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El precursor...
ОглавлениеEn efecto, a diferencia del doctor Albiñana para quien la dictadura de Primo de Rivera habría solucionado los tres grandes problemas de España –el terrorismo, el separatismo y Marruecos–, Giménez Caballero estaba dispuesto a mostrarse menos condescendiente y, por supuesto, a negar que todo ello tuviera mucho que ver con el fascismo. Ya en 1928, en lo que puede considerarse su primera aproximación pública a la nueva doctrina, el director de La Gaceta había opuesto la España del dictador, que «descansa, engorda y se abanica», a la Italia de Mussolini, que consideraría como únicos pecados, «la quietud, la falta de ardor, el silencio, la ironía y la panza». En la primera habría una situación, por liberal, burguesa; el fascismo, por el contrario, «movimiento de nuevas valoraciones», sería auténticamente revolucionario y, por su «vejamen violento de lo burgués», claramente antiliberal.14
La primera característica que merece destacarse en el proceso que conduce a Giménez Caballero al fascismo es su carácter genuino, en el sentido de que la suya no es una búsqueda de nuevos métodos políticos o formas de gobierno al objeto de salvaguardar o proteger viejas instituciones, como la Monarquía y la Iglesia, o privilegios; práctica que, por el contrario, sería habitual en los fascistizados españoles. Es el suyo, por el contrario, y de ahí que pudiera aportar una síntesis fascista de elementos culturales preexistentes, un intento de dar respuesta a una problemática específicamente nacional, reiteradamente abordada por la intelectualidad española: el «problema de España».15
No es éste, desde luego, el lugar para proceder a una reconstrucción de las relaciones entre «Gecé» y los hombres de generaciones anteriores. Bastará subrayar, por ahora, el hecho de que la problemática inicial que se plantea Giménez Caballero es exactamente la misma que Ortega, e incluso, en un primer momento, lo es también la respuesta. Él mismo lo recordará en más de una ocasión. Especialmente cuando rememoraba que España invertebrada había sido para él como «un devocionario de ideas, como una intangibilidad de puntos de vista, como una especie de dogma intelectual».16 Problemática común, pues, pero que no compromete necesariamente al maestro en la evolución del discípulo. Este último se distanciaría ya de aquél, antes aún de aproximarse al fascismo, pero ya en el camino que le llevaría a él, en dos cuestiones fundamentales: la no aceptación del planteamiento orteguiano sobre la naturaleza casi congénita de los males de España y el rechazo de la germanofilia de Ortega. Por otra parte, no es necesario insistir en lo que de unamunesco habría en la propia concepción fascista de Giménez Caballero. Algo que, en buena parte, hubo de contribuir a la aproximación de éste al fascismo antimodernista de Malaparte.17
¿Qué fascismo era entonces el que Giménez Caballero introdujo en España? Si tomamos en consideración sus dos primeros escritos en los que la nueva doctrina venía expuesta -Circuito imperial y En torno al casticismo de Italia- se observa cómo el punto de partida es el que hasta aquí hemos venido considerando: España y Europa, Italia y Europa. Y, en este contexto, viene dada inmediatamente una respuesta que quiere ser a la vez europeista y antieuropeísta, nacionalista e internacionalista:
El mejor modo de ser europeo es ponerse frente a esa tradicional Europa y dar una nota original: comunismo, fascismo. En el fondo, dos fórmulas fascinadoras de una nueva Europa, de otra Europa. Quizá, de otra cosa que Europa. Si por Europa la vieja se entiende lo que entendieron rusos e italianos: reformismo, criticismo, democracia, liberalismo, laisser faire del individuo.18
Rusia e Italia marcarían, en consecuencia, el camino que debía seguir España, el otro país de la periferia que habría sufrido el peso de una Europa nórdica, victoriosa en los últimos siglos y que habría impuesto, precipitándolos en la decadencia, sus propias ideas a los pueblos del sur y del este. Eran, como puede apreciarse, las tesis de Malaparte, bastante similares, por lo demás, a los enunciados de la ideología alemana del volk.19 Venia dado así el primer elemento, el esencial, en el proceso que conduciría a Giménez Caballero del nacionalismo al fascismo: el rechazo del liberalismo y de los valores culturales propios de las culturas «nórdicas». Naturalmente, para llegar ahí, se ponía el acento en lo que de «eslavófilo» habría en la Rusia bolchevique y en lo que de strapaesismo habría en el fascismo italiano. Que esa visión no correspondía exactamente a la realidad es de todo punto evidente y ahí radicará, en buena parte, el hecho de que nuestro autor fuera a acogerse al fascismo y no, precisamente, al comunismo.
