Читать книгу El sol que nunca vimos - Jaime Restrepo Cuartas - Страница 11
Оглавление7.
“Esta noche ha sido infame. Antes de terminar de armar los cambuches, se largó otro aguacero de padre y señor mío, y para acabar de ajustar, fue difícil dormir por los gritos de Alma Nubia y los correteos de Garrapacho y de Calixto buscando controlar la situación. Lo único bueno antes de instalar las carpas y los plásticos o al alzar las ramadas era que uno podía saber con anticipación cuáles eran los sitios más protegidos en medio del vendaval. De pronto todo se fue cubriendo de agua. Los charcos aumentaban y las corrientes cruzaban de lado a lado en el pequeño descampado. Uno de los problemas de no ver el cielo es no saber calcular cuándo está por llegar una tormenta. Está uno tranquilo cuando de pronto irrumpe.
“Por supuesto la lluvia se siente en el ambiente. Puede uno estar haciendo cualquier oficio e instintivamente mira hacia arriba como buscando. Puede ser su olfato o su piel, no se sabe cuál de los dos sentidos sea el más competente, lo cierto es que ha captado que la lluvia se aproxima. Yo tuve esa sensación y tenía tanta desesperación que no me importó. Nos empapamos cuando apenas intentábamos montar las hamacas y al poco tiempo escurríamos agua por todo el cuerpo. Por fortuna no hemos desempacado todavía y la muda de ropa permanece protegida entre los plásticos que usamos en los morrales. El terreno se ha anegado y no encontramos leña que sirva para encender una fogata con posibilidades de éxito, y para completar, Alma Nubia tiene cólicos que la hacen gritar, con diarrea y vómito, y Jerónimo, en un destello de sensatez que nosotros en un principio no entendimos, ha dado la orden de no usar agua del caño y ha ordenado recoger agua lluvia. ‘Es una prioridad’, dice el desgraciado.
“Al final nos encontramos todos alrededor de unos árboles frondosos, de esos que tienen más de cien pies de altura, calentándonos unos a otros, revueltos guerrilleros y prisioneros, cubiertos con plásticos que apenas nos sirven para guarecernos y sin poder lograrlo; oyendo, eso sí, los lamentos y las explosiones digestivas de Alma Nubia, a quien Jerónimo acompaña en su angustiosa labor con un deje de remordimiento, dándole explicaciones cariñosas para ahuyentarle la idea, malévola, de haber querido matarla. Al fin entendimos. Con razón la orden de recoger agua lluvia. La puso a beber agua del caño para saber si estaba podrida, como suele hacer con nosotros, los que en otras oportunidades y por cosas del azar hemos sido más afortunados que la pobre Alma Nubia. A él no le importa, somos los subalternos sus conejillos de indias. ‘Se parece a Luis XIV’, dice Irene y los compañeros de ella se ríen; nosotros no entendemos de qué se trata. Claro que luego nos cuentan eso de ser un rey que tenía súbditos que le probaban la comida para evitar ser envenenado. Dicen los prisioneros que muchos de ellos murieron cumpliendo su obligación y entonces casi siempre deseamos conocer esas historias.
—Un día de estos se las contamos –dice Irene–, para que descubran qué animal tienen de jefe.
—Así sabrán qué les espera.
“Esta noche, luego del chaparrón, Garrapacho no distribuye los usuales turnos de guardia, como ocurre siempre que llegamos a algún sitio nuevo, y la labor de vigilancia se nos descarga como castigo a Elián, Morris y yo. Todavía seguimos pagando castigos pasados y no alcanzamos a darnos cuenta de cuándo es por alguna razón. Siempre estamos pagando algún castigo. ‘¿Hasta cuándo?’, les pregunta Morris. ‘No importa, es lo mismo’, le digo a Morris para no despertar más camorras, ‘nadie se va a dar cuenta si nos dormimos detrás de un árbol’, le complemento al oído para tranquilizarlo. Entonces aplicamos el manual. Lo primero que se debe hacer en estos casos es separar y encadenar a los secuestrados y aguantar por supuesto las críticas y los insultos.
