Читать книгу El sol que nunca vimos - Jaime Restrepo Cuartas - Страница 10

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6.

“Irene es una mujer altiva, más siendo una secuestrada que se encuentra a merced de sus captores. No la he visto sonreír ni siquiera cuando sus compañeros ríen a carcajadas mientras cuentan chistes flojos, de esos que son su principal repertorio y que ellos repiten y nosotros también repetimos, si queremos entretenernos de alguna manera, pase lo que pase; al fin y al cabo son muchas las noches en vela, sin nada que hacer, solo mirarlos a ellos y hacer nuestros oficios. Cuando uno está en la guerra está en la guerra, si está huyendo ahí anda su afán, y al llevar días y noches en la misma rutina se va adquiriendo un hastío que lo vuelve a uno irritable o, lo que es peor, lo convierte en una persona de mente malsana y le van dando deseos de hacer daños. Debe ser la monotonía que carcome por dentro. Creo que les pasa a muchos de mis compañeros, que de tanto estar por ahí desperdiciados, de holgazanes, se les abren las ganas de perjudicar a los demás, de enlodarlos o de aprovecharse de las ventajas. Eso pasa con la comida, el pertrecho, las vituallas y los enlatados o también si se trata de seducir a las mujeres. Y hay quienes lo toman a bien y hasta disfrutan de las fechorías. Algunos se vuelven como locos y estallan sin ton ni son, produciendo un alboroto de mil demonios que relaja la disciplina del grupo y pone en riesgo el futuro de la organización o la vida misma.

“Ella, Irene, no deja de ser paradójica, unas veces sociable y otras retraída; casi siempre se mantiene pensando o planeando, ensimismada, aislada de los demás; en el fondo es una persona de pocas amistades. De hecho se ha escapado en dos ocasiones, sin que nadie sospeche sus intenciones, ni siquiera sus mejores amigos, a quienes no les contó sus deseos. Nunca lo ha hecho sola, siempre ha sido en compañía de alguien. Quizás ese ha sido el error, pienso. La planificación realizada en cada oportunidad fue perfecta, teniendo en cuenta que no la descubrimos y al detectar la huida nos tomó por lo menos cuatro horas de ventaja la primera vez y casi ocho horas la segunda. Me la imagino, días y días preparando con minuciosidad las condiciones de su escapada. La idea de huir de esta situación no es patrimonio de los retenidos y los prisioneros de guerra, lo es también de muchos de nosotros. Yo mismo me he pasado en vela pensando en una fuga y la imagino de diferentes maneras: solo y acompañado de Sulay o con mis amigos, Morris y Elián, e incluso con los indios, los hermanos de la mujer que amo en silencio. Ella llena mis horas con solo aquella imagen del día en que la vi lavando ropa en el río. Si uno no se entretiene con las propias películas de su vida, ¿cómo diablos hace para aguantar las dificultades?

“Cuando Irene huyó con Carlota, la compañera de secuestro, engañaron a los guardias tomando las botas de otros, colocándolas al frente de su cambuche para hacerles creer que todavía dormían. Además, con mucho ingenio, me parece, ya que una de las botas era conocida por todos en el campamento. Los camaradas se burlaban de los ositos azules que tenía grabados ese huevón de Ciro Eladio y claro, la sospecha era que el tipo, al fin, había logrado metérsele a la tolda. También ayudó la espesura de esa noche, la oscuridad reinante. Tampoco dejaron huellas, supieron tomar un caño por trechos largos y así resultaba difícil saber el sitio exacto por el cual volverían a tomar la selva. Si la pescamos, en ambas ocasiones, no fue por nuestra inteligencia militar, de la que nos preciamos a cada instante, especialmente en las estrategias de infiltración; ni por las órdenes del Secretariado, siempre perentorias en casos como este; ni como consecuencia de la persecución organizada por Jerónimo, quien se ufana de sus habilidades en el rastreo que llama “por barrido”; ni en razón de la mala planificación de parte de ellas, sino que les faltó suerte o al fugarse no se hicieron buena compañía. Muchas veces depende de eso, si el otro es débil o se enferma o si no existe la suficiente empatía, sobreviene el chasco. Quizá si hubiera huido sola habría tenido mejor suerte; como le pasó a Franklin, el subintendente, ese flacucho que nos dio más lidia que un chucho.

