Читать книгу 305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno - Страница 25

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Aquel miércoles por la noche el Sam’s Diner estaba completamente vacío. Entré y me dirigí de inmediato a una de las mesas cercanas a la ventana, descargué la mochila dejándola en el suelo y me senté a esperar a que me atendieran. La única camarera del lugar, una preciosa chica afroamericana de cabellos castaños y mejillas canela, pareció no percatarse de mi presencia. Alargó la mano hacia una pequeña balda sujeta a la pared sobre la que descansaban algunas botellas medio vacías, tomó el whisky y se dirigió hacia uno de los rincones del diner; allí, medio escondido, la esperaba un viejo de mirada perdida y ropa cansada, que sostenía un vaso de cristal en las manos. La camarera le rellenó el vaso, le dijo algo que no alcancé a escuchar, y luego regresó a la barra y depositó la botella en su lugar.

—¡Estamos cerrando! —me gritó al tiempo que sacó un paño andrajoso y empezó a limpiar con él la barra. Yo me quedé donde estaba y fingí no haberla escuchado, quizá así se acercaría a mí y podría convencerla de que me sirviera algo de cenar; pero me equivoqué—. ¿No me has oído? ¡He dicho que estamos cerrando! —repitió.

Parecía enfadada, o quería parecer enfadada, pero su mirada —que apenas se cruzó en un instante con la mía— era dulce y serena. Esperé un par de segundos y luego me puse de pie, cogí la mochila, la cargué de nuevo en mi espalda y me dirigí hacia la puerta pensando que quizá tendría más suerte en otra parte. No era tan tarde, supuse, aunque no podía saberlo, ya que no llevaba reloj. Nunca me había gustado la sensación de andar atado al tiempo. De pronto, cuando ya había abierto la puerta y me disponía a salir a la calle, ella me llamó.

—¡Eh! ¡Espera! —me dijo—. Siéntate y te prepararé algo, pero no se lo digas al tío Sam.

Yo le sonreí a modo de agradecimiento y regresé de inmediato a la mesa junto a la ventana, en la que había estado sentado antes. Mientras dejaba de nuevo la mochila en el suelo, entre mis pies, me pregunté quién demonios sería el tío Sam; pero lo cierto es que poco me importaba: en aquel momento mi mayor preocupación era poder comer cualquier cosa. La camarera, que vista de cerca no me pareció que contara con muchos más años de los que tenía yo por entonces, apareció al cabo de diez minutos con un plato repleto de patatas fritas doradas, una hamburguesa con queso fundido y un refresco de cola servido en un vaso alto. Lo dejó todo encima de la mesa, se sentó enfrente de mí y esbozó una tímida sonrisa, que yo interpreté como el permiso para poder empezar a cenar.

—Come más despacio, no querrás atragantarte —me aconsejó. Luego cogió un par de servilletas de papel y me las dejó al lado del plato. Yo me llevé una a la boca y me limpié los labios—. ¿Cómo te llamas?

—Robert. Robert Easly —respondí.

—Encantada, Robert Easly. Yo soy Clarisse Johnson.

Clarisse le echó un rápido vistazo a mi mochila de lona y cuero marrón.

—Diría que no eres de por aquí. ¿Me equivoco?

—Lanesborough —contesté.

—¿Cómo dices? —se extrañó ella.

—Lanesborough. Soy de Lanesborough.

—¿Y se puede saber dónde está Lanesborough?

—En Massachusetts.

—¡Vaya! ¡Un Bay Stater! ¿Y qué has venido a hacer a la Gran Manzana? ¿Te has escapado de casa, quizá?

—No, nada de eso. —Le pegué un trago al refresco antes de continuar hablando—. He venido porque quiero ser escritor.

—¿Escritor? ¡Vaya tontería! La gente ya no lee…

Nos quedamos en silencio durante un par de minutos, lo que tardé en acabarme el plato de patatas fritas. Clarisse me miraba con atención, sin apartar la vista de mí en ningún momento, y eso empezó a ponerme nervioso.

—¿Y tú? —pregunté limpiándome de nuevo los labios con la servilleta de papel—. ¿Eres de por aquí? ¿Eres neoyorquina?

—Dímelo tú. ¿Tengo pinta de neoyorquina?

—No lo sé —respondí.

—No, no… Soy de Filadelfia.

—De Filadelfia —repetí—. ¿Y llevas mucho aquí?

—Un año, más o menos.

—¿Y qué viniste a hacer a la Gran Manzana? ¿Te escapaste de casa quizá? —le pregunté burlonamente.

—No, nada de eso… Vine porque soy estudiante de la Columbia: Literatura. Me concedieron una beca el año pasado.

Clarisse soltó una sonora carcajada. Supongo que la expresión de sorpresa que me invadió en aquel momento al escuchar aquello, expresión que se reflejó visiblemente en mi cara —boquiabierto y realmente confundido—, le debió de parecer sumamente graciosa. Lo cierto es que yo no me esperaba encontrar a una estudiante de una de las más prestigiosas universidades de la Ivy League en mi primera noche en Nueva York, y que además fuera camarera, y que además me sirviera la cena —y que además resultara ser ciertamente una auténtica belleza—. Yo le sonreí, en un absurdo intento de mostrarme menos fascinado de lo que en realidad estaba, y ella me indicó con el índice que tenía restos de queso fundido en el mentón.

