Читать книгу El sol que nunca vimos - Jaime Restrepo Cuartas - Страница 8

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4.

“Hoy me toca cocinar –piensa Jónatan–. La reserva de leña se agotó y ayer no pude recogerla, como era mi obligación. Casi siempre lo hago con buena anticipación. Como estuve de guardia hasta las ocho de la noche, la pereza me pudo. Lo primero que debo hacer desde antes del amanecer es ir con mi linterna recogiendo los troncos y las ramas secas tiradas en las cercanías del campamento, mientras asumo la tarea de llenar de nuevo el depósito de leña, del cual soy el encargado. De todos modos, a esta hora, así no llueva, la bruma cubre el lugar y siempre se encuentran los troncos húmedos por el rocío de la noche, y si la madera es buena sé que estará seca por dentro”. Jónatan se sienta a mirar la bruma, es hermosa, cubre lentamente el follaje y se va disolviendo con la brisa. “Soy baquiano para recoger leña –divaga–, ese ha sido mi oficio desde joven. A él me acostumbraron mis superiores, incluido mi padre, que ni siquiera me invitaba a abrir surcos en la sementera o a sembrar plátano en las riberas del río. A veces la costumbre hace de oficios triviales lo más importante de la vida, o si no que lo digan los bisoños. Muchos compañeros se confunden usando cualquier tipo de madera, húmeda o verde. Gastan la provisión de fósforos y terminan pidiendo ayuda. El mío es un trabajo agotador y a veces me aburro, debo recorrer distancias desconocidas, lo que me permite salir un poco de la rutina, distraerme pensando, soñar con los deseos que me han sido ajenos; airearme de tanto comentario pesimista o de tantas quejas, ver animales raros que en la selva abundan y enterarme de los riesgos.

“Veo loras que cruzan con sus ruidos infernales bajo los primeros rayos de luz, las que se matizan en el paisaje cuando están solas y cruzan en bandadas haciendo algarabía; siento los micos alborotados en el bosque, las lagartijas que huyen al estropearles el sueño con las pisadas de mis botas, las chicharras que chillan –estridulan, me corrigió una vez Irene–; sin embargo, hoy entre los ruidos del amanecer existe un rumor extraño. Me quedo quieto casi sin respirar, para percibirlo mejor. No es un huracán de los que sacuden los árboles de cuando en vez, tampoco el sonido de la lluvia que se aproxima a ráfagas y uno percibe a la distancia, menos una desbandada de zainos perseguidos por alguna fiera; es como un temblor constante que sacude el aire y estremece la tierra. Aguzo el oído; cada vez está más cerca: son helicópteros, varios de ellos; no se trata de uno solo y pronto estarán dando vueltas encima de nosotros. Silbo tres veces –y mi silbido es agudo y fuerte–, lo suficiente como para que los guardias avisen y se pueda ocultar lo visible; se apaguen las lámparas de aceite o los cigarrillos de los fumadores; se esconda lo que esté a la intemperie, se vigile a los retenidos y se les apunte con los fusiles con el fin de evitar locuras que nos pongan en riesgo, al ser ellos los primeros en sentir pánico si se trata de un bombardeo.

“Yo me quedo petrificado bajo un árbol frondoso. A través de los ramajes veo rayos de luz penetrar el boscaje; hojas secas cayendo quizás por el estruendo; observo el cielo clarear, oriento mis ojos con los oídos, mi corazón se acelera y la sangre me retumba en las sienes. A veces uno cree que el sonido también lo escuchan los demás. No hay ruidos en la selva, solo las hélices de los aparatos que serpentean en el aire. Ellos dan vueltas en círculos. La altura no le permite a Jerónimo ser certero con las balas de su fusil; ni se ven ellos desde nuestros escondrijos ni nos alcanzan a ver con sus binóculos. Los helicópteros parecen pájaros merodeando a sus presas, buscando con ojos agudos, alistando garras, prestas las bombas para ser lanzadas. Pero ellos también deben estar seguros del blanco. No pueden desperdiciar el arsenal. Jerónimo orienta el cañón de su fusil con ganas de bajarlos con un tiro de gracia, sin embargo sabe que la distancia es mucha y la visibilidad poca, y se contiene. Tamborilea sobre el cañón de su AK 47. Seguro verían el destello, sentirían el trueno y el impacto no alcanzaría a ser mortal, como él lo quisiera más que nadie; al fin, los jefes viven de sus triunfos y de la ostentación que hagan luego.

