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3.

Jónatan no tuvo en su infancia mayor conocimiento sobre la situación histórica y política del país: apenas lo que le hubiera enseñado Otilia, la maestra de escuela, graduada en un colegio de San José del Guaviare y con un bachillerato pedagógico y un curso de seis meses en lenguas extranjeras. La historia del país, tal como la conocemos por el legado de cronistas e investigadores, poco aparece en los recuerdos de Otilia, que seguramente sí tuvo la oportunidad de escuchar las anécdotas de compañeros o profesores o de leer unos cuantos libros, así se hubiera involucrado en ellos sin el mayor empeño ni dedicación. Tal vez, si en sus andanzas hubiera salido de los límites de San José del Guaviare, El Retorno, Calamar, Miraflores o Puerto Palermo, sabría cómo el país llevaba casi doscientos años en la construcción de una República, todavía joven e imperfecta, pero enorme y diversa, y cómo su geografía no era solo de ríos torrentosos y selvas impenetrables, sino de fieras peligrosas, ataques guerrilleros, combates con el ejército y con grupos paramilitares, niños desnutridos, campesinos palúdicos penetrados de olor a tierra y boñiga o mujeres gordas que se la pasaban en las puertas de las viviendas la mayor parte del día, viendo pasar indios semidesnudos y comentando con las vecinas sobre el tiempo de las lluvias, las sopas que tenían montadas en las ollas, el futuro de los hijos, las enfermedades de las comadres o la serie de personajes raros que estaban entrando y saliendo del pueblo.

Jónatan era el hijo mayor de un campesino pobre, que vivía en un rancho de paja, cerca del caño Guacarú, uno de los muchos afluentes que forman el río Vaupés, en uno de esos corregimientos aislados; así como abandonado de toda civilización resulta ser también el rancherío del pueblo al cual pertenecía su familia: Puerto Palermo. Fue reclutado por la guerrilla cuando apenas había cumplido doce años. Para su padre era preferible tener esa oportunidad y no la que le daría el destino a los nacidos y criados en esas tierras, o sea la que le depararía la vida en circunstancias normales, a no ser que algo intempestivo acaeciera; como intempestivo pudo haber sido que la guerrilla decidiera llevárselo para obligarlo a pagar un servicio militar a la revolución, en este caso no por uno o dos años, como ocurre normalmente en el ejército, sino durante toda la vida. Lleva en esas buena parte de la existencia.

Sobre esa situación Jónatan ha pensado muchas veces, especialmente ahora al lucubrar si lo hecho en el pasado es correcto o incorrecto o si lo que le espera es un futuro promisorio, como desde hace ocho años le escucha a los comandantes de su cuadrilla, en especial cuando acaba de celebrar su vigésimo cumpleaños sin encontrar mayores cambios en su condición, sin una vela, sin una torta, sin un saludo de felicitación. Sigue teniendo un fusil y ropa de campaña. Por eso dispara su fusil al aire y se pone en riesgo y después inventa que fue un accidente. Se podría decir que no tiene más nada, ni siquiera esperanzas, y a pesar de otro castigo ha hecho su propia celebración.

Jónatan entró a la escuela primaria a los siete años y debía ir en canoa más de una hora para llegar al lugar en donde se dictaban las clases; luego, en muchas ocasiones, no era posible asistir o llegaba tarde. También pudo haber sido factible atravesar el monte por un camino de herradura, mas su familia no tenía una mula en que mandarlo y el pantano, los peligros y las incomodidades se preveían mayores, así que su padre prefirió la navegación por el río, que era la que más conocía y en la que depositaba su mayor confianza. “Algún día conseguiremos una mula”, le dijo en una oportunidad y se lo propuso como meta y ese día nunca llegó. En un comienzo lo llevaba Alcibíades, su padre, lo que no siempre era fácil. Él tenía tareas para realizar en su conuco, un sembradío de yuca y de plátano sobre las riberas de uno de los caños; así que al principio lo acompañó mientras le enseñaba cómo sortear raudos y eludir atascos o evitar peligros, como los ataques de los güíos y de los caimanes, y después, al verlo crecer, le hizo una pequeña panga labrada de madera balsa, para que pudiera ir solo. Labor difícil cuando iba a la escuela al navegar contra la corriente. Si llovía se corrían riesgos y si el río estaba crecido, también.

