Читать книгу El sol que nunca vimos - Jaime Restrepo Cuartas - Страница 13

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9.

Sulay sueña todos los días con un guerrillero sin nombre. Ese de ojos con estrellas en las pupilas, que se le acercó un día en la ribera del río y le dijo que ella era muy bonita; aquel que le pidió irse con él para acompañarlo en su lucha revolucionaria. Lo recuerda como si hubiera sido hoy. Su sonrisa, la piel de sus manos, lo fuerte de sus brazos. El único presentimiento que conserva como esperanza es que esté en el mismo comando con sus dos hermanos, Koya y Necul, aunque de ellos tampoco volvió a saber nada. La desesperación es cada vez mayor, sobre todo desde que unos helicópteros, como libélulas gigantes, cruzan por la zona con sus retumbos de miedo. Esos aparatos son una novedad para ella y por eso al sentir la cercanía de alguno de ellos, sale despavorida, deja lo que esté haciendo y escondida detrás de las ramas de un árbol, los sigue con los ojos bien abiertos hasta verlos desaparecer y continúa ahí hasta que el retumbo se desvanece. Incluso piensa que él y sus hermanos pueden haber muerto en los bombardeos que hace el ejército en la selva contra los campamentos de los guerrilleros. Ella conserva el anhelo de que la persona en quien piensa y sus hermanos todavía estén vivos. Sulay sigue soñando con él, es el primer hombre en hablarle de su belleza y aunque no sabe cómo será eso de estar enamorada e irse a vivir con alguien, siente un vacío en la boca del estómago y no le provoca comer. Está como picada de una especie de desasosiego que la mantiene atormentada.

Su madre, Uma, la ve como perdida en un sueño y se lo explica a su marido. “Hace mal los oficios y se le olvidan las tareas”. Ha ensayado sin resultado alguno las raíces de valeriana y las flores de tilo, y Tayel dice que son cuestiones de la edad, ya se le pasará. Mas es tanta la insistencia de la madre, que Tayel accede a llevarla un día a Barranquillita para un examen médico, a ver si sufre alguna enfermedad de esas raras que le están afectando las entendederas. Y ese día llega, los designios son así. No es tan fácil, hay que ir cuatro horas remando contra la corriente y en el invierno los ríos están crecidos y torrentosos.

En el bongo, fabricado por él mismo, van también dos raciones de plátanos, nadie sabe cuáles pueden ser los imprevistos de un viaje de tal naturaleza. Tayel es experto remero y sabe por dónde la corriente es más suave. Sulay aprovecha para mirar el paisaje, los alcaravanes que cruzan con su alboroto de aves desesperadas, los remolinos de las orillas, los raudos de la corriente, las dantas que se esconden al sentir la presencia intrusa, las hojas secas que se precipitan desde lo alto de los frondosos árboles y los caimanes que toman el sol del mediodía en el arenal de las orillas. Tayel, que hace mucho no va hasta Barranquillita, encuentra el pueblo cambiado. Como nunca. Hay allí una base del ejército que antes no existía y cuando llegan al embarcadero, unos soldados de guardia, armados hasta los dientes, les piden papeles y requisan al padre de la muchacha. El indio tiene su cédula y siempre la lleva en una bolsa de plástico, y Sulay es apenas una niña y aún no tiene papeles.

Cada uno carga una ración de plátanos al hombro y juntos recorren los caminos que los conducen por entre los ranchos. Apresuran el paso. Deben atravesar el poblado antes de que se acaben las fichas que reparten para las consultas médicas. Hace calor y hambre a esa hora del día. Primero descargan los plátanos en el granero de un indio conocido en la región. Allí los dejan como en consignación y el agregado les da un anticipo pues es costumbre conocida que los indios llegan sin dinero. Con ello piensan pagar la consulta, la comida y si es posible comprarán los medicamentos que ordene el médico.

El centro de salud es una construcción de madera con techo de zinc en las afueras del pueblo; el letrero se encuentra sobre la pared del frente y al entrar hay un salón de recibo con sillas de plástico en donde están sentadas varias mujeres con niños en los brazos y un anciano asfixiado que se apoya en un bastón hecho de guayabo a medio pulir, y al médico hay que esperarlo de su regreso del almuerzo. Al frente de la entrada hay una puerta batiente que da a una sala de procedimientos adonde está prohibida la entrada del público, y al lado, detrás de una puerta cerrada, se encuentra el consultorio. La enfermera les indaga el motivo de la consulta, frunce el ceño al escuchar a Tayel, les advierte que quizá no los puedan atender, esas cosas que cuenta no muestran que el caso sea urgente; sin embargo, les da la ficha con un número. El indio le paga mil pesos con monedas de quinientos y ella les indica dónde deben sentarse. “El médico es muy caritativo –se dirige a ellos– y no deja de atender a nadie”, se conduele al ver la angustia reflejada en la cara de Tayel.

