Читать книгу El sol que nunca vimos - Jaime Restrepo Cuartas - Страница 12
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“Se supone que la promiscuidad está prohibida en el movimiento y así se recalca en muchas oportunidades. Incluso las advertencias están en el manual y en los códigos revolucionarios. Sin embargo, estos suelen perderse con frecuencia, especialmente cuando abandonamos todo para escapar de un ataque, en donde, en últimas, lo que importa es salvar la vida. Yo en alguna ocasión tuve uno de esos folletos y me lo leí con atención. Recuerdo cuando recibimos la visita de uno de los jefes del Secretariado y uno de sus ayudantes trajo un paquete con cartillas que se les distribuyeron a la mayoría. No había suficientes y ellos pidieron que las circuláramos, para que todos tuvieran la oportunidad de aprender las reglas de la revolución. A mí no me alcanzó, mas uno de mis cuñados, el indio Necul, que no sabe leer y estaba ese día en primera fila, me lo dio y me pidió le explicara luego el contenido.
“A mí se me perdió la cartilla una vez que ocurrió un ataque, para mí el más sorpresivo de mi vida como guerrillero; yo estaba de guardia y solo pude quedarme con lo que tenía puesto: una muda de ropa. Por fortuna Elián tomó mi morral, que estaba casi vacío y conservaba mis cosas más personales, y después, una vez nos reagrupamos, me lo entregó. Eso fue antes de que estuviéramos a cargo de los secuestrados; ahora es más difícil que eso ocurra, nosotros tenemos, igual que el Secretariado, tres cordones de seguridad, y sería muy extraño que no nos alcanzaran a avisar. En esa oportunidad nos zumbaban las balas y hubo varios muertos en nuestras filas, como quince recuerdo y todavía me estremezco.
“Ahí hay frases buenas que le encienden a uno el fervor revolucionario, como eso de la igualdad y que no haya ricos para que tampoco existan pobres. Bonita frase, ¿no? Son cosas que se dicen, por eso me gané muchas veces la enemistad de Jerónimo. ¿Cómo así que él si puede gastar a sus anchas y a nosotros nos dejan migajas?, ¿por qué a él le llegan las cajas de whisky que después se las tenemos que cargar nosotros y para la tropa es apenas una pizca de aguardiente? Son cosas indignas. Por la tienda de él pasan las mujeres, obligadas, lo que a mí me consta. O si no vean a Alma Nubia, quien dejó incluso a Garrapacho, que curiosamente sigue siendo su amigo, para irse a vivir con Jerónimo, y entonces, ¿por qué a uno no lo dejan buscar la suya, así tenga que ir lejos y se corran los peligros que sean necesarios? Nadie les está pidiendo que la moza de ellos se acueste con uno. Peligros corremos a diario.
“Cuánto diera por volver a ver a Sulay, sabiendo que los hermanos me pueden llevar por el monte. Ellos se conocen bien otros caminos que nosotros ni siquiera imaginamos y que los indios no nos enseñan y los mantienen como un secreto de la comunidad –y los secretos de ellos jamás se divulgan–. Yo por eso me he hecho buen amigo de los indios, son mis cuñados, aunque se ríen cuando les hablo del tema. Se burlan con razón, yo no he visto a Sulay sino una vez; aunque yo sé que ellos tienen ganas de ir a visitar a la madre Uma. ‘Estamos listos’, me responden, ‘esas selvas son nuestras’. Y les tienen nombre a los ríos y las quebradas. ‘Llegamos a caño Loro’, me dijeron; ‘estas aguas son podridas y ahí nacen las larvas de los gusanos, a ellas vienen a defecar las loras’.
—¿Cómo así que a defecar?
—Pues sí, ellas también tienen sus misterios. A los árboles de las orillas del caño vienen las bandadas de loras, nosotros hemos visto miles. Y de ese caño nunca beben.
—¿Así es la cosa?
—Así como le digo. Y él médico y ni se da cuenta de lo que pasa. No indaga como lo hacemos los indios.
“De todos modos en esa cartilla me di cuenta de la existencia de un código moral que no cumplen ni siquiera los jefes. Esos reglamentos sirven cuando se le hace un juicio a algún guerrillero: ahí sí se aplican con severidad y he tenido la oportunidad de ver castigar a alguno por intentar huir, sonsacar a la mujer de uno de los jefes o violar a alguna de las muchachas o, mejor dicho, porque ellas les dijeron que las habían violado. Digo esto aunque francamente creo que a Astrid no la violaron sino que a Chorro de Humo, el guerrillero que la preñó y luego huyó con ella, lo pescaron antes de que se embarcara en Buenos Aires rumbo a San Vicente del Caguán. El hombre no se dio cuenta del seguimiento que le hacían, le tenían desconfianza. A él lo acusaron de violación y de traición y por eso lo fusilaron, y a ella le quitaron los rangos y privilegios y le practicaron un aborto contra su voluntad. Pero las cosas no son como parecen ser. Todos recordamos que ella lo asediaba y fue la que lo hizo fracasar. A nosotros, conocedores del tema, no nos dejaron declarar. Yo por eso me cuido, no vaya a ser que le resulte a uno una torcida y lo meta en una novela bien preparada. Acá se le paran muchas bolas a las declaraciones de las mujeres, y como hay tan poquitas la mayoría se mantiene con ganas de ganarse el favor de alguna.
