Читать книгу El sol que nunca vimos - Jaime Restrepo Cuartas - Страница 5

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1.

Sulay lava la ropa en el río y piensa en dejarse llevar por la corriente. Sería como esa hoja de bijao que baja, oronda, balanceándose encima de las aguas. La ve deslizarse, rotar sobre sí misma como mostrando su haz y su envés, subir y bajar con el oleaje, pasar por su lado y luego perderse en los remolinos de las orillas. Le da tristeza verla sucumbir en esos agujeros que se lo van tragando todo; es como si fuera una nefasta premonición. De hecho, la hoja no vuelve a aparecer, se ha perdido en la profundidad de las aguas. Mira varias veces, cada vez más abajo y no la reconoce entre las ramas y los troncos que bajan con la creciente. Les tiene miedo a las aguas, aunque el nombre de su madre, Uma, en el lenguaje indio, es precisamente el símbolo de las aguas mansas. Sin embargo eso a su madre para nada le sirve; también le huye a la corriente. Prefiere quedarse en casa y no ir al pueblo a comprar sal o aceite, esas cosas que siempre venden los colonos desde que son dueños de los negocios del caserío.

Sulay tiene la esperanza de que las corrientes la lleven hacia ese lugar en donde existe la felicidad. Si sus hermanos, Koya y Necul, desean huir del lugar, de esta vida, ¿por qué no ella? Ellos le dijeron, en secreto, que pensaban irse de la casa esa noche con las guerrillas de Jerónimo; no querían más hambre, ni humillaciones; con las armas iban a tener el poder y el poder les daría la fortuna y la fortuna les traería la felicidad. ¿Quién no busca la felicidad? Una palabra que han oído mencionar desde siempre, cuyo significado desconocen o para ellos no significa lo mismo.

—¡Sulay! –grita su madre desde el bohío. Ella se hace la desentendida o no escucha; quizás el ruido impetuoso de las aguas explica su momentánea sordera. Mas a veces piensa que es mejor no escuchar.

La joven mujer no se irá con ellos aunque un guerrillero se lo propuso. Él la abordó cuando los compañeros atravesaban la vega por el sendero y se metían a la choza que apenas se insinuaba en medio de la arboleda. El techo de palma se veía desde el otro lado del río y al acercarse apareció la playa y los guerrilleros vieron a la joven lavando ropa en la orilla. En el bohío, los hombres esperarán al padre de la muchacha, Tayel, que se fue desde el amanecer aguas arriba, en su canoa, a pescar en los afluentes. En ellos suben los peces a desovar y él aprovecha para agarrarlos cuando están de regreso. Los muchachos le pedirán una contribución para la revolución; todos deben poner su cuota. Y el indio está advertido por Jerónimo, el mandamás de aquella Columna.

Uno de los hombres, Jónatan, se quedó cuidando la lancha y mira a Sulay todo el tiempo, alternativamente a ella y a los compañeros que se alejan. Antes de acercarse a la mujer, espera que ellos se pierdan de su vista. No quiere que se den cuenta de sus intenciones. Demora en llegar cerca de la muchacha y cuando lo hace, no sabe cómo dirigirle la palabra. Está cerca y tendrá el tiempo suficiente para hablarle. Esta sería la primera vez que sale de conquista. Es hora de pensar en tener su propia mujer y ella le gusta. No la va a encontrar entre sus compañeras de la guerrilla, de ellas dispone es Jerónimo y él tiene primero en cuenta a los que le son afectos. De nada le han valido las protestas por los celos y los deseos de tener mujer y de paso lo que se ha ganado es la enemistad de Jerónimo, lo que no parece conveniente en épocas en las que las contradicciones se agudizan y en la tropa se cocinan sentimientos peligrosos.

—Buenos días –le dice con algo de inseguridad en la voz y al caminar chapotea con sus botas en el pantano de las orillas mientras asegura la lancha. Para hacerlo, el recién llegado entierra la proa en el lodo de la orilla, hasta que, encallada, se sostiene sola. Sin embargo la ve temblar por el golpeteo de las aguas.

La india no pronuncia palabra, simplemente baja los ojos y sus manos se aferran al pantalón que aprisiona entre los dedos. Parece concentrada en la tarea de lavar la ropa arrumada en la ribera, muy cerca de su cuerpo, la que suena con estrépito al ser golpeada contra la piedra. Una mezcla de mugre y espuma brota por los bordes y se disuelve en el río. La golpea una y otra vez, le echa ceniza, la estriega y la zambulle en las aguas. El tiempo se queda dormido mientras los hilos de las prendas se deshacen con los golpes. Empieza a preocuparse porque la tela ha sufrido demasiado. “Todo se acaba”, piensa rememorando historias. Mira como sin querer al hombre que se le acerca; quiere y no quiere su cercanía; lo ve fuerte y le gusta su sonrisa. Sulay tiene un sudor frío que le recorre el dorso de los brazos, el cuello, la espalda, y hay unas cosquillas imprecisas en medio del estómago. Cuando ella levanta los ojos se encuentra con los de él; ve sus destellos y se queda mirándolos.

