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2.

Jerónimo tiene nombre de santo, mas de santo no tiene un pelo y menos de ser escritor y traductor de la Biblia, como aquel padre de la iglesia latina. Tampoco de ser un penitente dedicado a la juventud y al cuidado de los pobres, como san Jerónimo Emiliano; aunque eso es historia antigua y no viene al caso, aunque quizás lo delate su actuar como jefe militar y en eso los genes no olvidan. Tampoco parece gozar de ancestros indígenas ni poseer lo que ellos tienen por costumbres; ni siquiera carga una paruma, por no decir ni una pluma, aunque algunos combatientes que lo acompañan en sus calendas selváticas hablan de un guerrero apache llamado Jerónimo, dedicado a labores parecidas en ese cuento de hacer la guerra de guerrillas, estrategia que no es tan reciente como algunos consideran al ensalzar al Che Guevara; pero de indio ni pizca, más bien exhibe ciertas facciones de mulato, si se trata de acercarnos a la realidad de nuestras mezclas latinas: la nariz un poco amplia y la piel demasiado gruesa.

Él alega –lo leyó en algún lado– que su nombre se relaciona con una persona de principios y un alto sentido de la justicia, y se sonríe de su propio apunte levantando el dedo índice como si eso lo colmara de autoridad. Ni de lo uno ni de lo otro, aunque pensándolo bien, tal vez de lo primero sí, al fin es jefe y para serlo se necesita creer en algo, tener don de mando y poseer cierto temple en el carácter. Vaya si se gasta autosuficiencia, avalada por libros de dudosa procedencia o por versiones que circulan de boca en boca y que a veces lo convierten en héroe. Y eso lo dice como si fuera un dogma, algo categórico e indubitable, y termina tomando decisiones sobre cualquier clase de problemas existentes, así sean cuestiones banales o de poca monta, incluidas las personales, las que tienen que ver con gustos que forman parte de la llamada individualidad. En ese sentido, unas veces las decisiones son unas y otras las contrarias, en ello no hay reparos morales que lo incomoden.

Cuando llega a algún sitio desconocido, primero inspecciona el lugar con su mirada de avechucho, siempre acompañado por su amante, una joven mujer que últimamente ha merecido sus afectos, y por sus dos guardaespaldas, hombres de confianza que nunca le faltan, porque en estas lides de la guerra vale cuidarse hasta de los mejores amigos; compinches son para ser más precisos. Olfatea los espacios, no vaya a ser que los olores lo fatiguen en las noches, y los escudriña palmo a palmo; camina enterrando sus botas en cada ángulo y luego hace lo mismo descalzo, como si quisiera entrar en armonía con el barro y la humedad del piso, cosa admirable en medio de sus flaquezas, lo que le da un tinte mundano; mira hacia arriba buscando una gota de luz en medio de la arboleda, lo que no le gusta ya que no quiere que lo miren desde arriba, luego recorre con sus ojos a lado y lado del paisaje, escarba detrás de los árboles; remueve troncos haciendo huir lagartijas y arañas ponzoñosas, hace probar de su compañera el agua del caño, no vaya a ser que a él le sobrevenga alguna enfermedad, bien sabe que a ella la puede cuidar o enviar a cualquier hospital, lo que no es fácil tratándose de él; ubica los resquicios donde calienta el sol y percibe las corrientes de aire, y finalmente reúne a sus súbditos de alto rango, para explicarles cómo se hará la distribución de las áreas ocupadas, según rango y responsabilidad. A fin de cuentas son muchas personas presentes, contando hombres y mujeres, guerrilleros y secuestrados. Entre todos unos sesenta, así que nada es fácil en semejante labor.

En su recorrido va con Alma Nubia, la chica aquella que lo acompaña, de apenas dieciocho años, quien está en la guerrilla desde los once y por eso experiencia es lo que le sobra. Allí aprendió a hablar de corrido, tuvo su primera menstruación y consiguió su primer hombre. “Yo no conozco mucho la historia de la muchacha –les dice Jónatan a sus amigos Morris y Elián cuando los observan desde lejos con mirada cómplice–, es reservada y como yo le caigo mal al jefe, ella se porta como enemiga”.

