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CON LA PUERTA ABIERTA

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A veces pienso qué hubiera pasado con todas las palabras que he leído y he escrito durante estos tres años si el 30 de septiembre de 2012 no hubiera cogido aquel tren a Córdoba. Un tren en el que viajaban decenas de historias ansiando su llegada, y que en silencio, atravesadas por la misma secuencia de paisajes, se iban reflejando en las ventanas, confundiéndose con los rostros marcados por todo tipo de pensamientos.

No es suficiente cerrar o abrir una puerta, una maleta. Un viaje comienza cuando la búsqueda y la espera se entrelazan en nuestro interior, susurrando una hoja de ruta aún no trazada en ningún mapa, porque sólo puede existir con cada paso que damos, con cada decisión que vamos tomando…, asumiendo que, después de éste, jamás podremos volver; jamás seremos las personas que fuimos.

El calor abrazante y el olor a azahar no me sorprendieron: Córdoba no era una desconocida para mí. Pero sí lo era el Iván que conocí en ella, y todas las ciudades que lo habían construido por dentro: Alzira, Valencia, Londres y, por supuesto, Nueva York. Algo hay de búsqueda y de espera también en esos lugares que nos transforman, en esos lugares a los que viajamos. Es más, si me permiten ponerme lingüísticamente quisquillosa, me gustaría que agarrasen fuerte la palabra lugar, porque ésta es una palabra perfecta. Lugar guarda en sus posibles definiciones todas las dimensiones de un viaje: el espacio en sí y el ocupado por uno mismo, el tiempo, la prioridad, la oportunidad.

A mí, como a Iván —fíense, tendrán ocasión de comprobarlo—, nos obsesiona cómo llegamos a ellos; a los que sin saberlo siempre fueron nuestros lugares. El latido llama al latido. Una canción, un pensamiento inesperado, una conversación, la mayoría de las veces un libro, un/a autor/a, un poema —los poetas siempre están al final cuando la poesía debería ir siempre al principio.

Sea cual sea esa sutil semilla, es en ella donde empiezan a planearse las huidas —hacia delante—; huidas que esperan el encuentro con aquello que creemos buscar: ponernos a prueba, llegar al límite desconocido de la existencia. ¡Qué fina se dibuja entonces la línea que separa salir a buscar(se) y la huida! Partir —marcharse o abrirse— esconde el deseo de volver; de volver para volver a vivir. Pero nunca se puede empezar de cero, ¿no es cierto? No se puede, no, porque no se puede repetir el pasado.

Y así, entre tímidos compartires, fueron pasando las primeras semanas cordobesas. Un día de otoño, en el claustro del convento del Corpus Christi en el que convivimos juntos durante diez meses, fue Iván, lo reconozco, quien me invitó a desatender por unos minutos mis angustias creativas y a subir a uno de los inconfundibles taxis amarillos que zigzaguean por las calles de la Gran Manzana. No supe, ni quise, decirle que no —y hasta hoy.

Inesperadamente, Nueva York, la misma que no se encontraba entre mis preferencias en el pasaporte, se descubría entre luces discontinuas y cláxones desgañitados, mientras un —recién nacido— amigo de mirada aniñada y risa contagiosa me contaba las luces y las sombras de aquel lugar que nunca duerme. Lo imaginé como un gran casino que espera los sueños de miles de almas a las que atrapa, generando bajo su cielo una deuda eterna. Y donde sin embargo, a cambio, siempre ofrece la reinvención y la esperanza. La suerte, ya sabéis, tan esquiva y difícil de contentar: a veces de nuestra parte, mejor no tenerla de enemiga.

De pronto, ensimismada, ajena de nuevo en el reflejo de otra ventana, de otra secuencia de paisajes, oí aquella doble voz: <<He venido porque quiero ser escritor>>. Descolocada, volví la vista al interior del taxi. Iván me guiñaba un ojo mientras empezaba a desvanecerse en el asiento y un desconocido Robert Easly ocupaba su lugar —¿Qué hay en un nombre? Si otro nombre le damos a la rosa, con otro nombre nos dará ella su aroma. Su cuerpo estaba conformado de palabras de distintos tamaños, aunque una de ellas destacaba por bombear tinta a todas las demás desde su mano derecha: Héroes.

Robert —como Iván— había sido arrastrado hasta Nueva York (primero), hasta Córdoba (después), bombeado por esa fuerza incontenible y desbordante que te atraviesa y de la que ya no se puede escapar: las palabras. Las palabras… y sus silencios, por supuesto. Porque las palabras también callan y desaparecen, huyen, buscan, encuentran, esperan su lugar en alguna página en blanco donde ser sentido. Y aunque el/la escritor/a en ocasiones no lo comprenda, no les importa el tiempo que tarden en conseguirlo… Y créanme si les digo que para buscarlas y esperarlas hace falta amor… y libertad. Con alas del amor pasé estos muros, al amor no hay obstáculo de piedra y lo que puede amor, amor lo intenta.

Amar las palabras; a todas ellas. ¿Acaso no es inabarcablemente bello que de 27 letras puedan surgir todos los conceptos que rigen nuestra vida, nuestro lugar en el mundo? Precisamente es en los libros donde ese amor cobra su más pleno sentido porque, bajo ese código compartido, se buscan y se esperan —libremente—

quien escribe y quien lee…, conociéndose en el más intenso de los silencios, en el más silencioso de los secretos.

Tres años después, sin haber querido renunciar aún al reflejo en la ventana de este taxi —más viejos y leídos, más cómplices, más (re)queridos; eso sí— su voz al otro lado del teléfono ilumina un agosto umbrío al anunciarme que Robert y él están preparados para salir a buscar el lugar más esperado: el alma del lector/a. Por fin, después de incontables neurosis y risas histriónicas, de comas voladoras y amaneceres con sabor a resaca literaria —algunas costumbres sólo empeoran con el paso de los años— los prejuicios iban a ser abandonados en el paragüero de la entrada. Por fin.

Beat. Beat. Beat. ¡Vaya! El taxímetro reclama su parte… Discúlpenme si me he excedido, pero creo que ya es medianoche y me he dejado llevar por las palabras. Esperen, les propongo un trato: pago yo, si se bajan conmigo. Créanme —de nuevo— si les aseguro que ésta y no otra es la parada que buscaban, la parada que estaban esperando: bienvenidos/as al 305 de Elizabeth Street.

ELVIRA C. GARCÍA VIDALES

Residente de la XI Promoción de la Fundación Antonio Gala

305 Elizabeth Street

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