—Usted es muy bonita –le dice Jónatan y se refriega las manos húmedas en el pantalón camuflado, salpicado con las gotas de los oleajes, los que siguen pegando contra las orillas y suenan en el casco de la lancha. Ella apenas si lo mira de reojo.

Sulay alborota el aire con su juventud, con su piel cobriza, con su lozanía. Parece una pintura dibujada contra el bosque, las piernas metidas en el río, el cuerpo inclinado, el pelo azabache largo y sedoso casi besando las aguas, los ojos ávidos, claros como el verde de los pastos; los oídos abiertos a cualquier murmullo. Él la mira en el recuadro del paisaje y la graba en su memoria. Y harta falta le hará recordarla en el insomnio de las noches frías y en el silencio de las horas de vigilia. Desde la primera vez que la vio comenzó a fraguar la forma de acercarse a ella y soñó muchas veces con la conquista y con llevársela a la selva para buscar compañía. “Será mi mujer”, piensa y eso le da valor a la hora de pronunciar alguna palabra, de esas que parecen fáciles en la soledad de su hamaca y se vuelven un taco en la garganta en el momento de pronunciarlas.

—Venga conmigo, estamos luchando por los pobres y podemos hacerlo mejor juntos. –Es la misma frase trillada usada por sus compañeros con los hermanos de la muchacha y que ellos sí saben decir con firmeza; para ellos las cosas no son del corazón sino del poder, y no ha aprendido otras mejores.

Sulay no sabe por qué le dice que podrá hacerlo mejor con ella, si ni siquiera sabe de armas, ni tiene la fuerza ni el arrojo de sus hermanos. Si apenas ha salido al caserío, aferradas las manos al borde de la panga; si acaso conoce a otros hombres es porque los ha visto de lejos y su madre le habla de ellos cuando le trata con hierbas y pócimas los dolores del mes. “Ellos luchan por nosotros; podemos ayudarles”, han dicho varias veces sus hermanos cuando están comiendo fariña y casabe, en familia, todos metiendo la mano en la olla. Pero el padre, el viejo Tayel, al escuchar el asunto, se enoja con los hijos y los reprende y les va tomando encono a los hombres del monte que incitan a sus muchachos a la guerra. “No es nuestra lucha, es la de ellos, nadie hace nada por uno. Cada cual tiene que ganarse el sustento”, repite enfrascado en un vano intento de racionalidad. Guarda para lo último la orden impartida con severidad. Y Uma, al presentir la ausencia, llora en silencio; siempre llora y no dice nada, se acostumbró a quejarse para adentro.

—Quiero que lo piense, no me tiene que contestar ya, luego vuelvo por usted. –Ahora Sulay sí lo mira como escudriñando en sus ojos y casi sin querer se le escapa una sonrisa.

Basta esa sonrisa, piensa la india, basta su mirada, piensa Jónatan. Por eso, después de encontrarse en los ojos se alimentan de cercanía y se contentan con tocar las mismas aguas con los dedos ansiosos y contemplan cómo se escurren otra vez hacia el río, gota a gota, y aceptan el mismo aire que los envuelve con cada respiración y el olor a sudor de sus cuerpos y el viento que baja del bosque y los atrapa con su aire fresco. Ella apenas si recuerda que está lavando ropa y el tiempo ha dejado de correr; él quisiera decirle muchas cosas, mas las palabras le fracasan en el intento. No basta haberlo meditado cientos de veces, no es suficiente repetirlo en la memoria; la realidad es que las oportunidades, pocas, se esfuman en el silencio que ellos mismos escogen sin querer.

Tayel no llegó temprano. Quizá se entretuvo con una buena pesca. “Eso sucede a veces –dice Uma–, cuando es pródiga se le olvidan las horas y llega de noche, o quizás se encontró con un jabalí y está intentando cazarlo –a veces pasa–”. Por eso, a falta del padre, los guerrilleros conversan con los hijos hombres, Koya y Necul. Se trata de concretar cuándo se unirán al grupo y ellos se comprometen. Habrían preferido, los hijos, que el viejo supiera de una vez las condiciones del asunto; no querían hacerle daño, ni que fuera a buscarlos o que pusiera denuncios o hiciera alharaca. La cuota es uno de los hijos o la hija, eso les dijo Jerónimo, pero los dos quieren irse y son muchachos decididos. Los guerrilleros, cansados de esperar y temerosos de que los coja la noche, regresan a la orilla del río, sonrientes, con la convicción de llevar buenas nuevas. “Misión cumplida”, dicen a lo largo del camino.

