

Cuatro años suena como mucho tiempo. Teníamos apenas catorce y dieciocho cuando salimos por primera vez. Recuerdo bien esa noche. Me llevaste al edificio quemado que conozco tan bien, y me prometiste que me enseñarías lo que significa amar y ser amada si me quedaba contigo.

Así lo hice, aquí sigo: amándote y siendo amada por ti. Era inocente en ese entonces. Incluso puede que la palabra inocente quede corta, pues más que eso, era tonta. Tonta por obligarme a amar el amor, tonta por creer que era una necesidad, tonta por haberlo hecho durante tanto tiempo.

Lamento rechazar tu cariño, pero el alcohol, las drogas, el sexo... es demasiado para mí. Nunca me ha gustado y me está haciendo mal.

A veces me pregunto qué es lo que la gente tanto disfruta, qué es lo que tú tanto disfrutas; yo no puedo tolerarlo. Creía que la que estaba mal era yo, pues confiaba en tus palabras, en las de Cris, en las de todos. Sabía que si me golpeaban era porque querían lo mejor para mí, que no dejaban que hablara con nadie porque querían protegerme, pero, ¿es así realmente, o ha sido todo una vil mentira?

Me duele decir todo esto, pero más me duele hacer cosas en contra de mi voluntad todos los días solo porque te amo.

Siempre me dices que el amor es complicado, que soy muy joven para entender, pero si es así como dices, ¿por qué me has sometido a él?

Después de tanto sufrimiento, decidí liberarme a mí misma y atreverme, por fin, a descubrir qué hay más allá del amor que hace años me priva de vivir como quiero vivir.

No quiero ser malagradecida y esto no significa que no te ame, pero me he aferrado durante mucho tiempo a algo que no hace más que destruirme, y tengo que ponerle un alto. Es lo mejor para ti y para mí.

Gabe, no tengo palabras para explicar lo destrozada que me he sentido durante todos estos años y cómo escribir esta carta de a poco me ha ayudado a darme cuenta de lo que siempre he querido y necesitado.

Has sido la única forma de amor que jamás he conocido, y por lo mismo, te pido que me dejes ir. Quiero conocer, quiero vivir de mil formas distintas, porque hasta ahora solo lo he hecho junto a ti. Antes de ti no vivía, y te agradezco infinitamente por haberme sacado de ese agujero negro, pero por más que me cueste, necesito continuar, pues dudo que, a nuestra corta edad, eso esté bien.

Jamás me he sentido cómoda con todo esto, pero los demás me decían que no había razón para sentirme así, pues me amabas como nadie y debía apreciar eso, así que me guardé todo y seguí sonriendo como siempre lo he hecho: con hipocresía.

Recuerdo que una vez me dijiste que la lectura fomentaba sobre todo malos pensamientos y que debía ignorar la profundidad de lo que leyera, pues me haría sentir mal después. Así lo hice, hasta hace unos días. Me pareció curioso que unos versos en una antología de poemas de amor relataran una historia tan distinta a la nuestra...

“Mi felicidad se encuentra en un solo lugar,

en aquel pequeño espacio, solo mío,

entre el borde de tus labios

y el inicio de lo nuestro...”.

¿Alguna vez has sentido esa especie de atracción hacia mí? Ni siquiera creo entender aquella relación que hace el autor entre el amor y la felicidad. Son dos cosas tan distintas…

Puede que aquel poeta esté loco, o que los locos seamos nosotros. Ahora solo me queda averiguarlo por mi cuenta.

Te deseo lo mejor. Lamento ya no ser capaz de acompañarte.

Sinceramente,

Mel

No quise leerla en voz alta por mucho que Theodore me insistiera en hacerlo. Sentía sus amenazantes ojos azules sobre mí, pero intentaba ignorarlo para poder concentrarme en las palabras de Adelaide.

Saber que detrás de esos ojos perdidos se escondía una enorme dolencia, me hacía sentir culpable. No sé por qué, si hasta hace veinticuatro horas solo sabía quién era por los rumores que corren a diario en los pasillos y por las pocas veces que la he visto vagando por el colegio. Algo tiene, algo que me hace creer que soy yo quien debe cuidar de ella desde ahora en adelante.

—Paris, ¿cuántas veces has leído la carta? —me preguntó, con voz cansada.

—Ocho y media, casi nueve, pero no me estás dejando terminar —repliqué, sin apartar los ojos de la hoja de papel.

—¿Siquiera estás escuchándote? Eres ridículo. Hasta das pena. Estás irrumpiendo en la privacidad de una pobre chica y estás comenzando a obsesionarte.

—No estoy obsesionado, pero sí me da curiosidad.

Había una frase que se repetía y se repetía dentro de mi mente. Incluso podía oír su voz.

