Читать книгу Fascismo y franquismo - Ismael Saz Campos - Страница 12
... y el héroe
ОглавлениеEn efecto, si Giménez Caballero fue el primer fascista, Ramiro Ledesma fue el fundador del primer grupo organizado estable de dicho carácter: el de La conquista del Estado. Un grupo y una empresa, la de la revista, que venía a constituir, al mismo tiempo, una proyección de la anterior labor de La Gaceta Literaria y una fractura con la misma. En cierto sentido, la traducción política de la experiencia precedente.
Tal relación puede ejemplificarse en el papel desempeñado en cada una de esas experiencias por los dos hombres mencionados. Ambos colaboraron en las dos, pero mientras Giménez Caballero fue el responsable máximo de La Gaceta, Ledesma lo sería, como es ampliamente conocido, de La conquista del Estado. No era, naturalmente, el único factor «personal» de continuidad, y entre los nombres de los firmantes del manifiesto de La conquista del Estado se descubre el de algunos colaboradores habituales de la otra publicación.
Más interesante, sin embargo, que constatar la existencia de estos lazos personales de continuidad es discernir lo que de ésta, y de ruptura, había en el terreno político-ideológico. Lo que nos conduce nuevamente a la problemática inicialmente planteada: ¿De dónde venía el fascismo de Ramiro Ledesma? ¿Qué peso tuvo la influencia de Giménez Caballero en su formación como tal?
No hay ninguna duda acerca de la influencia que en la formación de Ledesma, y en su futura visión del fascismo, tuvieron determinados intelectuales o corrientes culturales españolas preexistentes. En tal sentido se ha subrayado, siempre con justicia, el influjo que sobre él pudieron ejercer Costa, Unamuno y Ortega, por citar a los más importantes y significativos, y el propio Ledesma reconocerá con frecuencia tales deudas. Cabe preguntarse, no obstante, si estas influencias pudieron conducir por sí mismas al fascismo al joven Ledesma o si, por el contrario y con todos los matices que se quiera, la síntesis que realiza del pensamiento de aquellos intelectuales y su desarrollo en sentido fascista le llega ya dada a partir, precisamente, de Giménez Caballero.
Esta última es, como hemos señalado, nuestra opinión, fundada esencialmente en la comprobación de dos órdenes de elementos. A saber: los testimonios del propio Ledesma en el período inmediatamente anterior a su «conversión» y, lógicamente, su propia evolución ideológica durante este período.
Fue Ledesma, en efecto, uno de los redactores de La Gaceta que prosiguió –y aun acentuó– su colaboración en ella tras la primera declaración de fe fascista de Giménez Caballero. Y fue también en el transcurso de un homenaje al director de La Gaceta Literaria, en el conocido incidente del Pombo, cuando Ramiro Ledesma se manifestó por primera vez como fascista. Cinco meses antes, en agosto de 1929, Ledesma había calificado de «heroico» y de «providencial figura» de la historia española a Giménez Caballero.30 Y, en julio de 1930, lo salvaba de la rotunda condena que hacía del vanguardismo español, presentando al «clarividente y magnífico» director de La Gaceta como el único, «auténtico y superior vanguardista».31 Recuérdese, en fin, que Ledesma reconocería como único antecedente, aunque fuera de –«índole exclusivamente literaria», de La conquista del Estado a la campaña desarrollada por Giménez Caballero a partir de 1929.32
En lo que al segundo aspecto apuntado se refiere, sería absurdo, obviamente, presentar al Ledesma anterior a 1928 como absolutamente ayuno de ideas susceptibles de evolucionar en sentido fascista. Su novela El sello de la Muerte, publicada en 1924, dedicada, por cierto, a Unamuno, es claramente nietzscheana y con una cita del pensador alemán se inicia; conocía a Heidegger y admiraba a Ortega; en sus concepciones históricas podía apreciarse con claridad la existencia de «resonancias nietzscheanas y atentas lecturas de Burckhardt», de donde vendría su admiración por Maquiavelo y por las «épocas de gran estilo», tales como el mundo griego y el Renacimiento.33 Pero todas esas influencias y lecturas no conducirán a Ledesma directamente al fascismo, aunque podrán facilitar su tránsito hacia él y contribuir posteriormente a la orientación futura de su propio fascismo. Los interrogantes –que sus más próximos colaboradores y biógrafos se pondrán a la hora de explicar la rapidez y radicalidad de su proceso en tal dirección– constituyen la mejor demostración de ello.34
