Читать книгу 305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno - Страница 13
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Оглавление—Se la está follando, Robbie. No te quepa la más mínima duda —me dijo Brian con semblante serio a medida que le daba las primeras caladas a su cigarrillo.
El señor Shawn nos acababa de dejar en la puerta de la biblioteca de Pittsfield, un edificio cuya fachada de ladrillo visto y sus ventanas amarillentas por el paso del tiempo le conferían un aspecto viejo y ruinoso, con la promesa de recogernos en un par de horas y llevarnos de vuelta a casa. Brian rebuscó en el bolsillo de su pantalón y sacó otro cigarrillo para mí. Aunque yo no había fumado nunca, no dudé ni un segundo en llevármelo a la boca. Brian se acercó con el mechero e intentó encendérmelo.
—Pégale una calada, Robbie, si no estamos haciendo el imbécil —me dijo.
El primer contacto del humo con mi garganta me produjo un extraño cosquilleo, un leve picor que me obligó a toser y, como consecuencia, el cigarrillo se cayó al suelo. Brian lo recogió con una sonrisa y me lo volvió a dar.
—Ya te acostumbrarás.
—¿De dónde los has sacado? —pregunté.
—Los guarda en la guantera del coche. No se dará ni cuenta de que le faltan un par de ellos —Brian dio tres o cuatro caladas más antes de lanzar el cigarrillo a tierra y apagarlo con la suela del zapato—. Se la está follando, Robbie —volvió a decir.
—¿A Lucy, la del quiosco? —Brian asintió. Yo también dejé caer mi cigarrillo al suelo, apenas consumido, y lo apagué—. ¿Cómo lo sabes?
—Lo sé —se limitó a responder—. Viene, se la folla en cualquier hotelucho de tres al cuarto a la entrada de la ciudad y luego regresa a casa como si nada hubiera ocurrido, con una amplia sonrisa y un ramo de rosas para mi madre. Ella las pone en vinagre, ¿sabes? Las rosas. También lo sabe.
—¿Tu madre también lo sabe? ¿Y no le dice nada? —Me sorprendió escuchar aquello. Brian se encogió de hombros.
—Mientras siga dándonos de comer... ¿Qué puede hacer además? ¿Divorciarse? ¿Quedarse sola? ¿Acaso tu madre es feliz así?
—Es distinto —respondí yo de inmediato.
—Tienes razón. Lo siento. Soy un capullo. ¿Entramos?
El vestíbulo de la biblioteca no daba mejor impresión que el exterior: apenas iluminado por un par de viejas y empolvadas lámparas de araña que colgaban temerariamente desde el techo. Tanto Brian como yo teníamos la extraña sensación de haber entrado en el lugar incorrecto, en el momento incorrecto. Por supuesto, estábamos allí porque no teníamos elección. Debíamos investigar, a petición del señor Houston, el decrépito profesor de Historia, acerca de El Motín del Té y qué relación guardaba dicho acontecimiento con los indios mohawk. El señor Shawn, el padre de Brian, al enterarse de dicha tarea, se había ofrecido rápidamente a llevarnos hasta allí en coche, ya que en Lanesborough, nuestro pueblo, no contábamos con biblioteca propia. Disponía así, según su hijo, de una excusa perfecta para perpetrar otra de sus escapadas con Lucy, la del quiosco. Por ello, dos horas más tarde, Brian no se sorprendió al ver que su padre nos esperaba a la salida con el coche en marcha, una amplia sonrisa y un ramo de rosas en el asiento del copiloto; por lo que arqueó las cejas y me susurró al oído antes de subir al vehículo: «Te lo dije».
La biblioteca estaba completamente vacía: un cementerio de libros al que ninguna viuda acudía a rezar a su difunto. Bajo una de las sucias ventanas de la pared que quedaba a la izquierda, se hallaban varios sillones de segunda mano dispuestos en un semicírculo desordenado alrededor de una pequeña mesa baja de madera. Encima de ella, descansaban algunos libros y un par de pequeñas cestas que contenían lápices de colores y folios mal recortados en cuartillas. Brian se acercó, cogió uno de los libros y se fijó en su colorida portada: Las aventuras del conejo Bunny: el huevo de pascua perdido. Se giró y me lo enseñó riéndose.
—No creo que ése sea el libro que andas buscando... —escuchamos de repente.
Brian se apresuró a dejar el libro encima de la mesa y ambos buscamos de dónde había salido aquella voz de mujer, dulce pero imponente. La señorita Taylor apareció de pronto por el estrecho pasillo que se abría entre las estanterías de baldas dobladas por el peso, cargada con más de una decena de libros apilados, y se dirigió a un pequeño escritorio; depositó allí los libros con suavidad y luego se giró para vernos. Y en ese preciso instante, aquella tarde de octubre de 1968, creo recordar que era viernes, al ver a la señorita Taylor, la bibliotecaria de Pittsfield, tuve mi primera erección.