“Sus reiterados intentos de fuga muestran su rebeldía. Muchos de los retenidos e incluso los soldados que son prisioneros de guerra jamás han intentado escapar; seguro lo piensan o lo sueñan y no se atreven. Eso de estar dispuesto a huir va con la personalidad, supongo. Algunos, muy pocos, cavilan en ello todo el tiempo y otros, la mayoría, permanecen ahí congelados, como resignados, esperando a que algo suceda o alguien venga y los salve. Al fin esas decisiones pueden ser determinantes, de vida o muerte; si los pescan los pueden fusilar y punto. A ellas, al volverlas a hacer prisioneras, simplemente las confinaron en una tolda en el centro del campamento, amarradas con cadenas. Les quitaron la comida y las humillaron delante de todos. Hubo amenazas de fusilamiento y hasta hicieron un papelón de juicio, dizque para demostrarles a los demás que eran culpables de traición a la patria. No les quitaban las cadenas ni para ir al baño y si estaban obligadas a ir las acompañaba un guerrillero para hacerles sentir vergüenza. Nosotros sabíamos que no las iban a matar, por lo que representaban para la organización, simplemente les infundían miedo, aunque a Irene no había manera de amedrentarla. A muchos de los otros sí, sobre todo a los policías o soldados de más bajo rango. Ellos sabían que la gran prensa no se ocupaba de ellos como lo hacían con ellas.

“De la altivez de Irene puede atestiguar cualquiera que la haya conocido. Incluso sus compañeros. ‘Esa mujer es muy arrecha’, decían unos y otros ni siquiera se arriesgaban a cuidarla; le sacaban el quite, como se dice. Casi no existe nadie que no haya tenido alguna discusión con Irene. Unos por tratar de sobrepasarse con ella y otros porque a ella le daba la gana confrontarlos. Parece una papeleta a punto de estallar; lo que se debe a ese resentimiento que mantiene. Explicable, claro, a fin de cuentas este asunto de estar retenidos en contra de su voluntad es algo difícil de justificar y ‘resulta incomprensible en una democracia’, como le dicen a uno los políticos secuestrados. Si ella fuera sensata nos haría las cosas más fáciles, muchas de las complicaciones sufridas son consecuencia de sus rabietas y su falta de colaboración. Creo que es la secuestrada con más tiempo de permanecer amarrada con cadenas, la que más cepo ha sufrido, más amenazas de muerte se ha tenido que tragar y menos privilegios ha obtenido. De hecho ha habido que cambiarle de compañeros y guardianes cada determinado tiempo. Yo también tengo mi experiencia con ella y mi posición a ese respecto es ambivalente; para ser franco, muchas cosas he aprendido de las conversaciones que hemos sostenido, especialmente cuando estamos huyendo.

“Es una mujer culta, por lo menos así me parece. Oye radio cada vez que puede, incluso mantiene uno escondido, que es muy pequeñito y que no le presta a nadie; lee todo libro o periódico que se le atraviesa, incluso guarda con celo una Biblia protestante y toma nota en cuadernos sobre muchas de las cosas que le llaman la atención. Suele ser metódica: se levanta temprano, hace algunos ejercicios antes del desayuno, come poco y muchas veces desecha la comida, renegando como una loca, y convierte su rechazo a alimentarse en una manera de protestar. Hasta huelgas de hambre ha hecho; es recatada, cuando no está castigada escoge bien los lugares en donde debe cambiarse de ropa y es cuidadosa cuando va a hacer sus necesidades. Acá a muchos guerrilleros les gusta entretenerse con las mujeres cuando van al chonto o cuando se están bañando en los pozos de las quebradas. Y eso no es solamente con las retenidas, es también con las compañeras de la guerrilla o con las indígenas de los caseríos. Mi relación con ella se consolida cuando decido enojarme con un compañero que la estaba atisbando con unos binóculos, montado en un árbol, disfrutando como un enano.