Los amantes están sentados en el piso con el morral a un lado y el fusil entre las piernas. Parecen descansar; conversan. “Dicen en los corrillos –anota Morris hablando por entre los dientes– que la han obligado a abortar varias veces y en las últimas oportunidades la han sacado a San José para evitarle complicaciones. Hace algunos meses ocurrió un grave trastorno con otra niña guerrillera, de nombre Astrid”. Y no quieren repetir esa historia que los puso al borde de ser descubiertos, y afectó en este caso uno de los anillos de seguridad del alto mando. Los tres amigos se miran en estado de interrogación y no pueden hablar más, ven que se acercan Garrapacho y La Sombra, los guardaespaldas de Jerónimo. A Alma Nubia el poder otorgado por ser la mujer del comandante se le ha subido a la cabeza. “Nos mira como si fuéramos gusanos a punto de ser aplastados”. Da órdenes como si tuviera un rango mayor que cualquiera de nosotros, solo porque se acuesta con el jefe –dicen casi en secreto–. “Pero buena sí está, para qué decir mentiras”.

“Yo una vez llegué a ser hombre de confianza de Jerónimo –cuenta Jónatan–. Sin embargo, en una oportunidad, hace meses, le quité el lazo del cuello a uno de los retenidos bajo mi cuidado, ese que era subintendente de la policía; la maldita soga y las caídas del uno y del otro, que jalaban y arrastraban al pobre, le habían hecho una herida en el cuello y a través de ella se le veía la carne. Son secuestrados, y la orden es que les digamos retenidos si son civiles y prisioneros de guerra si son soldados o policías. Y yo, de imbécil, pensando en una infección, sentí algo en mi corazón, me compadecí y lo dejé libre, sin amarras, caminando a mi lado, tambaleándose, porque estaba desalentado y a punto de desfallecer; además, sin correr riesgo, lo tenía vigilado. Al llegar al sitio de descanso, el jefe se percató del asunto y me recriminó con gritos y amenazas. Yo traté de explicarle la situación y él no atendió razones, hablaba más duro que yo y ni me miraba. Eso me hizo protestar de manera airada”.

—Uno aquí no tiene derecho a nada –le dijo Jónatan. Jerónimo lo miró desde su poder y se le acercó amenazante. Si no le hubiera dado un poco de temor en el último instante, le habría pegado una cachetada.

—El único derecho –le replicó el jefe– es obedecer, así que queda relevado de responsabilidades con los retenidos y los prisioneros. Y esta noche hace dos turnos de vigilancia. –Dio media vuelta y se alejó del lugar refunfuñando y repitiendo órdenes a sus subalternos.

Dicen los que lo vieron pasar que Jerónimo salió echando chispas y les dio instrucciones a los comandantes de hacerles la vida imposible a esos tres mal nacidos (se refería a Jónatan y a sus amigos Morris y Elián), para que aprendieran de una vez por todas a comportarse como revolucionarios. Que esas mañas de niños ricos, igualados, burgueses de mente aunque hubieran nacido pobres, se tenían que acabar de una vez. “Ese es el problema del campesinado”, repetía –recordando alguna lección, histérico, echando babaza–, “son pequeño burgueses e ignorantes. Pónganlos a comer mierda”. Garrapacho asentía, a despecho de su corazón humillado por el propio Jerónimo. Resulta que Alma Nubia había dormido con él hasta hacía unos pocos meses y por no se sabe qué razones se la quitaron de una vez, sin darle explicaciones. Al fin se resignó. Viéndolo bien tampoco le importaba mucho, eran cosas de conveniencia; además, de tiempo atrás se venía dando cuenta de que ninguna de las mujeres, por lo menos las conocidas, le interesaban tanto. No le advirtieron la noticia acerca de que el jefe le hubiera echado el ojo a la muchacha, lo cogió por sorpresa y ella, “la gran puta”, decía, consintió sus afectos sin espabilar.

