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INTRODUCCIÓN: ¿QUÉ HACEMOS CON EL FRANQUISMO?

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Una encuesta publicada por el diario El Mundo el 20 de noviembre de 2000 reflejaba que la imagen de Franco era «mala» o «muy mala» para el 38,1% de los encuestados, «regular» para el 33,1%, «buena o muy buena» para el 22,5%, mientras que un 6,2% se refugiaba en el «no sabe/no contesta». Otras encuestas nos hablan de la escasa, por no decir mala, consideración que merece en el imaginario de los españoles la experiencia de la Segunda República.1 Un libro que retoma las más rancias tesis franquistas parece hacer estragos. Y ni siquiera falta quien se permite el lujo de arremeter contra una historia «políticamente correcta», por antifranquista –supuestamente la del gremio de los historiadores.2 Parece claro que algo pasa en un país democrático que parece valorar mejor, o menos mal, una experiencia dictatorial que su más directo precedente democrático, la Segunda República; o que, peor aún, contempla impávido un auténtico proceso de demolición de la práctica totalidad de sus experiencias y actores democráticos anteriores a 1975.

Nos guste o no, parece perdurar en el imaginario de los españoles la asociación República –Guerra Civil– Franquismo como una concatenación de hechos según la cual la primera habría conducido a la segunda y ésta se habría resuelto con la imposición del tercero. Durante este último, además, se habrían producido las grandes transformaciones económicas y sociales que habrían hecho posible al fin el triunfo de la democracia en España. Por supuesto, esta cadencia de imágenes parte más o menos correctamente de la percepción de que la Segunda República fue muy conflictiva, con graves errores por parte de su izquierda –la democrática y la revolucionaria–, con procesos violentos, etc. Pero reduce la experiencia republicana a sus episodios más conflictivos y, sobre todo, obvia el contexto europeo. Esto es, que las turbulencias en la República se producían en el marco de una Europa turbulenta, en lo que se ha venido en denominar, desde perspectivas muy distintas, la guerra civil europea de los treinta o treinta y un años.3 La nota general, dominante, en este proceso es que la democracia fue sometida a un asalto formidable. En 1936 habían caído las democracias en Italia, Portugal, Polonia, Alemania, Austria, Yugoslavia, Grecia y la práctica totalidad de la Europa centro-oriental –la acechada Checoslovaquia era la excepción. En ningún sitio cayeron solas. En todos hubo errores de la izquierda y de los demócratas, crisis, turbulencias y episodios violentos. Pero en todos hubo enemigos de la democracia y ejecutores de la misma.

También en España. Aquí la República resistió tres años. Esa es la singularidad española. En esos tres años se desató una violencia inusitada en la zona republicana, el Estado se descompuso por efecto del Golpe de Estado, los conflictos y crisis entre los partidos de gobierno y en el interior de los mismos se multiplicaron, la vida cotidiana de los ciudadanos, en el frente y en la retaguardia, sufrió el impacto brutal, la democracia acusó severas distorsiones. Pero también es verdad que hubo una paulatina recomposición del Estado republicano y que ésta tuvo como uno de sus efectos más claros la drástica, casi fulminante, disminución de la violencia indiscriminada. Sobre todo, y a pesar de todo –es lamentable que todavía haya que recordarlo–, la Segunda República siguió siendo, en plena Guerra Civil, una democracia pluripartidista. Pero vencieron los otros, los que querían destruir la democracia a cualquier precio, el franquismo: éste y quienes le apoyaban fueron los ejecutores de la democracia en España.

Todo esto en el marco de una represión salvaje, iniciada con el golpe mismo y que creció exponencialmente adoptando sus perfiles más siniestros conforme se avanzaba en el proceso de construcción del nuevo Estado. Fue una represión más salvaje incluso que la fascista italiana o la nazi. Tan salvaje como para que un fascista radical como Farinacci o un genocida todavía no estrenado como tal, Himmler, quedasen sencillamente horrorizados. Conviene reiterarlo. El genocidio nazi fue inmensamente superior al franquista, aunque no lo fuera como represión por motivos políticos. Y fue posterior: a la altura de 1940 el régimen franquista poseía el récord criminal absoluto entre las dictaduras europeas de derechas. Por supuesto, la destrucción no fue solamente física. El régimen se planteó y llevó a término con una determinación inflexible la tarea de erradicar la tradición y la cultura liberales, todo rastro de los valores de la Ilustración, de la democracia, el socialismo, el comunismo o el anarquismo, toda sombra o residuo de la pluralidad nacional española. En el plano económico, se experimentó a lo largo de los años cuarenta un retroceso sin precedentes en toda la España contemporánea y en ningún otro país europeo. La involución social fue paralela.