“También he soñado con hacerlos caer, habría que darles en el rotor o en el tanque de la gasolina. Como cuando tumbaron el helicóptero de los gringos. A esa distancia es casi imposible. Si por cosas del azar, más que de la puntería, se lograra dar en el blanco, entonces se precipitarían contra la selva y de seguro morirían calcinados, explotarían las bombas que llevan adentro y quedarían ellos mismos reducidos a cenizas. Hechos partículas en una estela de humo. Cocinados en su invento. A veces comentamos estas posibilidades entre nosotros cuando estamos alrededor de una fogata o al comer juntos, que no es frecuente; la mayor parte del tiempo estamos corriendo de acá para allá, huyendo del acoso de la tropa, ahora empecinada en acabarnos. Muchos prometen hacerlo algún día y Jerónimo piensa tener el armamento necesario. Los misiles tierra-aire. ‘Están por llegar’, dice. Vienen por la frontera. ‘Ahí sí los volveremos papilla’, se ufana. Eso repite Jerónimo y mientras tanto el tiempo pasa y los problemas son cada vez mayores. Además hay muchos incrédulos. Dicen que promete demasiado, quizás más de la cuenta. Y uno en estos afanes va acumulando desconfianzas.

“Los helicópteros se alejan. Por fin. Ahora el sonido vuelve a ser un rumor, como al principio, y si no fuera por la congestión concentrada en la cabeza, por la tensión en medio de las sienes, por las palpitaciones del pecho, volverían a aparecer los sonidos de la selva, que también se han esfumado. A las fieras las carcome el miedo como a nosotros. La luz del día está plena y el campamento vuelve a la rutina y yo no he logrado conseguir la leña necesaria para preparar el desayuno. Pensé en hacer un poco de lentejas, con pasta de fariña y café. Me apresuro; apenas he logrado reunir unas cuantas chamizas. Necesitaré ayuda si no quiero ganarme un castigo. Jerónimo es muy exigente y casi nunca tiene en cuenta las explicaciones, por más razones que existan. Elián y Morris me podrían ayudar, son mis amigos. O los indios, a los que todavía es fácil que nosotros, así seamos de bajo rango, les podamos dar órdenes; sobre todo yo, al conocer muchas de sus costumbres. Yo comparto sentimientos con ellos, a veces peleamos y nos hacemos maldades, dejamos de hablarnos incluso, aunque siempre terminamos unidos en lo fundamental. Que es lo importante –eso decimos–. Somos como hermanos, nacimos en el mismo rancherío y andamos juntos en estas selvas desde niños.

“En el camino encontré un tronco grande y seco, así que suelto la carga innecesaria; lo levanto, me lo tercio al hombro y me apresuro a llegar. En este lugar debo asentar bien los pies. Todavía hay barro del último aguacero y las botas se me entierran en el pantano. Chapoteo y trastabillo. Por fortuna los jefes están reunidos comentando sobre lo cerca que estuvimos –me imagino–. Puede que decidan cambiar de campamento. Eso sería grave, aunque casi siempre ocurre. Morris se acerca, creo que viene en mi búsqueda; le pido el favor de traerme un hacha. ‘Vamos, camarada, me cogió el día’. Todavía tiene los ojos grandes del susto. No se mueve, se rasca la cabeza. Está nervioso y le tiembla la voz y se recuesta en un barranco hasta recobrar el aliento. ‘Ellos prohibieron las fogatas’, me dice todavía a media lengua y opina que vamos a tener que comer enlatados. Las latas cansan. No habrá fariña de mandioca – pienso– ni lentejas llegadas en la última remesa. En cierto modo me da tristeza, uno a las lentejas les va cogiendo el saborcito.

“Si yo pudiera decidir, o sea, si fuera el mandamás –y no es que me choque–, ordenaría quedarnos en este sitio. Hacía mucho no encontrábamos un lugar así. Hay un caño de agua limpia, se puede uno bañar y pescar. No nos ven desde el aire, los árboles son frondosos y el campamento está en el bosque. Hicimos las trincheras para protegernos y los chontos para hacer las necesidades del cuerpo. Tenemos espacio suficiente con hamacas, toldillos y plásticos. No es sino ser precavidos por uno o dos días y aguantarse las ganas de hacer una fogata o prender una linterna. Aquí el único problema es la falta del sol, solo existe si uno lo busca mucho; sin embargo, yo sé cómo bañarme de sol; encontré un claro entre dos bosques. El caño cae al río y se puede, en una canoa, llegar a un pueblo de colonos controlado por los compañeros. Allí todo es nuestro –el alcalde y hasta el inspector de policía nos apoyan– y la gente sabe que nosotros somos el máximo secreto que deben guardar. Aquí los secretos no son a voces, quien habla se muere y por esa razón por el río nadie ha llegado, diferente a los indios que viven adentro y que aprendieron a entender el lenguaje de la guerra. Si no, también se mueren. La muerte es de lo más natural en este oficio.

