Читать книгу El sol que nunca vimos - Jaime Restrepo Cuartas - Страница 9
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Si la vida fuera la normal, la aprendida de abuelos y bisabuelos, valga; sin embargo, cómo explicar lo que de un tiempo para acá estaba ocurriendo en la región: gente extraña que gasta a dos manos y deja ver el revólver acomodado en la pretina del pantalón; hombres en lanchas rápidas, armados hasta los dientes; personas muertas a bala, desperdigadas por ahí entre los matorrales, lo que nunca se había visto; helicópteros, novedosos para la época, que todos veían alelados porque los aparatos vuelan bajo por la ribera del río, serpenteando sobre los caseríos; cultivos de coca, reemplazando los sembradíos de plátano y de yuca brava, que muchos buscan ahora cultivar porque con ellos se obtiene bastante dinero, con matas que no producen frutos para comer sino hojas, las que se venden a precios sorprendentes. Cómo saber en ese entonces el significado de lo que acontecía si no existía un conocimiento de la vida pasada, olvidada en los afanes, sin que nadie la escudriñara y sin que se mostrara mayor interés por recordarla.
Sí, señor, la historia para ellos era tan simple como nacer en un lugar olvidado, sin contacto con la civilización, crecer en medio de las dificultades, pasar hambres, trabajar por el sustento y morir sin lograr mayores satisfacciones personales, salvo el amor de una india, la sazón de un buen plato de mojarra con yuca, bañarse en las aguas del río o dormir del cansancio en una hamaca, despatarrado y con la fresca del atardecer. Beber chicha o guarapo era otro deseo anhelado, a veces, aunque en cuestiones de gastos ociosos ni para qué pensar, ¿con qué dinero? Los haberes de Alcibíades eran un pedazo de tierra para cultivar, sin escrituras ni títulos ni la forma de demostrar pertenencia; un rancho de paja construido con las propias manos, con madera de los bosques cercanos y un techo de hoja de palma; un conuco bien sembrado de plátano y de yucas para sacar la comida del día, siquiera unas dos o tres hectáreas, así fuera enterradas en la selva, y disfrutar en los linderos de un caño; una curiara labrada y pulida por él, hecha para ir al caserío a llevar la remesa o traer la sal y el aceite; unas cuantas ollas y platos de latón y algunos enseres de labranza, conseguidos poco a poco en épocas de bonanza: un hacha, un machete, un azadón, una pala quizás.
¿Era normal y corriente la guerra que alrededor se vivía? ¿De qué lado estaba la verdad? Jónatan solo veía y escuchaba algunas cosas, las que iban quedando guardadas en su memoria. Mientras conducía su panga aguas arriba o aguas abajo pasaban chalupas con hombres armados, ostentosos, con una especie de fulgor en la mirada; armas deslumbrantes y fuego en los ojos que él quería para sí, y veía navegar indios con sus bongos cargados hasta el tope, repletos de plátanos, yucas y atados con chontaduro, llevados para negociar en el caserío; como lo hacía su padre –pensaba–, cuestión que formaba parte del aburrimiento que cargaba de su existencia. Oía sobre soldados instalados en San José del Guaviare que en ocasiones incursionaban por la zona y decían que no se atrevían a llegar hasta Miraflores, ni aceptaban meterse en la selva por miedo a los ataques sorpresivos de la guerrilla o a las minas quiebrapatas sembradas por doquier y que, por esas y muchas otras razones, se quedaban apenas uno o dos días en Puerto Palermo, conversaban con el inspector o con los misioneros de una iglesia gringa que hacía su labor pastoral en el territorio y se regresaban sin hacer mayor labor y más bien eludiendo posibles enfrentamientos. Para no decir mentiras, el miedo les cae por igual a los unos y a los otros.
Y los hechos más impactantes para Jónatan y para los demás eran sin lugar a dudas los despliegues de helicópteros artillados que cruzaban los cielos volando desde San José, El Retorno, Calamar y Barranquillita, vía Miraflores, y oír decir por ahí que esos aparatos eran los que les lanzaban bombas a los campamentos de los guerrilleros. Al principio todos se asustaban y los niños salían al descampado para verlos pasar; después de saber que las bombas no caían en el caserío ni en los alrededores ni sobre los ranchos de las comunidades, se apaciguaban los afanes y volvía la calma. También les causaban sorpresa las avionetas llamadas mosquitos, las que tienen la hélice en la trompa y vuelan a ras sobre los cultivos de coca, haciendo piruetas increíbles para fumigar con venenos, como ese tal glifosato, que algunos sostienen que mata también a las gallinas, los peces y los perros de las vecindades, a más de producir cáncer en los viejos y malformaciones en los niños recién nacidos. Otros aseguran que eso no es cierto, no es tóxico y no sirve ni siquiera para acabar con los gusanos de las matas. ¿Y los dolores de estómago qué?, ¿y los salpullidos de los muchachos en la piel?, ¿y la irritación en los ojos?