Justo a las dos de la tarde llega el médico con su bata blanca y el estetoscopio colgado en el cuello, mira en derredor, saluda con una sonrisa a los presentes, le da instrucciones a la enfermera y le ordena que haga pasar primero al más enfermo. Entra entonces el anciano asfixiado y Aracelly, la enfermera del lugar, lo ayuda a subir a la camilla. Sulay atisba por la puerta entreabierta, hasta que la enfermera la cierra tras de sí. “Respire hondo, respire hondo, diga treinta y tres”, se oye decir adentro. Con el anciano, Sulay siente que el médico se demora eternidades y luego lo escucha preocupado por la avanzada afección. Entonces oye cómo lo hace pasar a la sala de procedimientos y allí ve que le instala un suero y le pregunta a la enfermera si hay oxígeno. “No ha llegado todavía, doctor”, le responde Aracelly quejándose de la tardanza de ese camión destartalado que viene de San José con balas de oxígeno amarradas con cadenas y siempre llega tarde. Entonces el médico ordena que le ponga una inyección de aminofilina en el frasco de suero y la enfermera se va a cumplir el pedido.

Luego de unos instantes de respiro, el médico mira a los que están sentados y se queda contemplando los ojos de Sulay. Su padre, viendo la dedicación, se levanta a contarle qué padecimientos tiene la muchacha. Apenas si alcanza a balbucear algo sobre cómo está decaída y tuntunienta, cuando el galeno le pone la mano en el hombro y le dice que espere un poco. “Hay otros pacientes más enfermos que ella”. Entonces toma del brazo a una de las mujeres que está sentada y carga a un niño desmadejado en su hombro. Los ojos de la mujer son en extremo saltones y parecen no caberle en las cuencas. “Siga”, le dice y desde afuera los demás escuchan el nuevo interrogatorio. “Diarrea y vómito, ¿desde cuándo?”. Es la rutina de todos los días. “Deshidratado y desnutrido”, termina diciendo. Hay que darle suero casero y cucharadas de plátano cocido. “¿Sabe hacer el suero?”, le pregunta y la mujer asiente. Tayel piensa que el plátano cada vez se cotiza más; sirve incluso como remedio. La mujer sale con la fórmula y el hijo sigue desmadejado sobre su hombro. Cuando abandonan el lugar, Sulay espera ser la próxima.

Eso no ocurre, primero está la otra señora que ha descargado a su hija en el suelo y que la ve jugar con un cucarrón que ha caído muerto tal vez de viejo. Al levantarse, se nota que la mujer está en embarazo, y al coger la niña, esta tiene el cucarrón en su boca y ella tiene que sacárselo con los dedos. Entonces la niña llora, le han quitado el juguete. El médico la carga y la aplaca palmoteándole la espalda, mientras la mujer se acomoda el vientre y trata de dar el paso siguiente. Son dos consultas porque la niña no come bien y está más barrigona que ella. “Son los parásitos que se la están comiendo”, vaticina el médico, “hay que sacarlos”. Luego le hace la consulta prenatal, “falta como un mes”, le dice ella; “tiene que tomar vitaminas y mucha leche”, le aconseja él y sus palabras las siguen escuchando los que esperan en silencio a que les llegue su turno. “Eso sí es como difícil, doctor, por aquí la leche ni se consigue”. Sulay, mientras espera, piensa que eso le gusta de ser mujer (lo del embarazo, tener un bebé) y resopla de la impaciencia. Mientras hace cuentas del tiempo que llevan ahí sentados, las tripas le suenan del hambre y por eso le pide al papá que vaya a comprar algo, y Tayel le explica que la tienda queda lejos y ya casi va a ser su turno y él tiene que explicarle al médico las cosas; ella es tímida y no dice nada y el médico debe saber lo que le pasa. “¿Y qué es lo que me pasa?”, le pregunta ella. Tayel calla, entre otras cosas, tampoco sabe nada.

El sol que nunca vimos

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