En los años cincuenta la economía retomó una línea de crecimiento en absoluto despreciable; pero sin recuperar el terreno perdido respecto de los países de su entorno en la década precedente. Mucho mayor, casi revolucionario, fue el crecimiento económico en la década de los sesenta y primer tercio de los setenta. Ahora sí, se recuperaron distancias a un ritmo acelerado, pero para dejarlas más o menos donde estaban en 1935-36, después de varias décadas –las primeras del siglo XX– de lenta pero sostenida dinámica de convergencia con otras sociedades europeas. Y sin embargo, esto es lo que se recuerda como el «milagro español». El «lado bueno» del franquismo, lo que éste tuvo de «positivo».

Socialmente, los cambios fueron en la misma dirección. El proceso de urbanización fue extraordinario, la industria y los servicios experimentaron cambios estructurales, crecieron unas clases medias más numerosas y formadas, así como una «nueva clase obrera», también más numerosa y cualificada. Una vez más, conviene recordar, sin embargo, que todas esas transformaciones tienen un directo precedente en términos relativos en las experimentadas en el primer tercio del siglo XX y que, por lo tanto, tenían bastante de recuperación de un proceso, de una línea, que el propio franquismo se había ocupado de quebrar.

Algo similar puede decirse desde el punto de vista de la Administración del Estado. Tomada como botín por los vencedores, destruida de raíz su vieja pluralidad, tras décadas de ruptura, enchufismo y corrupción la Administración empezó a racionalizarse, a mejorar, a ser más operativa, aunque no menos corrupta. Muchos de los nuevos funcionarios que trabajaban para ella pudieron verse como servidores del Estado y no del régimen franquista. Los tecnócratas del Opus Dei se atribuyeron el mérito; y así les ha sido reconocido posteriormente. Sin embargo –hay que recordarlo de nuevo– la distinción entre Estado y régimen no era nueva en España. Funcionarios y burócratas de derechas, centro o izquierdas los había habido en la España de la Restauración y en la Segunda República. También aquí se recuperaba por tanto, aunque de forma muy limitada, un proceso que el régimen había quebrado brutalmente. Poner todo esto en el haber de los tecnócratas y proyectarlo, además, hacia el futuro de la transición y la democracia no deja de constituir una ironía. Aunque sólo sea porque estos eran reaccionarios políticos e integristas religiosos. Y porque su proyecto no difería en lo sustancial del de sus más directos antecesores, los reaccionarios de Acción Española de los años treinta: una sociedad sin política, un país económicamente modernizado, un régimen institucionalizado como Monarquía y opuesto por definición a la democracia liberal.

Que haya que recordar todo esto es casi sangrante. Es revelador, como apuntaba, de que algo pasa en este país. En su cultura política, en el trabajo de los partidos políticos democráticos, en muchos más ámbitos. También seguramente en el historiográfico. O al menos, esto deberíamos preguntarnos los historiadores. Es decir, si hemos sido capaces de transmitir a la sociedad el resultado de nuestras investigaciones. Si hemos sabido conectar con sus inquietudes. O si por el contrario, nos hemos mirado en exceso el ombligo. Y todo esto tiene mucho que ver, especialmente, con lo relativo al franquismo.