Lo que hacía, de hecho, Giménez Caballero no era sino asumir lo esencial del fascismo para proyectarlo, como si de un elemento común se tratara, también hacia el comunismo:
Y así se ha dado en esos dos países el admirable caso de la generación joven, que saliendo derrotista, ácrata, pacifista y desconcertada de la guerra, se rehace y construye una revolución, un higiénico entusiasmo destructor y afirmativo.20
Desde este punto de vista, el fascismo sería, como el bolchevismo, una vuelta de los países hacia sí mismos, hacia sus propias esencias, tradiciones o, como diría más adelante, su «genio». A partir de ahí, podía afirmar que «todo gran movimiento nacional ha sido siempre fascista». Pero, por la misma razón, el fascismo italiano, en tanto que movimiento nacional específico de Italia, no sería exportable. España debería, en consecuencia, descubrir su propio fascismo concreto, ya que, decía, «el pueblo que no encuentra en sí su propia fórmula de fascismo es un pueblo influido, sin carácter, sin médula».21
Naturalmente, aunque estuviera dispuesto a conceder el carácter de fascista a todo «gran movimiento nacional», no parecía abrigar Giménez Caballero muchas dudas acerca del hecho de que la «fórmula española» habría de parecerse bastante a la italiana. Ya hemos visto cómo el nacionalismo (fascismo) de los países de la periferia debía ser antiliberal y antidemocrático, así como las comparaciones que establecía entre Unamuno y Malaparte. Por aquí iba a venir, precisamente, una de las líneas maestras en la búsqueda de la «fórmula española». ¿Cómo localizar, en efecto, las verdaderas tradiciones, lo auténticamente específico, del ser español? Evidentemente en aquellos lugares y sectores menos permeabilizados por la influencia extranjera: en el pueblo mismo. Y, efectivamente, el fascismo italiano venía presentado como un «movimiento de pueblo, de masas». Aunque para Giménez Caballero tales conceptos adquirían una connotación muy específica:
Si el fascismo es aristárquico por su estructura de partido y monárquico por su representación de poder ejecutivo, es, en el fondo, archidemocrático: el pueblo mismo. ¿Archidemocrático? No: popular. La palabra democracia huele a burguesía, a ciudad, a cosa mediocre. Mientras popular es lo del campo, lo de la taberna, y el mercado, y la plaza, y la fiesta. Popular no es el hombre como obrero, ni como ciudadano, ni como funcionario. Sino simplemente como hombre elemental. Como campesino. Como hombre eterno. De ahí el fervor del fascismo por la política agrícola, del agro. Y toda su propaganda que huele a trigo, a pan. A pan, a vino, a garrote.22
La segunda línea fundamental iba a venir dada, lógicamente, por la fijación del momento de máximo esplendor para el propio país, su momento «fascista». Que Giménez Caballero situará en el siglo XV:
Nudo y haz, Fascio: o sea, nuestro siglo XV, sin mezclas de Austrias ni Borbones, de Alemanias, Inglaterras ni Francias; con Cortes, pero sin parlamentarismos; con libertades, pero sin liberalismos; con santas hermandades, pero sin somatenismos.23
Dos líneas fundamentales que serían en buena parte recogidas por el posterior fascismo español, pero que apuntan claramente en una dirección en la que la componente tradicional(ista) parece sobreponerse en forma contradictoria al pretendido carácter revolucionario, moderno, del fascismo. Lo que no implica que tal proyección de modernidad fuera abandonada. La mirada retrospectiva hacia siglos precedentes no será óbice, en efecto, para que se afirme: «... son sorprendentes las relaciones del fascismo con el clero, la religión, las costumbres y el pasado. Los aprovecha en lo que tienen de fuerza motriz. Como saltos de agua. No como estanques. De ahí que muy pocos fascistas sean católicos de corazón, ni morales, ni pacatos». Del mismo modo, la reivindicación de lo popular-agrario, del hombre eterno y del anti-industrialismo no le impedirá hacer el elogio de la Barcelona industrial y moderna, a la que augura un papel semejante al desempeñado por Milán en Italia.24