“Sí, Chorro de Humo, el mismo negro que estuvo en el rancherío aquella vez que mi padre me entregó a la guerrilla. Allí mi taita hizo un acuerdo con ellos. Era muy joven y el rostro no se me olvidará jamás, fue él quien le puso el fusil a mi madre cuando ella quiso rescatarme. Por eso lo odié desde aquel día y como la vida nos pone siempre en circunstancias difíciles de prever, luego me arrepentí de odiarlo. Aunque pensando lo que ha pasado hoy tengo un sentimiento ambiguo, especialmente después de haberlo visto sufrir cuando ocurrió la muerte de su mujer y de su hijo.
“Es mucho más difícil que las mujeres entren al movimiento; primero, son hogareñas y los padres tienen sobre las niñas una mayor influencia, y también hay mucha deserción una vez entran a las filas. Yo aprendí que hay que vincularlas cuando están jovencitas. En la adolescencia son desobedientes con los padres y les gusta enfrentárseles, liberarse e irse a recorrer el mundo, a tener aventuras. Sin embargo, las mujeres son más delicadas que los hombres y se aburren con facilidad de las tareas que exigen mayor fortaleza física; por eso muchas se escapan cuando quedan en embarazo y más si logran tener un hijo”.
Jónatan cavila y siempre que piensa en alguna mujer, recuerda a Sulay. Jamás olvidará su cara.
“Las mujeres de estos pueblos abandonados se deslumbran con los jóvenes que les coquetean cuando pasan armados recorriendo los caseríos. Ellos siempre buscan la manera de acercarse y hacerles propuestas y ellas ni lo piensan. Casi siempre se van la misma noche que les hacen alguna promesa, cualquiera que ella sea, y creo que las diferentes propuestas no importan. Así como los jóvenes se deslumbran con las armas por el poder que ellas otorgan, del mismo modo las mujeres se enamoran de los hombres que las llevan. De eso nos alegramos y cuando una mujer llega al campamento hacemos fiesta y todos queremos conocerla, ¿quién no?, y los jefes siempre les tienen consideraciones especiales; claro, ellos ni cortos ni perezosos las disfrutan primero.
“Para lograr quedar en embarazo y tener posibilidades de que le permitieran tener a su bebé, Astrid esperó a que uno de los comandantes le hiciera propuestas. Eso ocurría cada rato con las más afortunadas. Se cuidó de no aparecer enamorada de nadie y dejó de tener sexo furtivo con los compañeros. Ellas se pueden negar a esos encuentros esporádicos y a las quisquillosas se les va cogiendo ojeriza y eso trae sus desventajas en medio de tantas situaciones adversas. Esa es una de las particularidades con las mujeres; una vez pasan por las manos de los jefes, especialmente con los guerrilleros que no tienen mujer, deben prestar un servicio obligatorio. Aquí lo llamamos ‘servicio sexual obligatorio’, como los médicos con el año rural.
“Nosotros hacemos la solicitud ante Calixto, él es el encargado de distribuir los condones y de vez en cuando nos avisan, casi siempre de manera intempestiva, que esa noche tendremos mujer. Si no hay condones disponibles lo inducen a uno a que se eyacule afuera y se lo dicen de una manera perentoria; como quien dice, lo hacen responsable de la posibilidad de un embarazo. Uno tiene entonces tiempo de organizarse bien, bañarse y tener ropa interior limpia. Y en la hamaca, cuando la gente se está durmiendo, aparece una de ellas, cualquiera de las disponibles. Casi siempre es un encuentro rápido, solo de sexo, aunque si uno le gusta a la vieja, ella se queda ahí la noche entera y hasta lo puede hacer dos o tres veces. En ocasiones, de esos encuentros, han nacido noviazgos clandestinos, que uno disfruta como un adolescente, le toca pensar travesuras, jugar a las escondidas y corretear con ella por entre los matorrales.