Pues bien, creemos que la influencia más clara y determinante en ese proceso iba a ser, como hemos anunciado reiteradamente, la de Giménez Caballero. Y no sólo en cuanto a la toma de contacto con la nueva ideología, sino también en cuanto a la misma determinación del abrazar sin reservas la militancia política se refiere. Ello se podrá apreciar con toda nitidez en una rápida lectura de dos de los artículos más importantes de la etapa «prefascista» de Ledesma.35
Desde agosto de 1928, el director de la más importante revista de «la vanguardia» había comenzado a distanciarse críticamente de tal movimiento, reivindicando para una determinada forma de militancia política la más auténtica y real manifestación de vanguardismo: «Hoy los solos auténticos “vanguardistas” son esas juventudes de la milicia itálica que nada tienen que ver con la literatura».36 Poco después localizaría al movimiento, para negarle toda validez posterior, en un momento histórico bien determinado: «El vanguardismo como escuela literaria fue un producto de la guerra y de la inmediata posguerra... Pero tales “incendiarias” posturas han sido reemplazadas hoy por otras de un orden frío, heráclida, dominador... Como el maximalismo en Rusia fue seguido por el orden soviético y el comunismo itálico por el fascismo, así ha ocurrido en la literatura».37 Ya en junio de 1930, en la encuesta realizada por La Gaceta sobre la vanguardia, la respuesta de Giménez Caballero se hacía más explícita y contundente, aunque siempre en la misma dirección. La vanguardia, decía,
ya no existe. El momento actual es la llegada de todas las retaguardias. En España sólo queda el sector específicamente político, donde la vanguardia (audacia, juventud, subversión)... La vanguardia fue un término bélico, nacido de la gran guerra. Primero adoptó un aire subvertidor, irracional, literario (dadaísmo, futurismo, maximalismo, cubismo... Todos los ismos). Después un aire constructor, ordenador (tomismo, clasicismo, bolchevismo, fascismo, gongorismo... Todos los demás ismos).
Hoy lo literario del primer grupo fecunda el movimiento llamado superrealista, príncipe heredero de la vanguardia demoledora.
En política, la vanguardia del grupo segundo (el disciplinador) se injerta en el fenómeno juvenil de «lo universitario», de «lo estudiante». Misticismo irracional, por un lado. Disciplina federada, por otro. Esos dos cabos son el fin de “la vanguardia” y el principio de un nuevo movimiento de «adelantados».
Todo lo demás, basura. Reservismo. Jóvenes españoles: ojo con todos los reservistas del país. ¡Alerta a todas la madureces emplastadas!38 (s.o.)
La respuesta de Ledesma a la misma encuesta iba a ser, un mes después, sensiblemente parecida, incluso en muchas de las expresiones utilizadas. Consideraba éste, en efecto, que el movimiento vanguardista era de una «angustiosa opacidad». De una «esencial frivolidad», no se habría interesado por la «cosa política». Carente de toda validez, no habría significado «para la vida española la llegada de una juventud bien dotada y animosa, que guerrease en todos los frentes». No habría dado a España «una sola idea nueva», ni logrado «recoger y atrapar las innovaciones europeas más prometedoras». Tras reconocer al propio Giménez Caballero el mérito de «declarar liquidada la vanguardia» y situarlo al margen de las derrotas, concluía:
¿Y los escarceos políticos –finales– de la vanguardia? Bien poca cosa: algún grupito quiso ser liberal y demócrata, esto es, retaguardista, y se afilió a doctrinas políticas del más viejo ochocientos. Ni siquiera se han hecho socialistas. ¡Son liberales y revolucionarios de Ateneo! Otros, quizá más avisados, parece que no quieren mezclar la política con la literatura. Son los irresponsables y los puros. ¡Dios los bendiga! Otros, catolicísimos, y no sé si monarquísimos, se dice también que ejercitan unos ademanes...