Jónatan, respondón al fin y al cabo y sin medir consecuencias, no entendía por qué habían quedado castigados Elián y Morris, sus amigos, si ellos no habían hecho nada, ni siquiera estaban con él cuando ocurrió el incidente. Lo que no conocía Jónatan era que los jefes sabían de la solidaridad entre ellos y presagiaban una amistad por encima de la obediencia. Cosa reprochable en la milicia, inaceptable y por tanto peligrosa para el funcionamiento en medio de la guerra; por lo que era necesario relegar a un plano secundario esos vicios burgueses como la amistad, la simpatía y el amor, en aras del supremo deber de la revolución. “Como lo había profetizado el camarada Stalin”. Y lo decía como si lo hubiera leído.

—Yo hago lo que sea, pero, ¿por qué ellos? –le replicó Jónatan.

—Son órdenes, hermano, mejor bájele al tono. –Garrapacho buscaba ser condescendiente y lo tomaba por el hombro.

—Ellos no hicieron nada. ¿Por qué no entienden la situación? Eran cinco tipos amarrados del cuello y uno de ellos estaba enfermo. No dejaba caminar a los demás. Es injusto.

—Las órdenes no son justas o injustas; no se discuten. Además, ¿de cuál justicia hablamos?, ¿de la justicia burguesa? Son enemigos de clase y así será siempre.

Si algo tenía Garrapacho era ser buen guerrillero. Forjado a punta de sacrificios. Uno de los más preparados; un hombre de oportunidades. Había estado en dos congresos del movimiento bolivariano, uno en Caracas y otro en Quito, y en una capacitación para cuadros con posibilidad de mando; algo reservado a quienes tienen poder. En una ocasión lo llevaron a Bogotá. Allí departieron con conferencistas internacionales, uno de México, joven y ardoroso, vinculado con los zapatistas, y otro del País Vasco, miembro de la ETA, experto en explosivos y minas quiebrapatas. “De eso ni hablar –les recuerda–, son secretos de la revolución”. Y eso sin contar que estuvo en la frontera con el Ecuador en una reunión con miembros del Secretariado, discutiendo de logística. En el sur, Garrapacho cruza la frontera con tranquilidad. Tiene tres pasaportes en regla y nacionalidad ecuatoriana. El hombre se da sus lujos, refinados, se diría.

—Desde ese día y punto –explica Jónatan–, a mí no se me tiene en cuenta para cosas de importancia y las tareas que me ponen son las más rutinarias; las que se le asignan a un principiante: recoger leña, cocinar, hacer turnos de vigilancia, traer agua, cavar trincheras o chontos o huecos para las basuras.

—Además, ahora les está dando por hacer túneles, “así se defienden los camaradas en Afganistán” –alega Garrapacho con la mano en la cintura.

—Cargar leña y remesas, para eso sí soy bueno. Yo quisiera tener las verdaderas responsabilidades de una guerra irregular. –Había oído el calificativo de irregular que se les da a ciertas guerras, aunque no sabía de qué se trataba–. Decidir por ejemplo sobre los desplazamientos por sitios desconocidos en momentos de urgencia en los que es necesario hacer uso del ingenio y llevarlos a lugares en donde se pueden armar campamentos seguros y confortables. En mis correrías veo sitios mucho mejores que los que han sido escogidos por los jefes; puedo tener a mi cuidado a los retenidos políticos: congresistas, alcaldes o militares con rango; planear asaltos a poblaciones con puesto de policía y Banco Agrario; batallar con el enemigo a puro plomo; tumbar helicópteros; hacer labores de inteligencia; infiltrarme en los organismos del Estado, cuestiones delegadas a tipos como Garrapacho.

“Muchas de esas comisiones han hecho famosos a guerrilleros hoy célebres y se las he oído contar a los compañeros cuando se reúnen para comer o se entretienen hablando en las caminadas; aventuras tesas de las cuales se sienten orgullosos y por las que les dan reconocimientos públicos en las reuniones del alto mando o que aparecen en periódicos de otros países, escritos por organizaciones amigas, como esas de Europa que les envían dólares por vender camisetas con propaganda de las FARC.