Para ser francos habría podido asistir unos cien días al año de los que en Colombia se le dedican al estudio de la primaria, que son más bien pocos, comparado con lo que ocurre en otros países. En ese tiempo fue tan solo conocedor de su espacio, de su río, de su selva y del caserío más cercano, que apenas si tendría cien habitantes, un granero y lo que pretendía ser una droguería si tuviera siquiera un mínimo de medicamentos esenciales, pero que más bien era el lugar para hacer brebajes y pócimas preparadas por los indígenas de la región. El villorrio era el sitio adonde la maestra Otilia llevaba a sus alumnos para mostrarles los descubrimientos de la modernidad, si es que así pudiera decirse cuando existe la oportunidad de ver por primera vez una planta eléctrica que alimenta con luz unos cuantos bombillos en el caserío o una computadora propiedad del inspector de policía y que hacía parte de los requerimientos de la maestra, solicitados sin éxito al secretario de educación del departamento.

La escuela era un rancho de paja, una especie de maloca abierta por los cuatro costados, localizada en las afueras, sobre la ribera del río Vaupés, que en Puerto Palermo lleva el caudal del Itilla y el Unilla, dos ríos que se juntan en Barranquillita. Tenía piso de tierra, apisonado por algunas vecinas en un acto de colaboración cuando querían inscribir a sus hijos en la escuela; unos veinte pupitres de madera arremolinados en el centro, un arcón en una esquina y un tablero verde apuntalado sobre unos soportes en el piso. Este se caía a veces cuando a la maestra se le olvidaba que no estaba empotrado en ninguna pared y por descuido se recostaba contra él, quizás para reposar un poco después de tanto caminar de lado a lado. Ahí, con el estruendo del golpe se armaba el alboroto, los chiquillos gritaban y algunos se reían y se tapaban la boca y ella corría a levantarlo pidiendo el apoyo de los mayores. La maestra no tenía un escritorio, solo una silla en donde se sentaba para vigilar los exámenes o las tareas de los muchachos o para descansar del ajetreo. Y el escritorio seguía figurando entre los infructuosos pedidos, junto con una calculadora, las tizas, el borrador, un estilógrafo, una caja de colores y un sacapuntas de mesa.

El lugar era fresco y desde adentro los niños se distraían con los pájaros posados sobre los ramajes de los algarrobos o que revoloteaban entre las veraneras. Había petirrojos, toches y oropéndolas y lagartijas que se paseaban exhibiendo su agilidad por los alrededores, casi sin inmutarse por la chiquillería que muchas veces ni reparaba en ellas. Las culebras no cruzaban por los alrededores como al principio, y se habían hecho brigadas de rastreadores que las buscaban para cortarles la cabeza con un machete. Desde el interior se podía disfrutar de la lluvia cuando caía y bastaba que los pupitres se trasladaran hacia el centro para evitar que con el viento se mojaran los libros y los cuadernos de los alumnos.

A pesar de todo el cuaderno de Jónatan vivía húmedo ya que no era posible controlar los golpes del oleaje producido por la fuerza intempestiva de las aguas contra los bordes de la lancha o era frecuente que alguna llovizna lo bañara en el camino o tal vez, como ocurría a veces, cuando algún inadaptado, de los que se enriquecieron con rapidez con el mercado de la coca, con el fin de jugarle una mala pasada a ese muchacho que luchaba contra la corriente, cruzaba en su voladora muy cerca de su bongo, para que el rizado del oleaje lo hiciera naufragar. Los sujetos pasaban raudos, gritaban, se reían y se burlaban; de esa imagen siempre se acordaría Jónatan y la reviviría luego al encontrarse al cuidado de las lanchas en el río.

Los niños de todas las edades recibían las mismas clases y ella los discriminaba según lo que fueran aprendiendo. A unos los tenía matriculados en kínder y a los otros de primero a quinto. No había ayudante ni secretaria ni mensajero, ni quién la controlara ni revisara si su oficio se cumplía con la debida diligencia. Actuaba según su criterio. Cuando alguno de los más pequeños estaba irritable y lloraba, ella debía consolarlo, cargarlo, hablarle al oído, sacarlo a dar una vuelta por los alrededores, mientras los demás cumplían algún oficio improvisado ordenado por ella, y si eran los mayores los que discutían o se peleaban, sacaba un fuete para imponer el orden con castigos y amenazas. De vez en cuando venía un auditor de San José del Guaviare y habían pasado tres años desde la última visita.