“Cuando el día señalado por el destino llegó, el comandante que esperaba a Astrid resultó de otro frente. Era nada menos que Chorro de Humo. Lo llamaban de ese modo por ser negro como el carbón y porque se perdía de vista sin dejar rastro. De noche uno sentía cuando llegaba al percibir el olor a humo, cosa que él justificaba al comentar que le gustaba soplar el fogón en la cocina. Los nuevos compañeros arribaron un amanecer para hacer un intercambio de prisioneros, lo que es común para evitar que se vayan creando ciertas amistades que se tornan peligrosas. Hay secuestrados con mucho liderazgo y a esos hay que aislarlos o se hacen amigos de un guerrillero y se traman fugas o se buscan privilegios. Casos se han visto de guerrilleras que se enamoran de soldados y se escapan con ellos, como Nadia, una niña que huyó con un soldado por los lados del río Jiguamiandó en el Urabá chocoano. En esta historia, Chorro de Humo, como buena pinta que era, entró tumbando.
“Sin pensarlo dos veces se fue al río a ver a las viejas bañarse y allí se encontró a Astrid. Él le sonrió y ella le respondió con otra sonrisa; luego se le acercó cuando estaba lavando su ropa interior en el río. ‘Se va a poner bonita’, le dijo y ella le respondió que siempre buscaba ponerse bonita. ‘Estás sola’, le agregó. Era una pregunta obligada, entre ellos se cuidan de no tener broncas por una mujer. ‘Es mejor estar sola que mal acompañada’, le contestó y volvió a sonreírle. ‘Pero no pensarás permanecer así’, iba de una el negro. ‘Estoy esperando mi príncipe azul y –mirándolo de arriba abajo– no lo digo por el color’, así borró cualquier sospecha de racismo. ‘De pronto tu príncipe te llega de afuera’, se envalentonó Chorro de Humo. ‘Así será’, dijo ella finalmente, tomó sus prendas, las aireó un poco de una manera coqueta y se fue de regreso. Desde lejos volteó a mirar y él seguía allí, observándola con unos ojos oscuros que chispeaban con la luz del día.
“Pasó el tiempo y ellos se seguían de lejos con las miradas, se hacían cerca el uno del otro en las horas de las comidas, se tocaban con las rodillas cuando estaban sentados, se rozaban con las puntas de los dedos, se alineaban juntos en las paradas militares, se arreglaban algún desperfecto en el uniforme, se decían cosas dulces y se hacían pequeños regalos; cosas insignificantes, claro, aunque decían mucho: una moneda antigua, considerada por ellos de la buena suerte, la fruta seca de un árbol, como una que llaman ojo de venado; una libreta para escribirse cartas y dejarse recados o poemas y hasta un escapulario de la Virgen del Carmen que los protegiera de las balas de los enemigos, como yo he sostenido que ocurre con el que me regaló mi mamá. Casos se han dado de cómo un simple pedazo de tela puede impedir que las balas hagan huecos en el cuerpo, por más fusil que las dispare. Y llegaron a compartir parte de la comida, así fuera una galleta o un pedazo de panela o una fruta que alguien se encontraba por ahí en el monte. Y como los dirigentes del otro frente se quedaron en conversaciones durante días, ella mantuvo con él un tira y afloja; que sí, que no, todo el tiempo; hasta que él, desesperado, juró amarla y prometió no dejarla nunca.
—Ahora se va y me deja con los crespos hechos.
—Yo me quedo –le respondió–, me encargaron de hacer el empalme.
—¿Y eso, como cuánto tiempo es?
—Como pueden ser dos meses, pueden ser seis o un año, uno nunca sabe.
—¿Y si me está tomando el pelo?
—Cómo se le ocurre si lo mío fue amor a primera vista.
“Era el tiempo que requería Astrid para ir fraguando su futuro. Lo iba a enamorar, iba a hacer que quedara rendido a sus pies y luego lo utilizaría para sus propósitos. Que no eran malos, porque ella no era despiadada. Además el negro le gustaba; era bonito y tenía un físico para enamorar a cualquiera y en eso de enamorar a alguien tenía cierta cancha; más o menos experiencia. Astrid lo aguantaría hasta ponerlo a punto de colgar la toalla y cuando le dijera: ‘no me joda más que yo no quiero nada con usted’, entonces le permitiría besarla y le mostraría que ella puede ser ardiente como la mujer de sus fantasías. Lo que necesitaba, en últimas, era que el negro la sacara de ese infierno y se la llevara a vivir afuera, así él se devolviera con ese cuento de seguir haciendo la guerra. Entonces siguió engatusándolo, diciéndole que sí, pero no; poniéndole citas y luego excusándose, no la dejaron moverse o le habían puesto tareas de último momento. ‘Yo necesito un jefe que me trate bien, como a una dama’, le dijo como sin querer. Y él fue paciente, por lo menos el primer mes, porque luego, viendo que lo podían transferir de nuevo a su comando, alegando misión cumplida, lo cogió un desasosiego que lo hizo ser imprudente hasta el colmo de que la mayoría se dio cuenta de que el negro se moría por ella. Cuando lo vio a punto de estallar, Astrid cambió de táctica.