Desde luego, decimos nosotros, a todos se les escapa el secreto de la España actual, afirmadora de sí misma, nacionalista y con «voluntad de poderío».39
La condena de Ledesma era más radical y omnicomprensiva que la de Giménez Caballero, pero las razones de fondo eran idénticas. Eran las mismas apelaciones a lo nuevo e innovador, a la intervención política, a la juventud, la audacia y la subversión; el mismo rechazo frontal del liberalismo supuestamente caduco y superado. Pero lo que interesa subrayar ahora es la violenta condena que hace Ledesma del apoliticismo de los intelectuales. Algo que prefigura claramente su vocación política. Ya Giménez Caballero lo había hecho –además de en los párrafos transcritos–, con no menor violencia, unos meses atrás, al acometer contra los intelectuales, «los divorciados, los ausentes de la vida cotidiana y hundida de la nación española».40
Y lo había hecho, precisamente, en un contexto en el que la crítica de la «vieja» intelectualidad enlazaba con la del elitismo liberal, para defender, reivindicar, la actuación de las masas. Unas posiciones que ya había defendido, pero que se expresaban ahora, tal vez, con mayor fuerza y coherencia. Así, en diciembre de 1929 Giménez Caballero se declaraba «demoliberal», pero para exponer a continuación las limitaciones de ese liberalismo en el que fingía reconocerse: «Nos sobrecoge la violencia. Tenemos horror de la acción directa y de fuerzas sociales formadas en nuevas jerarquías. Aunque sea magnífico el fenómeno de un mundo nuevo llamado sindicalismo. O más bien la conquista del Estado por una violencia disciplinada. La conquista del Estado por el hombre masa».41 Ramiro Ledesma no dirá más.
No se rechazaba, obviamente, la existencia de jerarquías o minorías rectoras. Sólo que la relación entre éstas y las masas debía producirse de una forma muy distinta a como se habría dado en el liberalismo. Los estudiantes –y a ellos se dirigía «Gecé»– debían alumbrar una minoría que tendría que «distinguirse de las anteriores históricas de España en única y sublime cosa: en no desdeñar a las masas, sino en enfervorizarlas, entrañarse a ellas, dirigirlas, fecundarlas». Y añadía: «Nada de ser más listos, ni más potentes, ni más santos que los demás. Lo fundamental no es la táctica ni el programa, sino el entusiasmo. La política del entusiasmo, del fervor, de la abnegación, del sacrificio, del heroísmo, única que ha faltado en España desde el Cid y el Quijote».42 Era la apelación al irracionalismo, a lo poético, de la que más adelante daría abundantes muestras Primo de Rivera.
Pero era también una lúcida exposición de lo que en la relación masasminorías separaba al liberalismo del fascismo. En ello iba a insistir, precisamente, Ramiro Ledesma en el segundo artículo al que nos referíamos; en el que, por cierto, se adoptaba una visión sobre el catolicismo no en exceso diferente de la que predicaba Giménez Caballero:43
El viraje decisivo que han efectuado las masas para su entrada en el mundo actual constituye quizá su primera intervención con signo y caracteres positivos. Hasta aquí la corriente humana de estirpe inferior ha venido consagrándose bien a negar –por influjo demagógico– bien a acatar pasivamente –por influjo de pastores– las obtenciones valiosas que hacían las minorías sobresalientes y aristocráticas. Hoy, no. Hemos entrado en un tipo de vida en el que cabe la acción positiva de la gran masa. Y véase, en la política ello supone no la exaltación de la cadaverina liberal y democrática, que descompone pueblos y destinos, sino la franca colaboración activa, jerárquica, en las empresas de alto porte que el Estado inicie. Ahí están los magníficos ejemplos de Italia y Rusia, los dos únicos pueblos que hoy viven una auténtica política y un auténtico destino (todos los demás, vejez y escombros).