A Jónatan también lo desconcertaba saber de la existencia de bandas de asesinos que vivían de hacerles favores a los unos o a los otros. Al principio eran forasteros que hacían preguntas y recorrían el pueblo como indagando a los lugareños, de esos conchudos, entrando a la casa de los vecinos sin pedir permiso o pidiendo en alquiler una pieza en el mejor lugar del caserío. Primero se dan sus lujos y buscan que todo mundo se entere de sus riquezas. Luego se sientan en la cantina, invitan a los paisanos, les ofrecen del mejor trago que quieran beber, por lo menos al principio, y cuando los ven borrachos comienzan con la preguntadera. Lo hacen como haciéndose los desentendidos, echando carnada para lograr sus propósitos. Lo que sí no se supo hasta mucho tiempo después fue que como consecuencia de aquellas incursiones empezaron a aparecer indios asesinados en las sementeras o cuerpos de campesinos ahogados que bajaban flotando con sus barrigas hinchadas sobre la corriente del río. Y lo curioso era que debían seguir de largo, nadie se atrevía a rescatarlos.
Lo que les decía Otilia en sus clases de historia o cuando caminaba con ellos por los caminos de la selva enseñándoles botánica resultaba ser diferente de lo que le explicaba Alcibíades a Jónatan. Cansados de caminar y eludiendo la maraña o evitando los caminos más cenagosos, se sentaban a conversar entre las raíces de un árbol frondoso, centenario. Una ceiba barrigona, un árbol de castaña o un caucho cicatrizado de los que le había dado el sustento a más de uno. Ella, por su parte, trataba de no decir nada más allá de lo indispensable; ni siquiera estaba segura de saber lo que acontecía. En ese tema prefería pensar y no decía mucho. Otilia relataba que había una guerra declarada; eso llevaba la vida entera, pero ella no sabía con exactitud las fechas. Lo cierto era que siempre había oído lo mismo. Para ser francos, cuentan los que la conocían, las cifras y los datos, como si fueran una extrapolación de las matemáticas, le hacían un nudo en la cabeza. Desde que tenía recuerdos había oído del asunto y no se sabía quién diablos iba ganando esa guerra.
Dicen que padre e hijo alguna que otra vez hablaban del tema y no es muy seguro si era al navegar juntos por el río, como ocurría al principio cuando el padre le enseñaba a controlar las corrientes y buscar los remansos o al irse con él a pescar en los caños que desembocan en el río Vaupés. Curitos y payaras o mojarras y palometas, lo que cayera en el anzuelo con la carnada de chontaduro, que preparaba con su padre, armando la masa con harina cocida de maíz. Le reiteraba sobre la forma en que se pescaba; primero sobre lanzar la carnada al centro de las aguas, luego, si se presentaba un tirón, debían halar rápido para que el animal cayera en la trampa. Eso sí que le sirvió más tarde. A veces, cuando algo le recordaba el asunto de la guerra y tal vez influenciado por ellos o temeroso de una retaliación, se refería a los hombres armados que se encontraban por los senderos. Lo hacía con algo de respeto o quizá de admiración, vaya uno a saber qué pensaba.
Jónatan, cuando el padre hablaba, prefería mirar los oleajes rompiendo contra las orillas, los ojos de los caimanes que se aparecían en los recodos de las corrientes, los troncos que se hundían y flotaban en los remolinos, la espuma de los meandros o los saltos de las palometas perseguidas por las arawanas. El muchacho permanecía callado, como un tigre olfateando su presa, y Alcibíades hablaba poco; poco era casi nada. Se acostumbró a pronunciar algunas frases, como especies de órdenes. “Ellos son los que mandan –decía–, el gobierno apenas sí venía por estos lados”. Frases que no decían mayor cosa, aunque significaran mucho.