“La más furiosa de todos, como siempre ocurre, es Irene, que habla de libertad y de derechos humanos; algunos prisioneros de guerra (así les decimos a los soldados) también se envalentonan y nos recalcan su condición de combatientes, de soldados; los demás, la mayoría, son más resignados o sensatos; de todos modos saben que los vamos a amarrar. Pasamos las cadenas por el cuello de cada uno, cruzadas, para que no las puedan correr fácilmente y luego las ponemos alrededor de un árbol. También debemos comprobar que no tengan una argolla abierta, ya que ellos las van abriendo cuando tienen la más mínima oportunidad, y después de comer nuestra ración nos vamos a hacer ronda por los extremos del campamento. Algo improvisado; lo usual es que tomemos medidas, recorramos el terreno circundante, determinemos los puntos cardinales, veamos cuáles son los sitios vulnerables, para saber de ese modo cuántos y cuáles deben ser los vigilantes. Mas de noche, con apenas una linterna y pasados por agua, poco podemos hacer.
“Los últimos en apagar las linternas son Garrapacho y Calixto, preocupados como están por la suerte de Jerónimo y Alma Nubia y buscando que pasen buena noche y que ella, enferma, untada y oliendo a demonio, pueda recuperarse. Alma Nubia caga hasta bien entrada la noche y finalmente se duerme o se queda fundida con los brebajes y las tabletas de Lomotil que le da Calixto. No faltan, sin embargo, los consejos de los indios que se dejan oír como rumores por el campamento. La harina de plátano, las hojas de llantén, la corteza de níspero son buenas medicinas, comprobadas por la comunidad y usadas por su madre, la vieja Uma; ‘¿y adónde las conseguimos, par de güevones?’, les repite Calixto, quien se esfuerza por encontrar entre los morrales de las mujeres algunas drogas escondidas. Al fin, pasadas las doce de la noche, todos duermen de una u otra manera, unos en hamacas, otros acurrucados entre la raíz de un árbol y algunos, más afortunados, bajo alguna carpa; así pasa con el cansancio, puede más que cualquier incomodidad. Incluso nosotros, responsables de la seguridad, cubiertos con plásticos y detrás de los árboles más frondosos, también nos quedamos dormidos, cuestión peligrosa; si Garrapacho se da cuenta nos hace un juicio y los resultados de estos, sin abogados que conozcan de códigos o leyes y con Jerónimo como fiscal, son impredecibles. Eso es bien sabido; pese a ello, lo común es correr riesgos.
“Al amanecer, la mayoría aún dormita, se escuchan quejidos y por todas partes se ven caras largas. Yo me apresuro a despertar a Elián y nos da trabajo encontrar a Morris. Está medio escondido en una especie de cueva sobre el otro costado del campamento. Por fortuna la cara que tenemos es la de haber sufrido lo indecible. Algunos se levantan a escurrir la ropa y colgar las pertenencias. Se ven ateridos (otra palabra que me enseñó Irene). Otros, los que logran armar las hamacas en medio de la lluvia, aprovechan la luz del día para cambiarlas de lugar o para revisar si están bien puestas. Ahora lo que hay será trabajo y nadie se atreve a tomar decisión alguna, hasta no saber si se va a consolidar el campamento o si se debe preparar de nuevo la partida. Incluso hacemos apuestas, cosa común entre nosotros, para matar el tiempo. Los indios juran que seguiremos corriendo como gurres, Morris cree que ahí nos quedaremos hasta que Alma Nubia se alivie y yo aseguro que el sitio no es bueno para permanecer, se ha convertido en una laguna y en estos casos tiene que primar la sensatez. Sin embargo, eso lo decide Jerónimo y hay que esperar largo rato para saberlo. Jerónimo, trasnochado y con el mal genio alborotado, no da pie con bola y menos Alma Nubia, con retortijones torturándola y bascas que la ahogan.