—¿Qué hace ahí, hombre, no le da pena, tan grandulón que es? –le dije como regañándolo.

—A usted qué le importa, no se meta –me respondió con altanería.

—Sí me importa, yo estoy a cargo de la seguridad de ella.

—¿Y qué?, yo acaso le estoy apuntando con un fusil.

—La está hostigando, que es parecido. Yo debo velar por su tranquilidad.

—Oigan a este imbécil –me respondió y permaneció en el árbol burlándose e insultándome.

“Ella se quedó petrificada durante un rato, el que a mí me pareció eterno, luego se organizó como pudo, tratando de cubrir su desnudez con las manos, subió sus calzones y luego su pantalón, y aún sin levantar el cierre, temblando de la ira, se vino directo al árbol en donde estaba Ciro Eladio, agarró troncos y palos y una que otra piedra que encontró en el camino y comenzó a lanzarlos, con ira, sin puntería, vociferando, mientras el hombre se reía y se escondía detrás de una rama, sonriendo sin consideración y alardeando de su situación de privilegio. Irene lo llamó cobarde, indeseable, vulgar, hijo de las mil putas y otras cosas de las que no me acuerdo, hasta que Jerónimo, que desde lejos seguía los acontecimientos con una sonrisa en la cara, envió a Alma Nubia a mediar y ella salió presurosa y con su concebida grosería me ordenó llevármela y le dijo a Ciro Eladio que bajara del árbol y fuera adonde Jerónimo. Yo a Alma Nubia la detesto y muchas veces me le hago el bobo para no hacerle caso, pero Ciro Eladio debe obedecerle si no quiere tener problemas con su jefe.

“Sin embargo, sin más reparos nos fuimos del lugar; yo la tomé del brazo, le ayudé a dar el paso entre el barrizal. La mujer estaba dando tumbos de la ira y por eso la llevé hasta donde se encontraban sus compañeros de cautiverio, quienes la recibieron con efusividad, la hicieron sentar, le dieron agua y comenzaron a conversar con ella. Es curioso, esa solidaridad de ellos también existe a veces con nosotros. Yo por ejemplo esa tarde sentía como si fuera uno de ellos, estaba más de su lado que del de mis compañeros que se burlaban desde lejos. ‘Esa vieja está buena’, les oí decir. Yo me quedé con ellos hasta verla relajada. A mí en realidad nunca me habían importado estas cosas; sin embargo, eran tan rutinarias que me hastiaban; de pronto era como si ya no quisiera seguir escuchando sandeces ni viendo atropellos.

—Gracias, Jónatan –me dijo ella cuando vio que me alejaba y yo únicamente me di media vuelta para sonreírle.

“Con el correr de los días se puso muy débil y después del incidente no quiso volver a comer. Uno le llevaba la ración y cuando volvía a recoger las basuras o a dar vuelta para ver cómo andaban las cosas veía que ella todavía tenía la comida intacta; estaba como absorta, mirando al vacío, sin probar bocado. Decía que no tenía apetito y parecía verdad, como dice Calixto, cuando uno deja de comer durante mucho tiempo no siente hambre, cosa que a mí todavía no me ha pasado y ojalá no me pase. Uno acá requiere buena comida para soportar semejantes trotes. Imagínense ustedes, hay días que salimos desde el amanecer y entrada la noche todavía no sabemos adónde vamos a pernoctar y a veces la pasamos solo con el desayuno. Llega uno con tanta hambre que es capaz de comerse cualquier cosa, insectos o gusanos o cogollo de palma, y lo curioso es que todo le sabe bueno. Qué raro, a mí el hambre me da rabia. Por eso, creyendo que podría ser lo mismo, hablé con Calixto, el enfermero del campamento, para que fuera a verla y le mandara alguna medicina.

—Esa mujer se va a morir –le dije.

—A esa fiera no le arrima nadie –me respondió–, no ve como se pone de brava por cualquier pendejada.