“Aquí manda Jerónimo; lleva como treinta años en la selva. Si no es más; ese hombre parece parido en una trocha. Él es mandón, como dicen, llevado de su parecer y no tiene quién le discuta. Es, para qué negarlo, demasiado experimentado y no da tiro; así que si él ordena la marcha, nos vamos. ¿Y quién chista? Si se decide se empaca en menos de una hora. Yo sé lo que nunca puedo dejar. En mi morral primero están la hamaca, el toldillo y el plástico; una muda de ropa y la comida. Y si se puede se meten otras cosas personales, conservadas como recuerdos o amuletos. Siempre dejamos espacio para las remesas. Yo trato de no perder mi linterna, la foto de mi mamá y un escapulario que ella me dio cuando me fui del rancho para meterme al monte con Morris y Elián. Si tuviera la foto de la india que conocí en el río, tendría un recuerdo más, ese que me permite soñar. Cada cual tiene sus propias reliquias, por ejemplo los retenidos se conocen porque lo primero que guardan es el cuaderno y el lápiz o un libro que se leen y releen cientos de veces. Si uno está acosado, el valor de las cosas cambia. Nosotros cuando muchachos estábamos afiebrados con eso de cargar un fusil y ese era el sueño: tener un fusil; también entramos a la guerra con la ilusión de ganar el sustento y por la aventura. No se puede negar, uno los veía pasar armados y sentía envidia.

“Así que todo está en veremos. Esperemos que ellos terminen de hablar para saber qué camino coger. Mientras tanto, quietud y silencio o más bien cuchicheos. Entre nosotros hablamos, contradecimos y opinamos, sin decirlo duro; aunque yo sigo en mi tarea organizando el desayuno. Este, más aún si hay que correr, habrá que darlo reforzado y tomarlo de afán. A fin de cuentas hay que cargar los morrales, los fusiles, las municiones, la comida y encargarse de amarrar a los retenidos, de a cinco, para evitar su huida. Además, muchos de ellos son convalecientes de alguna enfermedad y tienen gusanos en el empeine o se quejan de la espalda y de las piernas. Eso sí, se quejan más de la cuenta y a uno moviéndose todo el tiempo no le queda más remedio que ayudar, si no, el camino se hace largo. Bueno, y también da pesar sobre todo con las mujeres retenidas. No están acostumbradas a trayectos largos y a tantas dificultades. Uno tiene su corazón y se conduele, aunque hay unos que prefieren verlos sufrir y se les ve la sonrisa de sádicos. Como quien dice: ‘no importa que se jodan. Al fin, ¿no son ricos pues?’.

“Las órdenes son precisas. Hay que abandonar el lugar. Nunca el enemigo había estado tan cerca; es probable que nos hayan visto y si eso es así ya tienen las coordenadas y esta noche vendrá el avión fantasma a destruirnos. Dicen tener detectores de calor y será fácil encontrarnos. Una sola bomba y ahí quedamos todos, fritos. A menos que estén seguros de que tenemos los secuestrados. Ellos son nuestra garantía. Así que, tomada la decisión, el campamento se vuelve una revolución. La gente corre y las órdenes se suceden sin interrupción; yo soy el único que no puede empacar todavía, debo distribuir la comida del desayuno: un tarro de salchichas, un pedazo de panela y agua mezclada con colorante, que todos deben comer de manera apresurada, mientras empacan. Los que vigilan a los retenidos los están amarrando de a cinco con cadenas que dan dos círculos en el cuello y les están entregando las provisiones. No solo la ración sino la remesa. El que no tenga el morral listo debe dejar sus pertenencias y sufrir las consecuencias. Si hay que hacer otro campamento y no se tiene un toldillo, los zancudos empiezan por alimentarse y termina el imbécil con paludismo. Así que hay cosas indispensables. O miremos el caso de los aguaceros, duran toda la noche y si no hay cómo cubrirse del frío, termina uno sin circulación en las piernas y sin aire en los pulmones.