—Vamos –hablan duro–, no podemos esperar al viejo. Ya tenemos lo que queremos. La mujer de él que le dé la razón o los muchachos, están crecidos.

Regresan por el mismo sendero y alcanzan a ver a Jónatan cerca de la india. Murmuran; nadie dejaría pasar la oportunidad de hacer comentarios en voz baja y luego prodigar chanzas y después lograr que el campamento se entere del asunto que presuponen una verdad de a puño. Llegan en el momento en que él trata de decirle algo más. “Está muy polla”, dice uno; “mejor”, contesta otro. “Una mujer así no sabe a nada y más las indias, son demasiado quisquillosas”, dice el que manda la patrulla. La lancha se ha enterrado en el barro y deben empujarla con fuerza. Es una voladora, con un motor de cuarenta caballos y cupo para diez personas. La demora ha hecho que el casco de la embarcación se aprisione entre el barro. En ella solo van ocho y todos deberían empujar para salir del atasco. Se esfuerzan, aunque basta que dos o tres empujen; es liviana, de fibra traída de lejos, quizá de las bocas del Orinoco.

—Adiós –le dice Jónatan a la muchacha y ella vuelve a sonreír. Los otros se burlan. Los hacen sonrojar, tanto a él como a ella. Él no dice nada, solo niega con gestos. Está pensativo y así lo sienten los demás.

Se alejan con rapidez; la lancha deja una estela que se va disolviendo en olas a la vista de Sulay. Los círculos se replican y le llegan al cuerpo, le suben por las rodillas, le sacuden la piel, le salpican el faldón y poco a poco se van aquietando bajo su mirada. Claro, ellos se despiden, alzan los brazos, sonríen, dicen adiós; y ella no tiene ojos sino para él y ya no la está mirando. Tiene miedo de que lo descubran y se lo digan a Jerónimo. Es capaz de mandar por ella y tomarla a la fuerza, como tantas otras veces. La atención de Jónatan se concentra en el motor, en los raudos, en la hélice, en evitar los golpes de los troncos, en contrarrestar la corriente. A lo lejos la lancha se va achicando hasta volverse apenas un punto en el horizonte y pronto cualquier vestigio desaparece en las curvas del río. Aún permanece el ruido del motor que se va apagando y se convierte para ella en un recuerdo.

—¡Sulay! –vuelve a gritar su madre. Ella está de regreso y su voz suena cerca.

—Ya voy –responde en voz baja, sin interés por contestar.

La madre está llorando. Los sollozos no la dejan hablar. Koya y Necul están en las hamacas. Se bambolean lentamente. No le hablan, no le dan más explicaciones. “La vieja no entiende”, comentan entre ellos. No se irán sin decirle al padre lo que piensan hacer, al fin es el padre y le guardan respeto. Sulay llega del río con la ropa húmeda y sin decir palabra la extiende al viento en el patio de atrás, cerca del bohío, allí donde una manguera baja el agua más limpia. Observa la ropa deshilachada y trata de ocultar el lado más malo, ha exagerado los golpes. No habla y se le acerca a la madre y la acaricia. Ella la mira con los ojos encharcados y Sulay, al presentir el suceso, quisiera ser su cómplice, mas también tiene ganas de irse. Mejor no decir nada, huir sin hablar; dejar que simplemente un día no la vuelva a ver. Se acabó, es todo. En el fondo lo sabe, no será capaz de dejarla sola, por lo menos por ahora.

Sulay sale de nuevo al río, quiere saber si regresarán. Quizás se les olvidó algo o decidan volver para esperar al padre o quieran llevarse a los hermanos de una vez por todas. Claro, no lo harán y ella quisiera que volvieran. “Mejor un solo dolor”, piensa. “Se irá con sus hermanos”, divaga. ¿Y si no la reciben?, ¿si la hacen volver sola? Mejor esperar, él dijo que volvería, ¿quién?; no sabe su nombre pero lo reconocerá cuando lo vea. “Es bonito”, piensa, le gusta. Lo imagina de nuevo ahí, con su pantalón camuflado, con su gorra de soldado y su voz temblorosa. Sulay se vuelve a meter al río, toca las aguas, le parece verlo con sus botas en el pantano, el fusil al hombro, la correa llena de balas. “Venga conmigo”, parece volverlo a escuchar, ve de nuevo su sonrisa. Piensa en sus ojos. “Sí, sí, me iré”, le grita. El eco de las palabras se devuelve con la corriente.

El sol que nunca vimos

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