Читать книгу 305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno - Страница 23

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Times Square vibraba y yo vibraba con Times Square. Nada más pude ubicarme mínimamente, después del lógico aturdimiento inicial, decidí buscar algún lugar en el que cenar cualquier cosa y poder resguardarme de la vorágine confusa y descontrolada en la que me encontraba inmerso en aquellos instantes. Apenas había dado un par de pasos cuando, por la esquina de la Cuarenta y Dos con la Séptima, se me acercó una mujer de mediana edad —supuse que rondaría los treinta o treinta y cinco años—. Caminaba de forma provocativa, contoneándose ligeramente, con una mano apoyada en la cadera y sosteniendo con la otra un pequeño bolso de raso negro, cuya cadena metálica dorada se descolgaba casi hasta la altura de sus rodillas. Lucía un corte de pelo pixie al estilo de Mia Farrow a finales de los años sesenta y vestía con una blusa blanca holgada con los tres primeros botones desabrochados —a través de los cuales se intuía el sujetador de encaje negro—, una falda extremadamente ajustada, también negra como el bolsito y el sujetador, y unos bonitos zapatos de tacón. La mujer se detuvo a mi lado y me sonrió.

—¿Nuevo en la ciudad? —me preguntó con dulzura.

—¿Parezco nuevo? —respondí de inmediato y, prácticamente de inmediato, me arrepentí de haber contestado semejante estupidez. Debía de tener una flecha luminosa gigante encima, apuntando hacia mi cabeza, con el letrero «recién llegado» brillando con fuerza. Y luego estaba la mochila que llevaba a mis espaldas.

—Pareces… desorientado. ¿Acaso te has perdido?

La mujer abrió el bolso y sacó una cajetilla de Virginia Slims y un mechero —tampoco había espacio para mucho más allí

dentro— antes de que tuviera tiempo a contestarle. Se llevó uno de los cigarros a la boca y se lo encendió; luego, me dejó uno en los labios —supuse que rechazarlo sería de mala educación, aunque Brian me había advertido más de una vez que los Virginia Slims eran cigarrillos para mujeres y que los hombres de verdad fumaban Tareyton, como los que él solía robarle a su padre de la guantera del coche— y lo encendió también.

—Mi nombre es Daphne, pero puedes llamarme como tú quieras.

—Daphne está bien —le dije.

—¿Sabes? Yo no soy nueva en la ciudad —dijo ella mientras le pegaba una calada a su cigarrillo y dejaba que el humo escapara lentamente entre la comisura de sus labios—. De hecho, soy una excelente guía turística. ¿Quieres ver mi licencia? —Sonrió pícaramente.

—Te creo —respondí yo.

—Conozco esta ciudad a la perfección. El Empire State, el Chrysler Building, Miss Liberty, Grand Central Station, Rockefeller Center… Puedo incluso conseguirte las mejores butacas para cualquier representación de las que se encuentran en cartel ahora mismo en Broadway. Aunque también puedo enseñarte otros lugares mucho más calientes e interesantes si así lo deseas.

Daphne le pegó una última calada a su cigarrillo, lanzó la colilla al suelo y la apagó con la punta del tacón; luego, rodeó mi cuello con sus brazos y deslizó su mano derecha por mi camisa lentamente hasta que llegó a mi entrepierna.

—Vaya, vaya… Así que ya estás preparado para jugar. ¿Qué me dices? ¿Quieres que te descubra todos los secretos de mi bajo Manhattan esta noche?

—Quizá en otra ocasión —respondí tomándole la mano y apartándola de mí.

—¡Espera! Espera… ¿No quieres pasártelo bien con Daphne esta noche?

—Quizá en otro momento —dije antes de deshacerme de mi cigarrillo.

Daphne, visiblemente enfadada, no dudó en propinarme un empujón e intentó culminarlo con una bofetada que logré esquivar por centímetros.

—¡Vuélvete con tu mamá! —me gritó.

En ese preciso instante, un taxi pasó por delante de donde nos encontrábamos y se detuvo un par de metros más allá. Daphne, intuyendo que dentro de aquel vehículo se hallaba el negocio, se pegó un ligero estirón a su falda negra, se aseguró de que los tres primeros botones de su blusa blanca holgada seguían desabrochados y se dirigió, tan rápido como los zapatos de tacón le permitían, hacia aquel taxi. Un hombre abrió la puerta y desde dentro otro le silbó cuando la vio aparecer. Al cabo de unos segundos, ambos hombres le hicieron sitio en la parte trasera de aquel taxi y Daphne subió. Y mientras ellos se alejaban, yo decidí continuar mi camino por la calle Cuarenta y Dos.

305 Elizabeth Street

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