Читать книгу 305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno - Страница 21

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Si bien siempre supe que llegaría el momento de abandonar Lanesborough, no fue hasta la mañana del 25 de octubre de 1978 que me despedí de mi madre y de mi hermana en la puerta de casa y subí al destartalado Chevrolet Camaro del señor White, el viejo gruñón y cascarrabias que vivía en el treinta y seis de mi calle, que tantas veces me había llevado a Pittsfield, y que ahora había accedido gustosamente a llevarme hasta Albany, desde donde cogería un autobús rumbo a Nueva York. El señor White sabía que ésta sería la última vez que subiría en su coche, y supuse que sintió una mezcolanza de nostalgia y alegría irrefrenable por perderme de vista.

Tan pronto como salimos de Lanesborough, el señor White encendió la radio y dejó que sonaran los grandes éxitos de Barry Manillow, Roberta Flack y Dolly Parton, mientras recorríamos el trayecto en silencio. Una vez dejado atrás el estado de Massachusetts y a tan sólo unos metros de incorporarnos a la Interestatal Noventa, con el río Hudson asomando y la ciudad de Albany cada vez más cerca, el señor White bajó el volumen de la radio y respiró profundamente.

—Cuando llegues a Nueva York… ¿Harás algo por mí, hijo? —me preguntó con su voz ronca sin apartar la vista de la carretera en ningún momento.

—¿Qué? —pregunté.

—Fóllatelas a todas, hijo. Fóllatelas a todas.

Después de aquella extraña petición, más aún si consideramos la escasa relación que nos unía al señor White y a mí —apenas hablábamos en los trayectos Lanesborough-Pittsfield—, volvimos al silencio al mismo tiempo que en la radio empezaba a sonar el Three times a lady, de The Commodores, que tanto me había hartado de oír durante el verano.

Llegamos pronto, todavía quedaba una hora para que saliera mi autobús, y el señor White se ofreció a invitarme a una cerveza en un bar cercano a la estación. Allí bebimos en silencio mientras en la televisión, cuya pantalla estaba cubierta de polvo, se emitía una repetición de un capítulo de All in the Family. Nos acabamos las cervezas y el señor White se acercó a la barra a pagar. Tan pronto como salimos del bar, el señor White se acercó a mí y me tendió la mano a modo de despedida, así que se la estreché.

—Recuerda lo que te he dicho en el coche —dijo.

—Claro —contesté yo.

—Y cuídate mucho, hijo. El señor White me dio un afectuoso abrazo que me cogió completamente por sorpresa. Después, se separó de mí y fingió que nada había pasado. Se acercó al coche, abrió el maletero y me entregó mi mochila sin apenas mirarme. Mientras se dirigía hacia el asiento del conductor escuché como musitaba una canción:

Wish me luck while you wave me goodbye,

cheerio, here I go, on my way.

Wish me luck while you wave me goodbye,

not a tear, but a cheer, make it gay…[1]

Una vez dentro del vehículo, el señor White arrancó y se fue.

Saqué el billete de autobús de la cartera y constaté el número del autobús, luego lo localicé y me subí en él. Decidí sentarme en la última fila. Abrí mi mochila de lona y cuero marrón y saqué mi ejemplar de En la carretera, con sus cubiertas desgastadas en negro y sus páginas arrugadas. Me vino a la memoria aquella tarde de junio, los gritos de la señora Strauss, la risa de Brian mientras pedaleábamos hacia casa, la excitación al sacar los dos libros de debajo del jersey y dejarlos encima de la cama. ¡Cuántas veces había imaginado la cara de la vieja harpía al ver la estantería número quince rota! Sonreí y abrí el libro de nuevo, dispuesto a releerlo una vez más —¿Cuántas iban ya? ¿Seis? ¿Siete? Había perdido la cuenta—. El conductor del autobús anunció que salíamos en cinco minutos. Y en diez, ya nos encontrábamos en marcha.

El viaje se hizo algo cansado pero, sinceramente, no me importó en absoluto. Todo el cansancio pareció desvanecerse tan pronto como bajé del autobús y vi los rascacielos y los taxis corriendo de un lado para otro, y las luces, y sentí toda esa vitalidad, el latido de la ciudad. BEAT. BEAT. BEAT. De repente me di cuenta de que se me había puesto dura, y no pude hacer nada más que reírme. Estaba, por fin, en Nueva York.

[1] Deséame suerte mientras me despides, adiós, allá voy, en mi camino. Deséame suerte mientras me despides, ni una lágrima, sino regocijo, haz que sea feliz...

305 Elizabeth Street

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