Читать книгу 305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno - Страница 33

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Aquel salón era deprimente, una especie de asilo para muebles viejos y gastados que acudían allí a agonizar lentamente y esperar el último viaje al contenedor. Las paredes, de un color inexplicable, mezcla de ocres, tonalidades amarillentas y alguna que otra pincelada de blanco, se inclinaban hacia delante y mostraban decenas de impúdicos desconchones distribuidos por toda la superficie. El suelo estaba sucio. En la pared de la izquierda, sobre un sofá desvencijado descansaban dos tazas de desayuno que habían ido vertiendo sobre los cojines, gota a gota, los restos del café que habían contenido. Olía a cerrado y la única ventana, al lado de la puerta de la entrada, parecía tener la manilla rota. Me vino a la memoria el armario de invierno que tenía la abuela Susan en su casa, aquél en el que se solían guardar las mantas y las colchas y que no se volvía a abrir hasta nueve meses más tarde.

Enfrente del sofá y no muy lejos de la pared del fondo, en la que se encontraba el acceso a un pasillo que daba al resto de la casa, había una mesa coja y encima de ella, una peluca de rizos rubio platino, unas tijeras de cocina y un par de revistas con las páginas rasgadas; alrededor de la mesa, tres sillas algo cochambrosas. Me sorprendió no encontrar ningún cuadro colgando de las paredes, sólo algunas fotografías, la mayoría paisajes y lugares emblemáticos de la ciudad, todas ellas fijadas con clavos. En la pared de la derecha, cerca de la mesa, la puerta de otra habitación, y en el rincón de debajo de ventana, se acumulaba un pequeño montón de ropa de mujer.

—¡Pasa! ¡No te quedes en la puerta! —Me invitó Sasha a entrar. Ella murmuró algo y se agachó para recoger del suelo un par de zapatos negros de tacón, uno de ellos con el tacón roto, y me los enseñó—. ¿Ves esto? Eran una verdadera obra de arte. Y eran unos de mis favoritos, además; pero me los rompió una zorra mala cuando se los intentó probar…

Cerré la puerta y Sasha dejó los zapatos y su pequeño bolso encima de la mesa.

—Bueno, ¡bienvenido a la pensión Sasha para jóvenes ovejas descarriadas! Sí, sé lo que estás pensando: que no aparento ser tan joven como en realidad soy, pero juro que es este vestido que, a pesar de lo bonito y suave que es, me hace gorda y vieja y arrugada… —Se lo estiró de la cintura, casi arrancándose las plumas de terciopelo rojo que llevaba cosidas—. De todos modos, toda mi ropa está en el tinte, así que… ¡No tenía elección! ¡Vamos! ¡No te quedes ahí parado! ¡Siéntate! Te traeré un poco de agua.

Me senté en el sofá y aparté las tazas de café dejándolas en el suelo. De repente empezaron a sucederse ante mis ojos decenas de imágenes y recuerdos que aparecían y se esfumaban a gran velocidad: el Gordo amenazándome con su navaja, Clarisse riéndose mientras sostenía con el tenedor un trozo de tortita, mi ropa ardiendo en una papelera del Washington Square Park, el interior de aquel taxi, los tipos aquellos registrando mi mochila, el sonido de la sirena del coche patrulla acercándose, aquella mujer que me ofreció un cigarrillo nada más llegar, ¡más arriba, Stewart!, ¿a quién has matado, Robert?, conocí a Dean no mucho después de que mi esposa y yo nos separamos, patatas fritas y una hamburguesa con queso fundido y un refresco de cola, ¿no se puede repetir el pasado? ¡Por supuesto que puedes!, Vicky y sus galletas de frambuesa y de limón, la señora Strauss y sus bombones rellenos de licor, el repentino abrazo del señor White en la estación de autobuses de Albany, cuando yo tenía tu edad, los pechos de Claire que nunca llegarían a ser como los pechos de Vicky, Brian, dos maricas pero no solitarios, ¡Saltaron del techo! ¡hacia la soledad! ¡despidiéndose! ¡llevando flores! ¡Hacia el río! ¡por la calle!

—¡Cariño! ¡Estás temblando! —Sasha regresó de la cocina con una jarra de agua en una mano y un vaso lleno en la otra.

Me entregó el vaso de agua y traté de beber con calma mientras intentaba recuperarme de la confusión que sentía en ese momento; dejó la jarra encima de la mesa. La peluca de rizos rubio platino, las tijeras de cocina, las revistas con las páginas rasgadas, los zapatos de tacón rotos, el bolso de cuero rojo con piedras strass… y ahora la jarra de agua. No entendía cómo la mesa podía aguantar el peso: de un momento a otro, las patas roídas de aquel mueble acabarían por ceder.

—Voy a traerte algo de ropa, así podrás ducharte y quitarte toda esa suciedad que llevas encima, ¿de acuerdo? —Asentí mientras ella abría la puerta que había enfrente del sofá y entraba en aquella habitación.

Me llevé de nuevo el vaso de agua a los labios y bebí otro trago más. Sasha no tardó en volver al salón con una camiseta, unos pantalones vaqueros, unas zapatillas negras Vans, unos calcetines y unos calzoncillos estilo slip.

—Esto es de Guido. Creo que te servirá, aunque quizá te quede un poco grande…

—¿Seguro que me puedo poner la ropa de…?

—¿Guido?

—Guido —repetí—. ¿No se molestará?

—¡En absoluto! Estará encantando de poder ayudarte. Bueno, coge todo esto y ven que te enseñe dónde está la ducha. Mientras, iré a desplumarme, que estas pequeñajas ya han trabajado lo suficiente por hoy. —Dio un par de golpes de cadera y sonrió.

—Tu chaqueta… —que aún llevaba puesta.

—¡Oh, no te preocupes por ella! ¡Déjala en el montón de la ropa sucia!

Sasha me condujo entonces al cuarto de baño por el estrecho pasillo que comunicaba el salón con la cocina y con dos habitaciones más. Cerré la puerta, dejé la ropa que me acababa de dar —la ropa de Guido, a quien yo no conocía— apoyada en el borde del lavabo y me miré en el espejo: no tenía buen aspecto en absoluto. Me acaricié levemente con las manos el contorno de los ojos, luego la frente y luego el mentón. Alargué el brazo, abrí el grifo de la ducha y dejé que el agua cayera durante un par de minutos antes de quitarme los calzoncillos sucios y meterme dentro. Cerré los ojos. Dejé que el agua se llevara por el sumidero los restos de tierra y de arena de mi pelo, de mis hombros, de mi espalda, de mis piernas. Y los recuerdos. Sasha cantaba algo al otro lado de la pared. Por fin encontré, aquella noche, un segundo de paz.

305 Elizabeth Street

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