—¿Sabes? –Se le acercó ella casi hasta rozarle los labios, poniéndole una cara dulce–, me gustaría tener un hogar, con hijos y todo.
—Será cuando ganemos la guerra… –Mas ella lo interrumpió para no dejarle dar un respiro.
—¿Tú de veras crees que vamos a ganar la guerra?
—¿Por qué no?
—Porque cada vez nos corretean más, cada vez estamos más adentro de la selva, cada vez tenemos menos comida y ni drogas se consiguen.
—Aunque tenemos mucha plata y con ella se consigue de todo. Y además a mí me tienen confianza y me dejan manejar mucho billete.
—Qué va, por ahora lo único que hacen es encaletarla. Para nada sirve el dinero guardado. Además, eso va para el alto mando.
—Yo sé dónde se encuentran algunas caletas con mucho dinero. Tengo las coordenadas. No iba a ser tan bobo de no guardarlas sabiendo que yo mismo las enterré.
“Lo cierto fue que Chorro de Humo comenzó a pensar más allá de los límites, más de lo que le permitían sus principios revolucionarios. ‘Esa mujer puede tener razón’, pensaba. Llevaban casi tres años de un lado para otro, a los secuestrados los habían cambiado de frente varias veces y empezaba a ver que muchos compañeros, incluso buenos amigos, desertaban de las filas. ¿Cuándo se había visto tal cosa? Antes de cruzar la serranía del Chiribiquete, iban con frecuencia a La Macarena y a Miraflores y hasta bebían en los pueblos, sin riesgos y rodeados de amigos.
“Él conocía el Apaporis, el Ajajú y La Tunia y el Vaupés como la palma de su mano, pero no sabía cómo conseguir un permiso para llegar a Buenos Aires. Ahora ni pensar en disfrutar; estaban pasando por épocas de vacas flacas, por tiempo vidrio. Sin drogas para un simple dolor de cabeza y sin remesas de arroz o de lentejas. Intentaba el negro hacer un recuento de los compañeros muertos y no le alcanzaban los dedos de las manos y los pies, y esos eran los que conocía. ‘Cuántos muertos hemos enterrado que ni siquiera sé cómo se llaman’, decía entre dientes.
“Y para qué mentirse uno mismo, plata sí había y para qué les servía si no podían gastarla. Millones de dólares que no tenían manera de cambiar, empacados en chuspas y en canecas plásticas. Cuántas caletas por ahí desperdigadas, conservando unos mapas hechos a mano y estableciendo coordenadas guardadas en unos aparatos que mantenían los jefes escondidos en sus morrales y sin saber si podían regresar por ellas porque de tanto camuflarlas ni uno mismo sabía cómo se distinguían los sitios. Tres años hacía que les había tocado dejar la primera caleta de esas y nunca habían podido regresar. Uno oye decir que vamos a volver a tal o cual campamento y eso no es posible. Aquí los caminos son parecidos y los caños son iguales y la selva guarda la misma monotonía de siempre, con pájaros que ahora uno siente cantar de la misma manera y culebras de colores similares y árboles que no se sabe qué son y a los que no se les ven las flores.
‘Esa mujer puede tener mucha razón’, cavilaba Chorro de Humo y empezaba a tener pensamientos que lo alejaban del lugar; primero, el comandante Jerónimo les daba permiso de vivir juntos y entonces él se la llevaba a su hamaca y allí hacían innumerables jornadas de amor sin cuidarse de los merodeadores; luego, así no les dieran permiso ellos se veían a escondidas en medio del bosque y ahí se desnudaban y se recorrían a besos; después, como no podían verse, habían decidido escapar a toda costa. Pensaron sortear los recorridos por el río y esquivar las minas enterradas por ellos mismos y cruzar las selvas, impenetrables, alimentándose de animales que cazaran en el camino, de frutas silvestres y de palmiche, hasta lograr llegar a un caserío en donde no los conocieran y allí se entregarían al ejército.
“La oportunidad les llegó de manera diferente. Un día Jerónimo necesitó medicamentos urgentes para unas fiebres terciarias que asolaron medio campamento y comisionaron a Chorro de Humo para que fuera a buscarlas. Él solicitó la compañía de Astrid, lo cual le fue concedido al parecer como pago por sus servicios prestados. Fue así como salió rumbo a Buenos Aires, sobre la ribera del Ajajú, lugar que el hombre conocía, según se lo había dicho a muchos en el campamento: ‘palmo a palmo’. Así fue”.