Читать книгу 305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno - Страница 34

XXII

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Salí de la ducha, agarré una de las toallas de algodón que descansaban encima de una pequeña cómoda de baño, al lado del lavabo, y me sequé el cuerpo. Me puse la ropa interior; los pantalones me iban bien, pero la camiseta me estaba un poco estrecha y tenía miedo de que se rasgara de un momento a otro. Las zapatillas eran un poco anchas, pero me valían. Dejé la toalla apoyada sobre el borde de la ducha y me miré de nuevo en el espejo: mucho mejor. Me arreglé el pelo con las manos y me agaché para recoger del suelo mis calzoncillos sucios; luego me los escondí en uno de los bolsillos del vaquero. Abrí la puerta y salí al salón.

Sasha todavía debía de estar desplumándose en su habitación; seguía cantando, eso sí, y la canción se escuchaba por toda la casa aunque de manera irreconocible. Me acerqué a la mesa —evité realizar otro recuento de todo lo que había encima—, cogí la jarra de agua y me llené de nuevo el vaso. Apenas me había dado tiempo a sentarme de nuevo en el sofá y a llevarme el vaso de agua a la boca cuando la puerta de la calle se abrió de repente.

—¡Vaya! ¡Parece que tenemos visita! —dijo una chica.

—Si has venido a robarnos, empieza llevándote a Sasha —se rio un chico.

Tragué rápidamente el agua que tenía en la boca y nos quedamos mirando en silencio durante un par de segundos antes de que la chica cerrara la puerta de la calle y gritara:

—¡Sasha! ¿Puedes salir un momento, por favor?

Tenía aspecto desgarbado. Sus desaliñados cabellos, negros y lacios, le caían por los hombros hasta llegar a media espalda; su rostro parecía cansado, con unas ojeras profundamente

marcadas y las mejillas algo hundidas. Vestía con una camiseta con las mangas mal cortadas y unos pantalones que lucían un roto a la altura de la rodilla izquierda. Una de sus zapatillas llevaba la suela medio despegada por la puntera y a la otra le faltaban los cordones. Me dirigió una mirada de desaprobación antes de volver a llamar a Sasha a gritos; su compañero, por el contrario, me dedicó una amplia sonrisa que me resultó ciertamente acogedora. Debajo de su ceñida camiseta, similar a la que yo llevaba puesta en aquel momento, se intuía un torso definido, al igual que sus brazos que eran fuertes y admirables. Se levantó ligeramente la camiseta mientras le decía algo a la chica y pude entonces observar un pequeño y sagitado sendero de vello negro que descendía discretamente desde su ombligo hasta la cintura de su pantalón y luego se perdía por donde la vista no alcanzaba a ver. Regresé a su rostro de mentón marcado y barba de dos días, y seguidamente me fijé en sus cabellos rubios, que los llevaba cortados a cepillo y ligeramente erectos, formando una pequeña cresta central. Y aquí el adjetivo erecto cobró significado propio en mi cuerpo ante la imagen de aquel joven, que debía de tener algunos años más que yo —ambos me parecían mayores—, y mi mayor desconcierto, por lo que no dudé en intentar disimular aquella reacción inclinándome hacia delante, dejando el vaso de agua en el suelo junto a las dos tazas de café y apoyando los brazos sobre las rodillas. No obstante, quizá lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, que eran de tonalidad ámbar oscuro, del color del caramelo, y aun así poseían un destello esmeralda y un magnetismo difícilmente explicable.

—¿Quién me busca? —Sasha apareció de pronto en el salón ataviada con un batín de cuerpo entero de color rosa y unas zapatillas blancas de andar por casa—. ¡Chicos! ¡Ya habéis vuelto!

—¿Qué hace esto en el sofá? —preguntó la chica con cierto desprecio.

—No es esto, Laura; es éste. Y se llama… —Sasha me dirigió una leve sonrisa; al parecer, se había olvidado mi nombre.

—Robert… —dije con un hilo de voz.

—¡Eso! ¡Robert! Estos son Guido y Laura. ¿Te acuerdas de los zapatos tan bonitos que te he enseñado antes, cariño? Pues aquí te presento a la zorra mala que me los rompió mientras se los probaba.

Pensé que se refería a Laura, pero en cambio la mirada de reproche atravesó el salón en dirección a Guido, que soltó una carcajada antes de acercarse al sofá y sentarse a mi lado.

—¡Encantado, chavalote! —dijo mientras me golpeaba amistosamente la espalda.

—Bueno, sí, vale. Pero, ¿quién coño es este tío y por qué está en nuestro salón? —preguntó de nuevo Laura—. No me digas que por fin te has animado a contratar a un jovencito que se encargue de saciar tus… necesidades.

—¡No digas tonterías! —le respondió.

—¡Eso, Laura, no digas tonterías! —coincidió Guido—. Sasha sabe que cuando ella quiera yo le hago un apaño…

—¡Guido, por favor! —exclamó Sasha; él se rio—. El caso es que Robert se ha encontrado con un grupo de desalmados cerca del Washington Square Park…

—¿Los Canijos? —preguntó Guido.

—Es probable —asintió Sasha—. Así que hasta que la ciudad decida sonreírle un poco a nuestro nuevo amigo, Robert se va a quedar a vivir aquí, con nosotros.

—¡Perfecto! ¡Un aliado! —Guido me pasó un brazo por la espalda y me empujó hacia él, en lo que pareció ser un efusivo abrazo.

—Yo no quiero molestar —dije—. Mañana encontraré algún lugar en el que…

—¡Sandeces! ¿Dónde vas a ir si no tienes ni un centavo en el bolsillo? Te quedas con nosotros y no hay más que hablar, ¿entendido? Por cierto, cariño —se dirigió a Guido—, te he cogido algo de ropa del armario para que se la pueda poner Robert. No te importa, ¿verdad?

—¡En absoluto! —dijo sonriéndome de nuevo.

—¡Genial! ¡Ya tenemos mascota! —exclamó Laura con sarcasmo. Luego cruzó indignada el salón, se marchó por el pasillo hacia su habitación y propinó un sonoro portazo a modo de buenas noches.

305 Elizabeth Street

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