Nos hemos enredado con frecuencia, en efecto, en nuestras querellas historiográficas. Una de ellas ha sido precisamente la relativa a la normalidad o no de la historia de la España contemporánea en relación con la trayectoria histórica de otras sociedades europeas. Entiendo que estos debates eran –son– necesarios y han sido con frecuencia fecundos. De ellos se ocupan varios capítulos de este libro. Sostengo ahí, sustancialmente, que, para lo bueno y para lo malo, nuestra historia contemporánea es a la vez tan normal como cualquier otra y tan peculiar como cualquier otra. Hasta el punto de que incluso cuando se defiende la existencia de una peculiaridad española, por supuesto negativa, se hace utilizando argumentos similares a los que han utilizado con el mismo objetivo negativo las distintas historiografías. En este sentido podríamos decir que somos más normales de lo que a menudo pensamos. También en el plano historiográfico. Los historiadores españoles, en efecto, nos planteamos los mismos problemas, las mismas preguntas que nuestros colegas de allende los Pirineos. Estamos por completo al tanto de las grandes líneas de renovación historiográfica. Estudiamos los aspectos traumáticos de nuestro pasado de modo similar a como lo hacen franceses, italianos o alemanes.

Entiendo sin embargo que, con frecuencia, este tipo de debates suelen enmascarar problemas del presente –de nuestros sucesivos presentes-remitiéndolos a supuestas taras del pasado. O, dicho de otro modo, que lo que puede haber de singular y problemático en dichos presentes se remite a las tinieblas del pasado para desdibujarse en ellas. Es lo que sucedía con la II República, cuyos problemas tendían a remitirse a los fracasos del siglo XIX, o con la tendencia a achacar los eventuales problemas de nuestra democracia a las debilidades y concesiones de la transición. Creo que es lo que ha venido sucediendo también desde hace mucho tiempo y sigue aún sucediendo con el franquismo y su lugar histórico. Hasta el extremo de que la peor experiencia de la historia contemporánea de España ha podido quedar diluida, y hasta brillar, contra el trasfondo de una irreconocible contemporaneidad española hecha de una no menos inverosímil cadena de peculiaridades, atrasos y fracasos.

Algo similar puede decirse, en mi opinión, respecto del problema actual, presente, de las relaciones entre la historiografía y la cultura política de los españoles. Es posible, en efecto, que hayamos tomado como un dato de hecho algo que estaba lejos de serlo: la existencia de una cultura democrática que en tanto que tal no podía no ser antifranquista. Sin embargo, la actual democracia española no tiene como referente legitimador el antifranquismo, como en cambio lo tienen –o tenían– las democracias italiana, alemana o francesa en el antifascismo. Sobre esta base, o desde este contexto, las historiografías de los mencionados países han desarrollado su labor, superado paulatinamente sus complejos y abordado progresivamente cuantos aspectos o procesos de sus historias respectivas merecían la atención de la crítica historiográfica.

También nosotros lo hemos hecho. Es verdad que no han faltado ejemplos de lo que podría llamarse una historiografía resistencial y simplificadora. Pero la nota dominante ha sido seguramente la contraria. Lo hemos hecho, podría decirse, cada vez mejor: ninguna benevolencia acrítica ha presidido los enfoques de nuestra historiografía acerca de los movimientos políticos y sociales de izquierda de los últimos cien años; nada se ha obviado en el análisis de la experiencia republicana; las debilidades y carencias del socialismo español desde Pablo Iglesias a la actualidad han sido estudiadas y desmenuzadas sin compasión; lo mismo ha sucedido con nuestros republicanos; del que fue el partido de referencia de la resistencia antifranquista –el comunista– disponemos de todo menos de una historiografía complaciente. Para nada se han ocultado los cambios y transformaciones de la sociedad española a lo largo de los cuarenta años de franquismo. Nada nos ha frenado a la hora de someter a la discusión más feroz los grandes o menos grandes mitos de la historiografía democrática, radical o marxista.

Así ha procedido a grandes rasgos nuestra historiografía y, podíamos añadir, así es como debía proceder y debe seguir haciéndolo. Con todo esto, sin embargo, parecemos haber olvidado que una tarea crítica y de demolición de viejos mitos historiográficos debe ir acompañada de otra de creación, de reconstrucción, de elaboración de nuevas propuestas interpretativas de conjunto que intenten trazar un mapa en el que el lector no profesional pueda situar las nuevas adquisiciones, los nuevos logros historiográficos. Y es aquí donde la especificidad española se hace presente. Ese marco o contexto general que era en otros países el referente legitimador del antifascismo no lo ha sido en España el antifranquismo; y por esta razón, en España, hemos operado sobre un marco de referencia inexistente –como cultura política generalizada– sin acertar a construir otro.