“Un adiós al agua del caño: limpia y fresca. Se podía beber sin peligro. Muchas veces los caños son de aguas negras y al uno entrar encuentra el fondo lleno de hojas en descomposición y al pisarlas todo se vuelve turbio y fétido, como podrido. Por eso uno añora encontrar corrientes de aguas limpias en donde bañarse o quebradas que bajen de los cerros y sean cristalinas. Adiós a la construcción que habíamos hecho con tablas y troncos debajo de los árboles, bien protegida de la lluvia y donde alzamos las hamacas; el trabajo de tantos días para armar el cambuche de los retenidos y cubrirlo con alambre de púas. Atrás quedan el trabajo de meses y las pertenencias que debemos esconder bajo tierra: las canecas para el agua limpia, la motobomba, los baños, los caminos de piedra para evitar el pantano, un salón para juegos. Para mí lo más importante fue el sitio que descubrí para tomar baños de sol y el recodo del caño donde pesco curitos y la india lavando ropa en la ribera del río, mi refugio en las noches, a la que le pedí que se fuera a vivir conmigo. Eso es lo que más me molesta, tendré que aplazar el empeño de encontrarla de nuevo.

“Salimos sin mirar atrás. ‘Lo que nos espera es el futuro’, dice Jerónimo; yo pienso distinto. A mí me gustan los recuerdos y esos siempre están atrás. Volver a ver a mi madre, que me den un permiso para ir a visitarla a Puerto Palermo, adonde no he tenido la oportunidad de regresar. Aunque acepto las circunstancias, como he sido rebelde me tienen desconfianza. No volví a saber de ella. A veces le mando cartas con algunos viajeros que van por esos lados, mas ella no sabe leer y con este deambular incesante es difícil que uno se encuentre de nuevo con alguien que le quiso hacer un favor o le puede dar noticias. Mi madre es como un sueño, de esos que uno quiere conquistar. Se llama Josefina y debe tener cuarenta y cinco años, si no más. Se quedó con Erasmo y Donato y con mi hermanita que tendría unos cinco años cuando yo me fui de la casa y se llama Samanta. Mi padre Alcibíades no me importa tanto, de él recibí muchos castigos, aunque ahora, con el tiempo, he venido aceptando sus maneras.

“En esta zona el terreno es difícil, hay que abrir trocha, tumbar rastrojo y las hierbas te cortan los brazos cuando pasas y las espinas se entierran en la piel. Además, la tierra es húmeda, cenagosa y en ocasiones avanzar en el pantano se hace dificultoso. Los rehenes suelen cansarse fácil o se hacen los cansados; a fin de cuentas ellos no están por ayudar y uno debe entender la situación. También es por lo duro del camino, así que debemos esperarlos de trecho en trecho. Uno de ellos no tiene botas, sino unas especies de zapatillas y se queja todo el tiempo, se le entran las piedras y el barro y muchas veces se le quedan enterradas en el pantano. Yo mismo le insisto que no las deje perder o terminaría con los pies destrozados o lo que es peor, cargado por nosotros, como si no tuviéramos suficiente obligación. En el camino sentimos de nuevo el ruido de los helicópteros; por fortuna pasan lejos y en dirección al campamento abandonado. Quizás algo descubrieron ya que las imágenes tomadas en las zonas sospechosas son analizadas luego en un centro de control; eso dice Jerónimo. Sin embargo, por precaución, nos quedamos un rato quietos, medio ocultos, hasta dejarlos de oír.

“Siquiera no llovió anoche, de otro modo estaríamos en medio de un lodazal que nos tragaría enteros. Hemos venido siguiendo el caño hacia arriba para alejarnos del río, buscamos un campamento que en otra oportunidad dejamos. Son las cuatro de la tarde, no hemos probado bocado, no sabemos dónde estamos, así que nos toca buscar un lugar propicio para acampar. Aquí, bajo la selva, sin tener un horizonte, sin saber por dónde sale o dónde se oculta el sol, la guía es el correr del agua o el golpear del viento si uno es baquiano, mas las curvas que hacen los caños y las ciénagas que se encuentran a cada paso distorsionan la orientación. Al fin, por lo tarde y por esa especie de afán, escogemos un sitio húmedo, sin rastrojo y con otro caño pero de agua oscura, sin fondo. Sin embargo, el cansancio no permite otra cosa que hacer. Armamos las hamacas, amarramos los toldillos, ponemos el plástico, nos quitamos la ropa y la lavamos en el agua. Los que van llegando después no se pueden bañar ni alcanzan a lavar sus pertenencias, las aguas agitadas las dejan sucias. Es preferible el olor a sudor que la podredumbre; por lo menos el cansancio lo hace a uno dormir y se le olvidan los olores. De pronto, cuando el frío no te permite hablar, de improviso, como una especie de augurio, se oyen los gritos de una mujer”.

El sol que nunca vimos

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