En realidad, estas contradicciones reflejan un momento en la evolución de Giménez Caballero. Cuando piensa todavía en una unidad nacional más real y profunda que la existente, hecha a partir del reconocimiento de los hechos diferenciales; cuando, siguiendo aún a Ortega, afirma que «son precisas todas las divergencias previas, todos los regionalismos preliminares, todos los separatismos –sin asustarnos de esta palabra– para poder tener un verdadero día el nodo central, un motivo de hacinamiento, de fascismo hispánico». Es el momento en que todavía identifica a la auténtica tradición española en los comuneros, a los que describe como comunistas y antieuropeos, casticistas y universalistas, en definitiva, como «nuestros primeros fascistas».25
En 1932 no serán ya los comuneros quienes representen el «Genio de España», sino «un César para el servicio de un Dios»;26 ni frente a la Cataluña separatista se adoptará postura tolerante alguna; ni se glosará, tampoco, la modernización industrial y técnica. No es el momento de explicar las razones de la evolución del personaje, pero acaso valga la pena recordar que Giménez Caballero, nacionalista desde 1923, era el director y propietario del órgano de expresión más importante del vanguardismo español. Y era desde aquí desde donde se había ido produciendo también su aproximación, al fascismo, «en un proceso de interacción –ha señalado J. C. Mainer– tan significativo como el que unió en su día al futurismo con la ideología mussoliniana o el surrealismo francés y el comunismo». El mencionado estudioso ha sintetizado muy bien el proceso por el que la «alegre despreocupación de la vanguardia –respuesta a un estado de inadaptación en una sociedad tensional– se refugiará complacida en un programa que, de algún modo, sublima y regula la rebeldía».27 Por nuestra parte, sólo nos queda añadir que ese mismo proceso es el que, muy probablemente, lleva a Giménez Caballero de Marinetti –su primer contacto directo con el fascismo– a Malaparte, de Milán a Roma, de la modernidad al agrarismo, de los comuneros al César. Un proceso que, por lo demás, el propio Giménez Caballero quiso ver seguido por el mismo Mussolini, quien sólo al «romanizarse» habría llegado a comprender la verdadera misión universal del fascismo.28
En 1929 creía Giménez Caballero que el fascismo español, la «fórmula española», podía ser una síntesis propia, que como tal lo sería, a la vez, de lo que de «cristianismo» habría en el bolchevismo y de «casticismo» en el fascismo italiano; en 1932 era ya éste, en sí mismo, el que constituía la síntesis entre el «Genio de Oriente» y el «Genio de Occidente». En 1933, al fascismo, definido ya como «una nueva catolicidad sobre Europa, sobre el mundo», se le asignaría la tarea que siglos atrás habrían desarrollado Roma y España, el catolicismo. Como tal idea y factor de universalidad (catolicidad), la fascista sería, junto con la capitalista de Ginebra, y la «oriental, bárbara y de masas absolutas», la comunista de Moscú, una de las tres internacionales existentes en el mundo. Sólo la internacional fascista, la de Roma, podría aportar al mundo el triunfo del sentimiento de justicia, constituyendo la necesaria síntesis entre capital y trabajo, entre el materialismo y la razón pura, entre el individuo y el Estado. La vieja síntesis augurada en 1929 para la «fórmula española» estaba ya, pues, dada en la romana. ¿Qué papel había de jugar, entonces, el fascismo español? No ya definir una fórmula específica, sino ser el más perfecto ejecutor de la existente:
Y España deberá ser otra vez en la historia, tras realizar su propia unidad interior, el brazo diestro de este ideal humano... Esa es la misión que puede otra vez asumir una España unida y fuerte. Una misión que realizará mejor que Italia y Alemania, que el fascio y que la svástica, como en otros tiempos de gloria la realizó...29
Giménez Caballero era ya plenamente fascista, pero su fascismo, en lo que quería tener de españolismo y universalismo, y a la vez, y por ello mismo, de romanidad, parecía aproximarse cada vez más a una suerte de fascismo de «derecha» en la que la componente tradicional(ista) adquiría cada vez mayor peso. Sería este Giménez Caballero el que desempeñaría una influencia notable sobre el José Antonio Primo de Rivera de los primeros momentos de la Falange. Pero antes, el de 1929 y en 1929, había ejercido una influencia mucho más importante y decisiva sobre el fundador de la primera organización fascista en España.