A esto debe añadirse que los últimos años han conocido en la historiografía europea una auténtica espiral revisionista que debe identificarse claramente como conservadora o, por utilizar el término que va imponiéndose, neoconservadora. En Italia han sido el antifascismo y la memoria de la Resistencia los que se han situado en el punto de mira.4 Desde Alemania, Ernst Nolte lanzaba una andanada revisionista que no excluía una cierta comprensión de algunos aspectos de la Alemania nazi.5 En Francia era François Furet el que ponía en cuestión los referentes históricos del antifascismo europeo, presentándolo como una especie de compañero de viaje del comunismo.6 Ahora bien, eran desafíos respecto a una cultura política hegemónica, la del antifascismo, y a unas historiografías que habían operado siempre sobre la base de ese trasfondo cultural. Por eso, han encontrado en dichas historiografías las oportunas resistencias o han podido servir, como reto, para una renovación que, sin romper el marco original, ha contribuido a limpiarlo de algunos de sus aspectos míticos o menos críticamente percibidos. Para devolver, en suma, a la historia la complejidad que le es inherente sin dejarse ganar por simplificaciones alternativas, y peores.7

Es precisamente la inexistencia de este marco lo que hace a la historiografía española, y especialmente a su proyección sobre la ciudadanía, más vulnerable. El asalto revisionista en España, al que no le faltan apoyos mediáticos e institucionales, no es a una cultura hegemónica antifranquista, sino a una cultura democrática escasamente fundamentada desde el punto de vista histórico y que nunca ha tenido en el antifranquismo su mito fundacional y legitimador. Por si fuera poco, este asalto revisionista coincide en España con una cierta tendencia a la reivindicación, pretendidamente neutra y objetiva, aunque en realidad, esta sí, acrítica y benovelente, de la derecha histórica española, de sus personajes, de sus actores sociales, políticos y culturales, y en la que el franquismo aparece como un extraño y molesto paréntesis a obviar. La paradoja que se dibuja así es particularmente llamativa: la derecha historiográfica reivindica a la derecha histórica y con ella toda una historia de España de la que, eso sí, es convenientemente expelida la izquierda; la izquierda historiográfica reacciona en cambio arremetiendo contra toda la historia de España; esa historia hecha de carencias y fracasos. Un regalo extraordinario que, por supuesto, la primera nunca agradecerá.

Es evidente que todo esto plantea un reto que, en lo que atañe a los historiadores, no podemos dejar de asumir. Debemos ser conscientes del problema, plantearnos la necesidad de proceder en esa tarea de recomposición o reconstrucción a la que aludía antes. Paradójica y afortunadamente, es la misma sociedad, sectores cada vez más amplios de la misma los que están reclamando este esfuerzo a través de esa extraordinaria demanda social de memoria que caracteriza nuestro tiempo presente.8 Tal vez en esta exigencia esté implícita la idea de que algo ha fallado en el proceso de construcción social de la memoria, de que de algún modo no hemos sido capaces de transmitir a la sociedad una visión de conjunto de la historia de España y de la historia de la España franquista.

Todo esto no quiere decir, naturalmente, que nuestra historiografía deba lanzarse a alguna suerte de antifranquismo retrospectivo, abandonar o distorsionar la agenda de las investigaciones que le es propia o limitar estas últimas para evitar su utilización por falsificadores interesados. Tampoco es cuestión de ignorar o rechazar frontalmente todo lo que nos puede llegar de la historiografía revisionista italiana, francesa o alemana: es mucho lo que hay que aprender de estos historiadores. Pero no se puede tampoco importar acríticamente y en bloque, e ignorar que ninguna innovación es neutra, que todas ellas se sitúan en unos contextos culturales y políticos específicos. Se trata por tanto de asumir críticamente las mejores innovaciones pero sin olvidar que eso mismo exige abordar con mayor intensidad y rigor otros retos que también son propios del oficio de historiador, como son el de proporcionar a la sociedad marcos interpretativos globales y análisis de conjunto de los grandes procesos históricos. Unos retos que, en la medida en que se hacen más apremiantes por todo lo que llevamos dicho, podían ser como un aldabonazo sobre lo que de ensimismamiento complaciente puede haber en nuestra historiografía.