“Garrapacho, como es su costumbre, esta vez acompañado de La Sombra, quien le sigue el paso cubierto con un poncho, ajeno al cansancio, pasa revista temprano y recibe nuestro informe, el cual está exento de complicaciones. ‘Todo se encuentra normal’, les decimos y apenas si nos paran bolas, despectivos como siempre; cuentan uno a uno a los secuestrados y ordenan quitarles las cadenas, escuchan las quejas de algunos y soportan las críticas de otros con un deje de burla, miran el estado de los que se sienten enfermos, revisan que haya suficiente agua recogida y ordenan tazarla y luego le hacen inspección a cada uno de los guerrilleros. Garrapacho no se acerca adonde está Irene, temeroso quizá de que ella arremeta con sus insultos, y por eso prefiere que sea otro el que la aborde, luego da órdenes y La Sombra las repite, alzando la voz. El hambre es fatal. No pudimos comer bien la noche anterior, así que Garrapacho me ordena ir a buscar leña seca, le dice a Elián que separe las provisiones para el desayuno y a Morris, a quien vio temblando del frío, lo deja ir a descansar una hora. ‘Solo una hora, después va a ayudarles a sus compinches’, le advierte.
“El censo es preocupante. Dos secuestrados tienen fiebre y han estado tiritando durante la noche. ¿Será paludismo, dengue, fiebre amarilla? Cualquier cosa que sea, el tratamiento en la selva es el mismo, al fin hace rato que no hemos podido recibir remesas de medicamentos ni comida. Será poner a los indios a buscar hojas de acedera o flores de tilo. Al supervisar la retirada de las cadenas de Irene, cuando ella le clava su mirada encendida, La Sombra ve que la mujer tiene los ojos amarillos. ‘Está picada de buenamoza’, dice, recordando su experiencia de tantos años, y manda llamar a Calixto, que es quien atiende esas rutinas. Y este se demora, está desde temprano llevándole una nueva dosis de tratamiento a la pobre Alma Nubia, que todavía se queja, aunque curiosamente permanece dormida. ‘Mírela –le dice Jerónimo a Calixto–, se quejó toda la noche mientras dormía, no me dejaba dormir a mí y cuando trataba de ver qué le pasaba, comenzaba a roncar’.
—Aquí lo que hay es un tendal de enfermos –le dice a Calixto cuando lo ve llegar con su morral de drogas y herramientas.
—Vaya y le dice al comandante, él está pensando que debemos irnos de este sitio lo más pronto posible.
“Alma Nubia no podía ni pararse y no quería que la molestaran. Por fortuna la carpa quedó en un lugar alto y protegido, las cobijas le habían quitado el escalofrío, la diarrea se le había cortado y el sueño había hecho presa de ella hasta el punto en que parecía muerta. Jerónimo, para acabar de ajustar, seguía sintiéndose culpable, así que se levantó a hacer una inspección personal y a que le dieran un parte preciso de lo que estaba aconteciendo. Se despereza a sus anchas, remueve las legañas que como escamas le cubren los ojos, abre la boca en un bostezo fenomenal, pide café a uno de sus subalternos, quien corre a buscar el termo entre sus pertenencias, se calza las botas que ya están limpias, pide agua para enjuagarse la boca, aprovecha para lavarse la cara, se seca con el poncho que esta húmedo por haber permanecido afuera, maldice y se asquea del olor a sudor y humedad, pisa duro para ajustarse las botas, se rasca las pelotas y se las acomoda lo mejor que puede, se pone el cinturón con la pistola y da su tercera orden del día: ‘Que todos se pongan en fila para una inspección’.
“Del paseo que hace Jerónimo por el campamento y con el que pretende motivar a sus hombres para continuar la marcha, le queda claro que el lugar es inapropiado y propenso a ser malsano. Son las ocho de la mañana y aún se cierne una llovizna que empaña la vista; las botas se hunden en los charcos y las medias, de nuevo empapadas, chapuzan sumergidas en el pantano; los hombres, de pie al paso del comandante, tiemblan de frío y el saludo les sale castañeteando entre los dientes; las ropas escurren colgadas de las ramas de los arbustos; los más acuciosos hacen ejercicios en un solo punto para espantar el frío; los secuestrados parecen sumergidos en un desasosiego más, y los que todavía se sienten fuertes protestan al paso del mandamás. Oscuro el día porque los árboles son tupidos y no dejan entrar ni una gota de sol; lleno el terreno de aguas estancadas y pútridas (miren no más lo que le pasó a Alma Nubia), y sin ningún sitio protegido para evitar que el olor los invada; la maleza cubierta de hierbas espinosas y muchos quejosos por haberse rayado la piel; sin manera de conseguir leña de buena calidad, lo que los condena de nuevo a comer enlatados. Lo mejor es salir de ahí sin perder más tiempo, aunque habrá que cargar a Alma Nubia, a Irene y quién sabe a cuántos más. Si están de buenas tardarán cuatro o cinco horas en encontrar un lugar mejor.