En una oportunidad vino una delegada de la Secretaría, inspeccionó el lugar, tomó apuntes en una libreta, observó una clase en la que Otilia se esforzó como nunca. Ese día, por primera vez, sentía como si los ruidos de los pájaros, los gritos de las vecinas o el simple sonido del viento conspiraran contra ella. Por su parte, la mujer exigió un buen lugar para almorzar e ir a dormir y al otro día, cuando la maestra fue a buscarla para entregarle el listado con los pedidos urgentes, no encontró su rastro. Le dijeron en el puerto que había tomado una lancha para seguir a Miraflores. Ni siquiera se percató de las rutinas, ni preguntó por lo que le hacía falta para cumplir su responsabilidad. Debería haberse dado cuenta de las necesidades; de que ella enseñaba a leer y escribir en las primeras horas de la mañana, chapuceaba las matemáticas al mediodía y se distraía con la geografía y la historia en el calor de la tarde.

Las demás materias del pénsum no podían enseñarse, porque el tiempo no le daba, por ejemplo botánica y urbanidad, y ella suplía esas faltas haciendo paseos con ellos por el bosque para explicarles los nombres de los árboles que encontraban en el camino, como el cuyubí, los gualandayes, los cedros y los búcaros; hablarles de plantas medicinales como el arizá, el chingalé o el llantén y mostrarles las variedades de mariposas, como las monarcas, capaces de recorrer largas distancias y que, según la leyenda, podían vivir lo que dura un embarazo normal, o las azules, que sacuden el viento con su colorido; los colibríes que punzan el centro de las flores con su pico afilado, moviendo las alas más rápido de lo que la vista es capaz de percibir y las arañas ponzoñosas que se deslizan desde lo alto de los totumos, como las tarántulas, de las cuales nosotros tenemos las más grandes y venenosas.

Es curioso, Otilia también decidía, en su fuero, que la urbanidad era enseñarles a los niños a cepillarse los dientes, lavarse las manos después de ir al baño, tratar con respeto a los mayores, comportarse bien al comer y no decir palabras vulgares que desdijeran de las buenas costumbres, según lo enseñara Manuel Antonio Carreño, en su Manual de urbanidad y buenas costumbres, que de acuerdo con Otilia informaba de los deberes para con Dios, la patria, la sociedad e incluso para con nosotros mismos. Ese libro sí lo había leído de pasta a pasta y lo guardaba con celo, como si fuera un preciado tesoro.

Los más pequeños oían primero el abecedario y ella lo recitaba con ellos hasta aprenderlo de memoria. Los medianos escribían en el cuaderno las frases dictadas y los más grandes leían en cartillas enviadas desde el Ministerio. Cuando habían leído lo que era posible y se aburrían de repetir las frases, los ponían a consultar libros en la biblioteca: un arcón de madera que Otilia mantenía con candado en un rincón del bohío. En el caso de las matemáticas la cosa era más difícil. No existían herramientas de trabajo, ni siquiera un ábaco, y los contenidos que exigían un esfuerzo de abstracción debían soslayarse para cuando los chicos fueran profesionales; lo importante era saber sumar y restar y para los más adelantados aprender a multiplicar y a dividir. En el caso de la historia y la geografía, había un libro del profesor Javier Gutiérrez que Otilia leía cada vez que iba a dictar la clase, y para ubicarlos en el mundo, logró conseguir un mapamundi en forma de balón, grande y redondo, con una sola abolladura que resultó del viaje y un atlas de Colombia, elementos que sacaba del arcón cuando los necesitaba y que producían cierta frustración entre los alumnos, ya que en ellos ni siquiera aparecía ese lugar remoto llamado Puerto Palermo. Y los idiomas, el inglés y el francés, su sueño de juventud, el que la hacía pensar en la posibilidad de recorrer el mundo, no podían practicarse en aquel sitio y sus deseos se le escurrían poco a poco de la cada vez más frágil memoria.

El sol que nunca vimos

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