El volumen que aquí se presenta no pretende resolver estos problemas. Su objetivo es más modesto: se trata de una sencilla recopilación de trabajos del autor, algunos de ellos difíciles de localizar, sobre fascismo y franquismo ordenados cronológicamente por fecha de aparición. En la medida, sin embargo, en que intenta recomponer una trayectoria investigadora e historiográfica sobre temas bien definidos, obedece a una lógica que marca perceptiblemente la evolución en el tratamiento de determinados problemas en relación con los sucesivos contextos historiográficos. Por esta razón tiene una función reflexiva relativa a la trayectoria del propio autor, pero que puede entenderse también como una contribución a esa reflexión general sobre nuestras prácticas historiográficas que se demandaba más arriba.

La propia división del volumen en tres partes apunta en la dirección mencionada. La primera de ellas despliega, por así decirlo, el abanico de las cuestiones fundamentales. Aborda en el primer capítulo el problema de los orígenes del fascismo español, su pluralidad y relaciones con la cultura española del primer tercio del siglo, su fracaso final durante la Segunda República. El segundo capítulo –único que altera el orden cronológico– se ocupa de la figura más prominente del fascismo español, mostrando la evolución –de fascistizado a fascista– de ese mito en que se convertiría la figura de un José Antonio que terminaría por volver en los últimos días de su vida a las posiciones más reaccionarias. El tercer capítulo trata ya del régimen franquista desde una perspectiva crítica respecto de las interpretaciones del franquismo como régimen autoritario o dictadura fascista para plantear por primera vez de forma explícita su caracterización como régimen fascistizado. El cuarto capítulo, relativo a la historiografía sobre el fascismo, constituye al mismo tiempo un punto de llegada y un punto de partida. En él se hacen explícitos muchos de los conocimientos que habían orientado algunas de las investigaciones anteriores, pero también se procede a una sistematización de los mismos al incorporar las grandes líneas de renovación historiográfica y señalar, más implícita que explícitamente, líneas de investigación futuras. Por estas razones, creo que sigue constituyendo un estado de la cuestión sobre el fascismo que hace perfectamente inteligibles las últimas aportaciones de la historiografía internacional al respecto.

La segunda parte aúna, por así decirlo, los problemas teóricos y la investigación empírica centrándose en el estudio del régimen franquista en sus relaciones con la sociedad y desde una perspectiva crecientemente comparativa. El primero de sus capítulos, el quinto, se centra en el problema de la unificación política de las fuerzas nacionalistas durante la Guerra Civil en lo que fue una auténtica captura política del partido fascista por parte del Estado y el inicio de lo que sería su definitiva subordinación. Pero presta especial atención al juego de los distintos actores, constata lo que hubo de contingente y nada predeterminado en el proceso y subraya lo que todavía permanecía abierto y por definir. Esto último era básicamente –como se observa en el capítulo sexto– la contraposición existente entre un partido subordinado pero todavía fascista y un régimen crecientemente fascistizado pero con fuerzas poderosísimas, como el Ejército y la Iglesia, dispuestas a frenar el empuje fascista del partido. Un empuje que se produjo como ofensiva, y como ofensiva fascista fracasada, en la crisis de mayo de 1941, dando así pie a la sedimentación de los equilibrios del compromiso autoritario. La definitiva subordinación del partido, él mismo ahora fascistizado del revés –es decir, privado por imposición de algunos de los elementos fuertes y decisivos de toda ideología fascista–, permite constatar que el régimen franquista fue el régimen fascistizado por excelencia, mucho más que la Francia de Vichy, por ejemplo, que buscó más inspiración en el ejemplo español que no a la inversa.