—Qué va, hombre, a cualquiera le da rabia que lo estén gateando. A esa mujer se le asoman los huesos; uno ni sabe el gusto de Ciro Eladio, si lo que da es lástima.

—Ese bárbaro se come hasta la suela de un zapato –agregaba Calixto.

“A Calixto lo llaman doctor, imagínense, el doctor Calixto Urrea, y aunque no es médico sí es enfermero y el principal ayudante de La Sombra. Entre los dos se reparten las funciones. Calixto estudió en el SENA y yo creo que ni siquiera terminó. Él cuenta que estuvo allá como tres meses y uno ahí mismo piensa que con ese tiempo qué va a saber de medicina, si los médicos se queman las pestañas como diez años y aun así se les mueren los enfermos. No habiendo más, él es el doctor de la tropa, por lo menos para las cosas rutinarias. El otro, La Sombra, guarda las herramientas de cirujano, como cuchillos, pinzas, agujas, aparatos para hacer abortos e incluso medicamentos, en una bolsa impermeable, y muchas veces saca a orear las drogas y las gasas al sol porque en las correrías los paquetes se le llenan de agua. Lo que sí es ese tipo es arriesgado, no se le da nada afilar un cuchillo y abrirle a una mujer la barriga, emborrachándola primero, y cuando está dormida de la rasca, la amarra a unas estacas y la abre sin más anestesia que el alcohol y sin consideración alguna. Así les hace las cesáreas, cuando el niño se atranca. Y en este momento dice que tiene una candidata en camino. Yo lo he visto hacer varias y francamente no sé cómo salen vivas esas peladas. Tal parece que matar a una persona no es fácil. El organismo es como muy responsable, uno ve a las personas ahí desangradas, pálidas, sin moverse y luego las ve comiendo, como si no hubiera sido nada. O serán milagros de Dios, vaya uno a saber.

“Al fin Calixto aceptó ir a buscar a Irene con su bolsa de medicinas, entre ellas unos calmantes y unas pastillas para dormir, pero Irene no lo quiso recibir y le dijo que se fuera, que si quería ayudarla le diera un cuchillo de esos que él tenía para ir a cortarle las pelotas al marica ese. Y desde lejos le volvía a gritar que viniera para darle en la jeta y tumbarle los dientes. ‘Mal nacido y desgraciado’ eran los insultos más apetecidos y los gritaba con fuerza, inflando las venas del cuello. Y en el campamento los guerrilleros se reían y se burlaban de Ciro Eladio y además lo azuzaban para que fuera adonde ella y se hiciera respetar. ‘¿No dizque los gritos son los que te excitan?’, le gritaban.

—Yo fui solamente a mirarla y ver que no se fuera a ir al hueco –decía Ciro Eladio a manera de burla o de explicación, mientras se sentaba al lado de Garrapacho y se reía con él, contándole los detalles del incidente. Ambos sonreían.

—Andá, no seas cobarde; siempre es que le tenés miedo –le gritaban de lado y lado a lo largo del campamento.

—¿Miedo yo?, ¿quién dijo miedo?

“Irene cuando está calmada es buena gente y hasta le da consejos a uno. A mí por ejemplo me corrige cuando digo alguna barbaridad, a fin de cuentas uno es mal hablado, y me pide que le lleve libros para entretenerse o que le consiga un cuaderno y un bolígrafo porque quiere escribirles cartas a sus familiares. Habla de derechos humanos y de una cosa que ella llama ‘el derecho internacional humanitario’, cuestión que también le he escuchado hablar a Jerónimo, diciendo al contrario, que el Secretariado hará respetar también ese derecho, que cada rato se lo están violando a los guerrilleros en las cárceles del régimen. Ella, por su parte, nos cuenta historias de Auschwitz, un campamento de prisioneros de guerra de la época de Hitler, en donde murieron más de setenta mil personas, y compara el trato que les damos a ellos en nuestros refugios con el que en esa época les dieron a esas personas; eso cuenta Irene y le llena a uno el cerebro de historias y anécdotas espantosas. Tanto, que a mí me da la impresión de que ella, para encontrar similitudes, quiere parecerse a uno de esos prisioneros que describe en los campos de concentración, en quienes las carnes han desaparecido y la piel simplemente les forra los huesos. Mientras habla los ojos se le llenan de lágrimas, como si hubiera tenido un familiar por esos lados. No sé, de pronto sí los tiene, las cartas que escribe son en otro idioma y ella dice que no solamente es colombiana sino que tiene otra nacionalidad. ‘Es una mujer de mundo’, le comentan a uno los prisioneros que conviven con ella.