“Aquí todo es al revés. Vea si no el caso de Honorio Fuentes, un niño guerrillero, amigo y confidente de Garrapacho, que murió cuando le estalló una mina que él estaba poniendo. El muy bruto la ensayó con él mismo a ver si le había quedado bien puesta y acá lo volvieron héroe. Yo digo que ser héroe no es exponerse, ni estar alardeando sobre acciones militares que nadie puede corroborar. Él siempre decía que había matado a tales y cuales soldados y hablaba del sitio exacto en el que les había pegado el tiro. Y era dizque valiente, dormía en el suelo y salía a cazar culebras que después se comía con los más osados. Así las cosas, los jefes le hicieron un homenaje, según ellos, merecido.

“El muchacho salió con fotografía en la página de Internet de nuestro ejército revolucionario, la que se publicó en conmemoración del asalto de hace unos años en donde murieron como treinta y cinco soldados. Ahí decía que había sido un joven ejemplo para las nuevas generaciones y que el tipo trabajaba hombro a hombro con los mejores contingentes de la revolución. Lo que no dijeron es que a ese pobre muchacho lo enterramos por ahí en cualquier hueco en medio de la selva y solo porque le gritamos vivas y disparamos unos cuantos tiros al aire, poquitos pues estábamos pobres de munición, dizque quedó grabado para siempre en el corazón del pueblo. Yo no lo veo como un ejemplo, era un bocón, quien murió por darse ínfulas.

“A mí me tocó poner muchas minas y para esa época ni caí en cuenta de los daños que hacían, por ejemplo ver que no siempre producían la muerte sino mutilaciones, lo cual es peor, al quedar uno desfigurado y baldado de por vida. De hecho ese fue el primer oficio que nos pusieron a Elián, a Morris y a mí cuando nos alistamos. Bueno, no sé si es correcto decir que nos alistamos, la cuestión no radicó en nuestra voluntad. Hasta lloramos el día en que ellos les dijeron a nuestros padres que debíamos pagarle un servicio militar a la revolución. Llegaron de madrugada, se instalaron al frente de la choza en un patio de flores que cultivaba mi mamá, inspeccionaron todo para ver si había armas, escopetas o trabucos; pidieron café y huevos si había y mi mamá les cocinó todo lo que encontró. Jerónimo habló con mi papá. Salieron al patio y se acomodaron bajo la sombra de un cedro frondoso en la mitad del camino y después de hacer un pacto regresaron sonrientes.

“Mi mamá no sabía nada y no se imaginó que el acuerdo era yo, porque era el mayor y tenía doce años. ‘Es buena edad para comenzar’, le dijo Jerónimo como si fuera un profesor de matemáticas. Eso no me dolió; me dolió la sonrisa de mi papá. Ese día lo vi cambiar de opinión como si nada. ¿No dizque con esa gente era mejor no meterse? Yo desde eso le cogí una especie de bronca, aunque puede ser otra cosa. Él le decía a mi mamá que no llorara, ‘allá en el monte los volvían hombres de verdad’, le dijo. Y sí, puede ser verdad, pero a mí me preocupaba mi mamá y me sigue preocupando, no volví a verla más y no sé si está viva o si se murió de tristeza. Aún sueño con ella y a veces me duermo pensando en su cara, en sus modales y en las canciones que nos cantaba. La veo lavando ropa, cargando agua, encendiendo el fogón, rezándole a la Virgen y haciendo cosas ricas en la cocina, siempre con una sonrisa que me sosiega en las noches. Esas tortas de maíz, esos cocidos de fríjol y el casabe y la mandioca.