Condena de la intelectualidad políticamente abstencionista y preconización de una nueva relación entre masas y minorías, eran dos elementos fundamentales que tenían que llevar a Ledesma, siguiendo y desbordando las huellas de Giménez Caballero, a la militancia fascista. Buena parte del camino estaba ya recorrido y pronto se llegaría a su concreción práctica y pública: el manifiesto de La conquista del Estado y la subsiguiente aparición de la revista del mismo nombre.
Poco habrá en la nueva publicación, como en las posteriores experiencias fascistas españolas, que no haya sido ya planteado por Giménez Caballero; de los dos aspectos señalados, a la reivindicación de la violencia o la de ese magnífico nuevo mundo que sería el sindicalismo; de la simultaneización de populismo agrarista y exaltación de la técnica y lo nuevo, al culto a la juventud; del rechazo del liberalismo al exaltado nacionalismo; del revolucionarismo a lo «Rusia e Italia» a la denuncia del comunismo como enemigo fundamental.
Tras el recorrido que acabamos de realizar por los escritos de ambos personajes en un momento crucial, no será difícil convenir en que el brusco cambio producido en la trayectoria política y existencias de Ramiro Ledesma debe bastante más a la guía de Giménez Caballero que a sus anteriores experiencias literarias y filosóficas. Lo que no implica, ni mucho menos, negar la importancia de éstas. Si las primeras demostraban la existencia de un excelente campo de cultivo, otras, como por ejemplo el contacto intelectual con Heidegger,44 le situaban en un terreno desde el que el «salto» al fascismo era, si no altamente probable, sí al menos perfectamente posible.
Giménez Caballero «llevó», pues, a Ledesma al fascismo. Pero una vez aquí fue precisamente cuando sus caminos comenzaron a diverger. Por una parte, las diferencias culturales entre ambos dejaron sentir todo su peso, determinando, por ejemplo, la escasa propensión de Ledesma por seguir a Giménez Caballero por las rutas de la «romanidad». Por otra parte, el discípulo se aprestó a llevar a la práctica aquello que el maestro estaba predicando pero que se mostraba sustancialmente incapaz de realizar.
Al reivindicar la esencia nacional que el fascismo español había de tener –por lo que, en consecuencia, no se le designará con tal nombre–, Ledesma acertaba a deslindar con mayor claridad lo que de general había en el fascismo de lo que en él había de específicamente italiano. Pero ello no dejaba de ser una aplicación –eso sí, más consecuente– de lo que Giménez Caballero había preconizado ya en 1929. Es decir, la necesidad de hallar una «fórmula española».
Cuando Giménez Caballero abandonó La conquista del Estado, se le reprochó su «exclusivo sentido literario ».45 La crítica, aun cuando pudiera eludir las posibles divergencias en torno al problema de la «romanidad», era esencialmente justa. La retórica «literaria» de Giménez Caballero le convertía, sin duda, en un buen propagandista del fascismo, pero en ella existían excesivos elementos poco acordes con las necesidades de propaganda y acción política de una fuerza que se definía por su acentuada radicalidad. Por otra parte, seguía siendo, al fin y la cabo, un «intelectual», en cierto modo un representante de aquella actitud que él mismo había anatematizado y que su otrora discípulo parecía dispuesto a combatir hasta sus últimas consecuencias.
Tampoco parece que Giménez Caballero se resintiese demasiado de su salida. Más preocupado por asegurar la difusión del fascismo en España que de figurar en cualquiera de sus concreciones organizativas, el «poeta» parecía satisfecho con su labor:
Nosotros los poetas –escribía en 1933– hemos creado la atmósfera densa y apta que el fascismo encuentra en nuestra nación... Somos nosotros los que hoy debemos vigilar y exigir el que las posibles masas fascistas de España encuentren su cauce heroico en un héroe.46