Has sido la única forma de amor que jamás he conocido, y por lo mismo, te pido que me dejes ir.

Rogaba por su libertad. Estaba pidiéndole el derecho a su libertad a quien supuestamente la ama y, mientras lo hacía, moría de miedo. No podía quedarme de brazos cruzados mirando cómo su vida se iba a la mierda, o más bien, cómo intentaba sacarla de ahí. Tenía que hacer algo al respecto. Sabía que no me correspondía, o al menos, no era mi obligación, pero estaba sola y yo también. Así me siento. Así se siente ella.

—Entiendo que es guapa. Puede no ser una bomba, pero es medianamente guapa. Es normal que te sientas atraído por alguien como ella. Puede tener esa melena de león, ojos grandes y bonitos, buena figura y todo lo que quieras, pero no jodas, está loca.

—¿Y sabes por qué? —le pregunté.

—No, y no me interesa, si quieres que te sea honesto.

—Bueno, a mí sí. La escuché hablar por teléfono con este tipo y... —comencé a decir, pero me detuve. Estaba revelando más información de la que debía. Rápidamente arreglé mi error y proseguí—: Está rota, Loy. Jamás había imaginado que una chica como Adelaide Meldeen pudiese ser tan vulnerable.

Theo jadeó, aburrido de mis palabras y decidió ensimismarse en la pantalla de su celular. Pasó una mano por su cabello rubio, que se veía pálido bajo las luces blanquecinas del instituto. Sin mirarme, habló:

—Bien, haz como gustes, pero que conste que te he advertido.

Hice caso omiso a sus palabras. Theodore era un chico muy sabio, tanto que a veces llegaba a ser molesto, pero aun así gran parte del tiempo era necesario darle la razón. Esto no era una excepción. Él sabía que estaba metiéndome en una situación muy peligrosa, y eso que ni siquiera le había contado que Gabriel Santana estaba involucrado en todo esto. No podía decirle, se volvería loco y me gritaría hasta convencerme de olvidar todo este asunto. Debía evitar eso a toda costa, pues tal como mi hermano, tiene un poder de persuasión increíble.

De todas formas, mis problemas eran mayores. Cris tenía a Mel completamente controlada dentro de la escuela. No tenía forma de devolverle la carta, mucho menos de decirle algo. Cris pensaba, además, que fui yo quien encerró a Mel dentro de la bodega, como si hubiese querido aprovecharme de ella o algo por el estilo. Tal vez incluso Cris decidiera amenazarme si llegaba a verme en el pasillo. Pensar en eso hizo que un escalofrío de temor recorriera mi nuca, sacudiéndome mientras aún sostenía la carta entre mis manos.

Mientras veía su escritura, cursiva y ordenada, se me ocurrió una idea brillante. Una idea que solo se le podría haber ocurrido a una artista como ella. Por lo mismo, era mi única solución.

—Eh, Theo —intenté llamar su atención, pero estaba muy concentrado mirando su celular. Probé de nuevo y nuevamente no hubo respuesta, así que perdí los estribos—: ¡Theodore! ¡Qué diablos!, ¿eres sordo, o qué?

Se sobresaltó y botó su celular al suelo, mientras se golpeaba la cabeza contra un casillero.

—¡No me grites! —dijo cerrando los ojos y sobándose.

—Si no te grito, no me escuchas.

Suspiró e hizo rodar sus ojos.

—Bien, ¿qué quieres?

Sonreí mientras volvía a meter la carta en el digipak.

—Necesito discos. ¿Me acompañas a RadioTM después de clases?

Sus ojos se oscurecieron y desvió la mirada.

Oh, mierda.

—Lo siento, lo olvidé. No quise... no era mi intención.

—No te preocupes —me interrumpió—, pero no iré, ni de broma. Si necesitas discos, yo te consigo unos baratísimos, pero, ¿para qué los quieres?

—Quiero iniciar una colección —mentí—, ¿sabes dónde puedo conseguir algunos? Sé que es extraño, pero hace tiempo que tengo ganas de hacerlo.

—En RadioTM todo es caro, dudo que puedas pagarlo con tus ahorros. Lydia Donnovan vende discos usados a un dólar cada uno.

—¿Quién es ella? —pregunté, sacando mi celular para anotar su número.

—No la conozco muy bien, pero es amiga de Cristine Santana y su séquito alcohólico —bromeó, pero no rio.

Claro que la única persona que vende discos en May Lander es amiga de Cris. Yo y mi mala suerte.

Lo bueno es que dudo que sepa mi nombre, incluso puede que no se acuerde de mi rostro. Si Lydia llega a decirle algo a Cris, puede que no me relacione con el incidente de la bodega, y si lo hace... no lo sé, pero será un riesgo que tendré que correr.

—Vale, pásame su número.

Serendipia antémica

Подняться наверх