“Mi papá entró a la choza y salió con mi pantalón y me lo ofreció. ‘Póngase eso’, dijo y luego ordenó que me afanara, me iba con ellos. ‘Está decidido’. Que siquiera supiera cuál fue el acuerdo, eso me bastaría, si los iban a matar a ellos, uno se aguanta y hasta se va con gusto. Otra cosa es que le hubieran ofrecido plata, en ocasiones me ha tocado ver situaciones parecidas. ‘¿Cuánto vale ese indio?’. A veces me pregunto cuánto pagaron por mí, ¿cien, doscientos mil pesos? Mi mamá comenzó a gritar y cuando yo iba a correr adonde estaba ella, dos guerrilleros me agarraron por los brazos y no me dejaron mover. Tampoco a ella le permitieron acercarse hasta donde yo estaba.

“Alguien, que después fusilaron, un negro que los otros llamaban Chorro de Humo, se le puso al frente a mi mamá con un fusil. Imagínense, hacerle eso a mi mamá. Uno no se debe alegrar con la muerte de los demás, y yo, aunque me tocó defenderlo en un juicio que le hicieron, sentí una especie de regocijo con la muerte de él. Mi madre se tuvo que quedar con mis hermanos, que se agarraron de su falda y no la soltaron. Me despedí de lejos alzando la mano. Habría querido abrazarla. Todos llorábamos, incluso Donato, Erasmo y Samanta, mis hermanos, y los tipos me decían a mí que no fuera niña y se burlaban.

“Después fuimos al rancho de Elián y luego al de Morris. Y yo ahí como castigado, contemplando lo que pasaba; sin abrir la boca para no enconarlos. Y fue la misma cosa, conversaciones secretas con el papá y decisiones que nunca supimos. En el caso de Elián fue más difícil, él se metió al monte y mandaron dos guerrilleros a perseguirlo. Yo creí que lo iban a matar. Hasta sonaron unos tiros, lo que hizo que la mamá de Elián gritara como loca y se les abalanzara como una fiera, aunque después se supo que los disparos eran para hacerlo bajar de un árbol en donde se había encaramado. Duraron dos horas para encontrarlo y lo trajeron con las manos atadas con una cabuya y amarrado de la nuca con una soga. ‘La próxima vez que intentes volarte te pegamos un tiro’, le dijeron como si fueran dueños de su vida. Sin embargo él no tenía miedo, los miraba con odio y creo, para mí, que así los sigue mirando. Ahí lo duro es el dolor de las mamás, ellas son las más sufridas, y qué curioso, si uno se pone a meditar, ellas son las que pelean por uno. A nosotros nos consuela estar juntos; siempre lo recordamos; por eso el dolor de alguno es el dolor de todos y la alegría, cuando existe, es nuestro sosiego.

“Primero nos llevaron a un campo de entrenamiento. No quedaba ni tan lejos; era en una especie de finca ganadera. Al instructor le decían el Turista, era extranjero e iba y venía de país en país, creo que era entrenador en diferentes sitios; usaba unas gafas oscuras y en medio de pólvora, mechas, tuercas y clavos retorcidos, soñaba con comprar unas de esas gafas que cambiaban de colores con la luz. Nos enseñaron a fabricar las minas usando los tarros de los enlatados o tubos de PVC, con pólvora y metralla. Funcionan con la presión que hace el peso de las personas al pisarlas y no se necesitan sino veinte o treinta kilos.

“Uno las esconde bajo la tierra y no deja sino medio asomada la punta que al ser presionada la hace estallar. Las colocábamos después de los asaltos para protegernos mientras duraba la huida, y no solo en los caminos por donde corríamos sino entre los matorrales de los alrededores. Ellos participaban en los combates y luego nos dejaban en la retaguardia poniendo las minas. Cientos de ellas han quedado desperdigadas. Esa era nuestra responsabilidad. Después teníamos que seguirles las huellas a los compañeros hasta que dábamos con el campamento. Podríamos habernos fugado muchas veces aunque en realidad no sabríamos para dónde ir. Además, teníamos la esperanza de hacer puntos para lograr los ascensos –eso nos decían–; sin embargo, ninguno de nosotros ha podido ascender, siempre hemos sido solidarios entre nosotros y eso a ellos los mortifica. Nos tratan a los tres como si fuéramos uno.

El sol que nunca vimos

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