—¿A quién has matado, Robert? —me preguntó de repente. Su semblante se tornó serio de pronto.

—¿Cómo dices? —respondí de inmediato, sin saber a qué venía aquella pregunta.

—Estás huyendo, de eso no hay duda. Por eso has venido a Nueva York. Todos los fugitivos se refugian en Nueva York, ¿dónde van a encontrar un lugar mejor? Aquí pueden desaparecer sin dejar rastro, convertirse en el vecino anónimo que no levanta sospechas, que se pasea por el mercado de la Sesenta y Siete Este, que saca a su perro a pasear por Central Park los sábados por la tarde. Empiezan una nueva vida, pero nunca se puede empezar de cero, ¿no es cierto, Robert? No se puede, no, porque no se puede repetir el pasado — No se puede repetir el pasado. ¿Dónde había escuchado eso antes?—. ¡Venga! ¡Confía en mí! Dime la verdad… ¿A quién has matado, Robert?

—¿Crees que soy un asesino?

—Creo que eres un pobre chico con muy mala suerte. La suerte, ya sabes, tan esquiva y difícil de contentar: a veces de nuestra parte, mejor no tenerla de enemiga… Y tú no te has llevado muy bien con ella últimamente, ¿verdad? En el momento inoportuno, en el lugar en el que nunca debiste estar. Tú ya me entiendes.

—Si te soy sincero, no sé de qué diantres estás hablando.

—¿Estás seguro? —preguntó mirándome fijamente a los ojos—. Alemania.

—¿Alemania?

—¡Alemania! —exclamó con total convencimiento— ¡Eso eres! ¡Un espía alemán!

La situación parecía volverse cada vez más absurda hasta que logré recordar dónde había escuchado lo que Clarisse acababa de decir. No se puede repetir el pasado. Y no lo había escuchado en ninguna parte, sino que lo había leído. Entonces todas las piezas del puzzle empezaron a encajar. Clarisse me estaba intentando tomar el pelo, así que respiré profundamente, me relajé —por un momento había llegado a pensar que estaba loca de remate y que no saldría vivo de aquel diner— y decidí seguirle el juego.

—Eres un espía alemán —repitió ella—. Seguro que te han enviado a nuestro país con la misión de recabar información confidencial para los servicios secretos alemanes. ¡Pero te has equivocado de lugar, chico! Nueva York mueve el dinero, pero es en Washington D.C. donde se mueven los documentos y los maletines. Dime una cosa… ¿Cuánto años tienes?

—Veintidós —respondí.

—¿Tienes veintidós años y ya trabajas para los servicios secretos alemanes? ¡Vaya! Sabes que podría acabar contigo en este mismo instante. Lo sabes, ¿no? Una llamada y estarías muerto. ¿Cuánto tiempo crees que tardarían los federales en echar la puerta abajo y rodear el restaurante? Apuesto que menos de cinco minutos. Pero en ese tiempo tú ya te habrías escapado, ¿no es cierto? Eres un experto en salir corriendo… ¿Por qué no me cuentas la verdad, Robert Easly? Si es que verdaderamente te llamas así.

—¿La verdad? —Intenté que la pregunta sonara interesante.

—Sí, la verdad —respondió Clarisse.

—La verdad es que tiene razón, señorita Johnson. —Adopté un papel más formal—. Mi nombre, como bien indica, no es

Robert Easly, y evidentemente no he venido a Nueva York para ser escritor.

Ahora era Clarisse quien se mostraba ligeramente desconcertada, puesto que no se esperaba mi reacción en absoluto. Miré a ambos lados de la mesa, fingiendo asegurarme de que nadie nos podía oír —de todos modos, ¿quién nos iba a oír, si el lugar estaba completamente vacío?—, me levanté de la silla esforzándome por contenerme la risa y me acerqué a ella, inclinándome sobre su cuello. Luego le susurré:

—Le prometo, señorita Johnson, que nada me gustaría más en este mundo que contarle qué está sucediendo, pero no creo que pueda…

—¿Por qué no? —preguntó ella algo nerviosa.

—Lo sabe muy bien, querida. Wolfsheim me mataría si lo hiciera.

Esta vez fui yo quien dejó escapar una carcajada al ver la cara de Clarisse.

—¡Será posible! —Se indignó ella—. ¿Desde cuándo los niñatos de Lanesborough leen al gran Scott Fitzgerald?

—¿Desde cuándo las atractivas camareras son estudiantes de la Columbia? —le respondí yo.

Ella se ruborizó ligeramente al escuchar mi contra-pregunta que, debo admitir, no fue más que un descarado intento de coqueteo con aquella preciosa camarera de mejillas canela. Le pregunté dónde se encontraba el aseo de caballeros y ella me indicó una puerta negra de madera, a la derecha de la barra. Mientras yo me dirigía hacia allí, Clarisse —algo herida en su orgullo, pude percibir, aunque con una sonrisa— se dispuso a recoger los platos de la mesa.

305 Elizabeth Street

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