Los capítulos séptimo y octavo introducen un relativo cambio de perspectiva. Si los anteriores podrían considerarse como de historia política desde arriba, estos podrían ser de historia política desde abajo, historia social o historia de la vida cotidiana. Pero hablan de lo mismo, en la medida en que se considera que un régimen no se caracteriza sólo desde la perspectiva de la alta política o de sus relaciones con los principales grupos de poder. Se caracteriza también por su relación con la sociedad en su sentido más amplio y no únicamente en la dirección de abajo arriba cuanto también en la inversa. No otro en el fondo es el elemento esencial de la problemática del consenso. De esto se ocupa el capítulo siete en el que se da cuenta de los resultados de un proyecto de investigación colectivo y se subraya la importancia de aquella noción de consenso en el sentido de lo que pueden ser las ofertas del régimen, su voluntad o no de movilizar a la población, su capacidad para hacer ofertas simbólicas de integración. El mayor potencial en todas estas direcciones de los regímenes fascistas, el italiano y el alemán, respecto del franquismo, encontró su justa correspondencia en el carácter mucho más ferozmente represivo de este último en tanto que represión política. Pero el tipo de consenso –activo o pasivo– que busca un régimen no se corresponde necesariamente con la receptividad de la población, con las actitudes sociales de la misma. De ahí las insuficiencias de la noción de consenso y de ahí la necesidad de indagar en estas últimas. Del mismo modo, el hecho de que el franquismo tuviera una menor voluntad movilizadora o sus ofertas, simbólicas o no, de integración fueran menores no se deduce que no existieran en absoluto, que no se dieran de forma parcial y selectiva. De todos estos extremos se ocupa el capítulo octavo, en el cual se indaga en el problema de las actitudes sociales de aquellos trabajadores a los que se dirigieron dichas ofertas y la extraordinaria complejidad que mostró su respuesta. Sin conseguir quebrar su discurso de clase anticapitalista y político en un sentido antifranquista, aquellas ofertas consiguieron abrir líneas de aceptación parcial, bien de la figura del empresario disociándolo de la del capitalista, bien de la figura de tal o cual ministro por contraposición a la imagen del régimen. De este modo los discursos de clase y antifranquista quedaban a salvo, no sin mostrar sin embargo la gran capacidad corruptora y la potencialidad generadora de asentimiento que contenían aquellas ofertas de integración que el régimen, por su propia naturaleza y equilibrios de poder, sólo practicó selectivamente. La complejidad de las actitudes sociales de los españoles, la existencia de una inmensa zona gris, la amplitud de un asentimiento más negativo y resignado que simplemente pasivo son otras de las conclusiones del conjunto de trabajos a que se refieren estos capítulos.

Aunque derivada ya en parte hacia problemas relacionados con la memoria histórica y las percepciones de la dictadura, el conjunto de las investigaciones anteriores se mantenía en un plano estrictamente académico alejado, por así decirlo, de toda preocupación por la dimensión social relativamente directa de los logros alcanzados. Podrá decirse, entonces, que adolecían de ese mismo ensimismamiento al que se aludía más arriba. O, mejor, se movían en el supuesto de lo que parecía un sólido terreno de fundamentación inequívocamente democrático de todos los sectores fundamentales, sociales, políticos y culturales de nuestra sociedad. El historiador escribe siempre, lo sepa o no, desde algún sitio, que no es otro que su propia sociedad. Algo estaba cambiando en ésta, sin embargo, en los últimos años de la década de los noventa, al menos desde el punto de vista de la aparición de los primeros síntomas de una ofensiva revisionista neoconservadora. Esto dibujaba el tipo de reto al que hacíamos referencia más arriba. Obligaba a plantearse lo que era en sí mismo una necesidad, pero que ahora se hacía más apremiante. De eso se ocupa el capítulo noveno en el cual se analizan los cortes y, en opinión del autor, desenfoques de una línea de interpretación de la historia de España, que podríamos llamar radical-democrática, que separaba el problema del franquismo del conjunto de la historia de España o que, peor aún, lo situaba como la culminación casi necesaria o inevitable de una cadena de debilidades, taras y fracasos históricos. Pero se alertaba también contra una normalización de la historia de España, que no era otra que la de su derecha histórica política y social, radical y acríticamente absuelta de cualquier responsabilidad en el advenimiento del franquismo. Este venía a presentarse como una especie de paréntesis sin responsables que en el mejor de los casos se saltaba y al que en el peor se le atribuían insospechados elementos benéficos para el advenimiento de la posterior democracia.