—Yo creo –opina Jerónimo– que es mejor enviar una avanzada para buscar un lugar adecuado.
—¿Y a quién? –responde Garrapacho.
—Personas de confianza. Dos o tres, no más.
—Entonces mejor voy yo.
“Calixto va y viene de la tienda de Jerónimo a las hamacas y al cambuche improvisado para los secuestrados; busca ideas entre los indios para el manejo de las enfermedades, los tiene en cuenta, por fin, claro que sin drogas qué más se le iba a ocurrir. Hojas de romero hervidas para las afecciones del hígado de Irene. ‘Cocidas a fuego lento’, recalca Necul. ‘Pero primero hay que conseguirlas’, es enfático Calixto. ‘Es como tener el vademécum sin farmacia’, los regaña. ‘Hagan la lista para la fiebre, la diarrea, el vómito, la tos y el mal de la bilis, antes de que se nos muera esa vieja’. Y ellos, los indios, siguen hablando, que la verbena, el ruibarbo, el eucalipto, la acedera y la malva. ‘Y si de paso consiguen ruda, háganle, que por ahí hay una pelada embarazada’. Se trata de Adelaida. Es mejor prevenir. ‘Por ahí derecho le bota las lombrices’, se ríe Koya, recordando que con eso los purga la madre Uma.
—Piérdanse y no vuelvan con las manos vacías.
—Vamos, claro, pero que nos den de comer. Si no, esta vaina es muy verraca.
‘Pilas’, da las órdenes Calixto y Elián es responsable de despacharlos con el estómago lleno. ‘Y despierten a ese haragán de Morris que yo creo que no sirve sino para dormir. Les aseguro que anoche debió vigilar sonámbulo; ese idiota se duerme parado. ¿Ya regresó Jónatan?, a ese trío de vagabundos hay que pisarles la raya’. Calixto sigue corriendo de lado a lado dando órdenes y atendiendo a los enfermos. Ese día el hombre parece imprescindible. Hasta ganas le dan de que le permitan un año sabático para refrescar los conocimientos científicos; otro paseo por el SENA le serviría de descanso y a la vez le ayudaría a la revolución; por la revolución son los sacrificios de tantos años de sufrimientos y para eso es la autoridad, ser parte de los jefes de este comando y de la confianza del jefe, nada menos que de Jerónimo, quien suena para ser miembro del Secretariado, y de La Sombra, que es su maestro en cosas de la medicina. Si el tiempo diera, esa misma tarde se lo diría a Jerónimo, se lo hablaría en confianza, ahí mientras él le pida que alivie a esa vieja de Alma Nubia, para que vea que sí le prodiga atenciones y que lo ocurrido ha sido un simple accidente. ‘Dile –le suplica– que lo de la enfermedad es algo que se venía incubando de tiempo atrás, que eso del agua del pozo no tuvo que ver con el asunto. O no es verdad, como me lo has dicho, que hay enfermedades que aparecen quince días después de una picadura de zancudos’. Y Calixto haciendo puntos. ‘Claro, jefe, eso que usted dice es una verdad de a puño. La ciencia probó que eso es así. Mire no más las enfermedades de los niños, como la viruela y esas cosas; la gente se contagia y a los días aparece el mal’.
“Cuando Jerónimo se desocupa de su tarea principal y ve que sigue dormida su mujer, se sienta a mirar el descalabro de su Columna. Veinte prisioneros abatidos por el cansancio alrededor de un árbol; lamentos por doquier, su tropa debajo de plásticos negros alrededor de los árboles, anegado el terreno que ha recorrido descalzo primero y luego con botas, la lluvia todavía cayendo, sus ropas escurriendo agua y de nuevo, para acabar de ajustar, el ruido de los helicópteros en el cielo.
—Que nos maten –dice–, lo que soy yo me voy a ir a dormir”.