—Si me demoro, de pronto hubieras tenido que ir a sacarla de entre la mierda –refiere Ciro Eladio y los camaradas se ríen.

—Pues tal vez la hubieras sacado con un palo.

—O con las pinzas de Calixto.

—Y después ir a bañarla en el río –las burlas no cesaban.

“Yo la aprecio y claro que me guardo ese sentimiento. No pronuncio ninguna frase de dientes para afuera, donde me equivoque me fusilan por protegerla o por intimar con ella. A veces, incluso, tengo que hablar de Irene en forma despectiva y tratarla como si fuera un estorbo; a fin de cuentas sí es un estorbo, sobre todo para los que tenemos que cargarla en una hamaca cuando está enferma o cuando le da por no comer. No es sencillo. Huir del asedio del enemigo por entre trochas y lodazales cargando a una persona a la que le importa un pito morir, bien sea porque al fin le llegue un balazo, tengamos que fusilarla para poder huir o le dé una diarrea que le saque el agua del cuerpo hasta que se le extinga la vida.

“Y también le dan a uno ganas de que se muera, sobre todo cuando se queda ahí riéndose como una loca al vernos agotados por el cansancio. ‘Ustedes se lo buscaron’, dice y uno le responde con furia y la regaña, pero se tiene que aguantar porque la señora es un trofeo de guerra. Bendito trofeo, una garra con ojos. Morris es más bravo que yo y hasta la amenaza con el fusil, aunque yo lo calmo mostrándole que va a terminar fusilado es él y muchas veces he tenido que mencionarle a su mamá. ‘Diga si es que no quiere volver a ver a la mamá’, lo increpo y eso lo tranquiliza, para él la mamá es lo máximo y siempre sueña con que este sacrificio es para conseguir con qué comprarle una casita en Bogotá. Vaya uno a saber por qué prefiere Bogotá. ‘Es la capital’, responde, como si para uno eso fuera lo más importante.

—Algo se trae entre manos y a mí me gustaría saber de qué se trata –le digo a Morris al oído, en secreto.

—¿Será que se va a volar otra vez? –me responde ingenuamente.

—¿Cómo se te ocurre?, ¿con qué alientos? –le digo sonriendo–, si esa mujer está en los huesos.

—Precisamente –me responde–, se irá como un fantasma. Lo que le queda es apenas el alma.

—Si es que tiene alma –se entromete Elián y yo les pido que se callen, no sea que ella crea que nos estamos burlando.

“Entonces nos da lástima y pronunciamos alguna que otra palabra de conmiseración y también nos reímos y parecemos locos, hasta que la gente empieza a preguntar ¿cuál es el chiste?. ‘Qué chiste ni que nada’. En esas circunstancias nos quedamos callados, lo nuestro nunca lo decimos. Sobre todo a los que más desconfianza nos tienen, como La Sombra, que cada vez está más pendiente de lo que hacemos. Ese le hace honor al nombre, es cauto y sigiloso, cuando uno menos piensa está ahí detrás, acechándolo. La verdad es que muchas veces no hay ningún chiste, es puro desvarío. Locura de instantes. Es solo que entre nosotros tenemos una manera de pasar el rato y nos divertimos de lo más fácil, casi sin razón o con razones insignificantes sobre cosas que nos pasan, como matar un zancudo que se nos asienta en la cara. Morris, Elián y yo nos entendemos siempre y también nos hemos hecho amigos de los indios Koya y Necul, sobre todo después de la vez que le salvé la vida a uno de los dos, creo que a Necul. Por mi relación con ellos he logrado saber muchas más cosas de Sulay”.

El sol que nunca vimos

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