Otilia lo que sí tenía claro era que los unos eran de un lado y los otros del otro, y aunque la maestra no alcanzaba a explicar razones, decía pertenecer a la legalidad, porque el Gobierno era el que le pagaba su salario, por eso de venirse a la selva, con hartos sacrificios, a enseñarles a los niños más desamparados de la tierra, y explicaba que también había bandas de hombres armados peleándoles las tierras a los guerrilleros, para apoyar al Gobierno y controlar los sembrados de coca, y aunque sin pertenecer a las fuerzas armadas, vestían del mismo modo y usaban fusiles. Claro que eso de los fusiles no hacía diferencias. Y había también otras bandas de delincuentes que defendían los cultivos de coca y negociaban con los unos y con los otros. A fin de cuentas, lo que les importaba era el dinero y no las razones de la lucha.
Mejor dicho, para no ahondar en explicaciones, ella ni entendía lo que estaba pasando; “mejor no tener nada que ver ni con los unos ni con los otros –les recalcaba a los muchachos–”. Por eso, les proponía dedicarse a estudiar, para salir de ahí, de ese cagadero, y acabar con la incertidumbre e irse a San José, la capital, para buscar un mejor futuro y estudiar una profesión que les diera suficiente dinero y los metiera en el mundo de los negocios, como en la administración de empresas o en la hotelería, profesiones que para ella representaban el verdadero mundo de los negocios. Lo que no les contó, para no defraudarlos o porque no se lo preguntaron nunca, fue que para llegar a San José tenían que ir en lancha por el caño del Unilla hasta Calamar y luego llegar al Retorno y desde allí coger una trocha hasta la capital, o el que tuviera recursos, irse por el río Vaupés hasta Miraflores y aprovechar el servicio aéreo de taxis que funcionaba desde las épocas del general Rojas Pinilla.
También era diferente lo que opinaban Otilia y Alcibíades de lo que les oían discutir a los niños mayores cuando se entretenían jugando balón en las playas del río o al sentarse en el borde de la corriente a tirar piedras planas para verlas brincar sobre las aguas. Los más grandes, entre ocho y diez años, no sabían qué más podían descubrir en la escuela y les explicaban a los pequeños, con la autoridad otorgada por la edad y la experiencia de haber aprendido lo que les escuchaban a los unos y los otros en sus veredas: que ellos se iban a ir con la guerrilla, ahí les pagarían mucho dinero, un sueldo con qué vivir y darse lujos, lo que era una manera de sostener a la mamá e iban a poder comprar ropa fina y tendrían un fusil para conseguir la plata que necesitaban. Además, ellos les iban a enseñar a pelear contra los dueños de las tierras, ya que dentro de los postulados decían estar defendiendo a los pobres, como ellos o como nosotros – ponían énfasis–. ¿O no eran ellos también pobres?; sin embargo, tenían que explicarles por qué carajos eran pobres y quiénes eran los ricos y por supuesto las comparaciones eran entre ellos y la maestra Otilia y entre sus padres y los dueños de las fincas o entre los indios y los curas de las misiones. Mejor dicho, los ricos eran los que mandaban y los pobres los que obedecían.
Alcibíades no creía sino en la fuerza de su trabajo, como le enseñó su taita; en la capacidad suya para tumbar monte y sembrar comida: plátanos o yuca brava y maíz, que por ahí estaba haciendo una chacra para sembrarla; en la pericia para sacar nicuros de los caños o coporos y bagres del río. De eso vivía; con los productos que le sobraban, compraba sal y aceite y a veces algunas velas para alumbrarse o también ollas y peroles que hacían feliz a Josefina. Para qué decir bobadas, fue con buenas cosechas de plátano que consiguió comprar el hacha que hoy le ayuda a tumbar selva y hacer suyo un pedazo más para sembrar. Por eso conquistó a su mujer, fue capaz de hacerle un rancho, con una cocina para ella sola y llevarle la comida, que casi nunca ha faltado, y darle hijos para que la cuiden cuando esté vieja.
Y el inspector, que recibía su salario puntualmente y llevaba más de diez años con la justicia, venía inconforme con el Gobierno, se quejaba de que le pagaban mal y con su salario no alcanzaba ni a echarse una cana al aire, ni siquiera podía tomarse unas cervezas sin descuadrarse con el mercado. Siempre le escuchaban en las cantinas despotricar contra las autoridades civiles. Por eso decía que había tomado la decisión de ayudarle a la guerrilla. Ellos le prometían darle para sus gastos personales y le ofrecían oportunidades de lograr lo que se dice una buena “uña libre”, con lo que complementaría su sueldo. Además, lo que debía hacer era bastante sencillo: informar cuando los policías y soldados anunciaban su llegada o la hora en punto en que se iban y claro, el camino que cogían; nada más. Bueno, y contarles quién entraba y quién salía del pueblo y cómo eran los movimientos en la región, por supuesto sobre aquellas cosas que a ellos les interesaban. Y parte sin novedad.