La otra cara de la ofensiva neoconservadora y revisionista era la que, expresamente o no, parecía no reconocer más nacionalismo en la España del siglo XX que el de los nacionalistas alternativos, los llamados periféricos para volver a situar el nacionalismo franquista dentro del tantas veces citado paréntesis, esto es, sin precedentes y sin efectos posteriores. No es que el capítulo décimo fuese concebido en modo alguno como respuesta a estos nuevos planteamientos. Se trata en realidad de una síntesis de una investigación más amplia acerca de los nacionalismos franquistas.9 Con todo, sin embargo, al localizar la existencia de dos nacionalismos franquistas y por tanto de dos ideologías nacionalistas en el franquismo, la de origen fascista y la nacionalcatólica finalmente dominante, no sólo se daba respuesta al viejo problema acerca de si en el franquismo había una ideología o una mentalidad. Se venía a poner también de manifiesto, casi involuntariamente y con el pudor del profesional de la historia, que muchas de las actitudes nacionalistas del presente, de los nacionalismos periféricos democráticos, en casos limitados, pero también y sobre todo del más agresivo y dominante nacionalismo español actual tienen más puntos de contacto con los nacionalismos franquistas de cuanto imaginan o están dispuestos a reconocer.

El capítulo que cierra el volumen se sitúa claramente en la problemática estrictamente actual de la memoria y el olvido del franquismo. Se incide en él en lo que puede haber de positivo en la actual demanda social de memoria, en tanto que demanda de una sociedad que quiere saber y que quiere saber más sobre el franquismo de cuanto hasta el momento hemos sido capaces de transmitir los historiadores y otros generadores de memoria. La nota más distintiva de todo esto sería seguramente el hecho de que el franquismo, su memoria, estaría beneficiándose de su propio legado. No hay una conciencia nítida, general y, en el plano institucional, absoluta de rechazo de la dictadura. Pero es difícil imaginar que una conciencia democrática, una cultura democrática pueda coexistir sin daño con una relativa ambigüedad respecto de un pasado dictatorial. Ambos aspectos se condicionan mutuamente. Y parece obvio que en ambos terrenos hay todavía mucho trabajo por delante.

Se apuntaba más arriba que no se trataba de que la historiografía se orientase en dirección antifranquista o renunciase a la agenda que le es propia. Espero que este volumen contribuya a centrar esa idea. Las más puras preocupaciones académicas muestran que el franquismo constituye el episodio más negro de nuestra historia contemporánea, al igual que los procesos que lo generaron, los actores sociales y políticos que lo apoyaron, los mecanismos y discursos de que se sirvió. No hay, por tanto, necesidad alguna de forzar las investigaciones o distorsionar los conceptos. La agenda del historiador se basta para ello. Falta sólo que éste sepa hacer frente también a la dimensión pública, en beneficio de la ciudadanía y de una cultura política democrática, de su propio trabajo.

1 Véase para todo esto E. Moradiellos, «Un incómodo espectro del pasado: Franco en la memoria de los españoles», y P. Águilar, «La presencia de la guerra civil y del franquismo en la democracia española». Ambos en Pasajes, 11 (2003), respectivamente, pp. 5-11 y 13-25.

2 P. Moa, Los mitos de la guerra civil, Madrid, La Esfera de los libros, 2003. Véase también la reseña de Stanley G. Payne a esta publicación en Revista de libros, 79-80 (2003); así como las contestaciones del mismo Payne, Pío Moa y César Vidal a la encuesta de El Cultural, 17-23 de julio de 2003.

3 A. Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen: Europa hasta la Gran Guerra, Madrid, Alianza, 1984; E. Hobsbawm, Historia del siglo XX, 1914-1991, Barcelona, Crítica, 1994; E. Nolte, La guerra civil europea, 1917-1945: nacionalsocialismo y bolchevismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1996.

4 Véase por ejemplo, R. De Felice, Rojo y negro, Barcelona, Ariel, 1996.

5 E. Nolte, La guerra civil europea...; íd, Después del comunismo: aportaciones a la interpretación de la historia del siglo XX, Barcelona, Ariel, 1995.

6 F. Furet, El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, México, Fondo de Cultura Económica, 1994.

7 Quizás el ejemplo más afortunado sea C. Pavone, Una guerra civile: saggio storico sulla moralità nella Resistenza, Turín, Bollati Boringhieri, 1995.

8 Véase para todo esto Pasajes, 11 (2003).

9 I. Saz Campos, España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003.

Fascismo y franquismo

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