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X DE DESCONOCIDO

Hobbes sabía que ya no iba a conciliar el sueño, así que se dirigió de vuelta a la comisaría a leer el archivo del caso: las breves entrevistas que les habían hecho a los vecinos con los que habían conseguido dar, ahora mecanografiadas; la declaración inicial de Simone Paige a Fairfax, y las notas del médico. El informe del forense aún tardaría en llegar, pero había pedido que comprobaran con urgencia una de las pruebas —la huella que había encontrado en la masilla azul del tocadiscos— para ver si coincidía con alguna de las de la víctima. Coincidía. Aquello hizo que se pusiera a pensar. Desde luego, encajaba con lo que había descubierto durante su visita a la casa.

Ojeó los folios que había encontrado en el salón y el que estaba en la boca de la víctima, que algún agente había alisado con cuidado y había metido en una bolsita de plástico transparente. El papel estaba arrugado y manchado de sangre por la parte de atrás, pero lo que había escrito en él se leía claramente. Era la letra de una canción llamada «Terminal Paradise». Estaba mecanografiada y había una serie de adiciones escritas con bolígrafo. Su compositor había firmado en la parte inferior de la hoja.

«Lucas Bell».

A las seis y cuarto, Hobbes desayunó unos huevos fritos con tostadas en la cafetería de la comisaría y, después, fue a la sala para preparar el tablón para la reunión de la mañana. Por un instante se quedó inmóvil y apartó de su pensamiento todo aquello que no fuera la tarea que tenía por delante. Debía demostrar su valía y, en aquel momento, más que nunca.

El agente Barlow fue el primero en llegar. Parecía que estuviera incluso más fresco que el día anterior. Meg Latimer llegó a las siete en punto, como si acabase de caerse de la cama, pero con su habitual sonrisa. Era la única de la comisaría que le había dado la bienvenida a Hobbes. Ella también había tenido problemas a lo largo de los dos últimos años, en especial, con la cantidad de alcohol que ingería. Por lo visto, había recibido una advertencia escrita, así que cabía la posibilidad de que la sargento no se sintiera unida a Hobbes sino por desesperación.

El detective Fairfax entró de lo más tranquilo diez minutos tarde. Llevaba el pelo recién lavado, peinado hacia atrás y pringoso por alguno de esos geles que dan aspecto de mojado. Vestía una americana elegante, una camisa con el cuello abierto y unos pantalones desgastados. Llevaba las mangas de la americana dobladas para que se vieran sus antebrazos morenos. No cabía duda de que iba camino de un ascenso temprano a sargento, o puede que a más; al parecer, los de arriba preferían estos profesionales jóvenes. El detective se disculpó por lo bajo y se sentó a su escritorio. Sacó un sándwich de beicon y empezó a comérselo con sumo cuidado para no mancharse la ropa.

Aquel era su equipo.

—Alrededor de la medianoche del sábado —empezó el inspector Hobbes—, un joven murió asesinado en su casa, en su cama. Se llamaba Brendan Clarke. —Señaló una fotografía de la víctima que había en el tablón y en la que aparecía con los rasgos intactos—. El señor Clarke había cumplido veintiséis años. Por lo que sabemos, vivía solo. Meg, ¿consiguió usted hablar con los padres anoche?

Latimer asintió.

—Poco rato. Querían ver el cadáver.

—¿Lo identificaron?

—El padre. Estaba conmocionado.

—¿Qué les sacó? ¿Cuáles fueron sus primeras impresiones?

—Tienen pasta. Viven en Maidstone. Amaban a su hijo con locura, eso me quedó clarísimo. Era hijo único. Brendan nunca les dio problemas, o eso dicen.

—Para lo que le ha servido... —comentó Fairfax con la boca llena.

Hobbes se quedó mirando al detective.

—¿Qué? Es la verdad —se defendió el detective.

El inspector negó con la cabeza.

—Hoy hablaremos con ellos como es debido. Ahora... —Se volvió hacia el tablón—. A la víctima le mutilaron la cara con un cuchillo. Le hicieron varios cortes: en uno de los ojos, en ambas comisuras de la boca, en la frente.

—Pero no hay ni rastro del cuchillo —observó Fairfax.

—No, se lo llevaron del escenario del crimen. Meg, ¿puede asegurarse de que busquen el arma por la zona?

—Ya estamos en ello.

—Muy bien. Seguimos esperando la autopsia, pero me inclino por aceptar la suposición del forense de que lo mató la cuchillada del cuello. —Miró a su equipo—. Me parece que en este caso el rostro es una pieza clave.

—¿Por qué el asesino dejó el resto del cuerpo sin tocar? —preguntó Latimer.

—Buena pregunta. Solo hay una zona de ataque. Se centró en ella. —Hobbes pasó a otro tema de inmediato—. Brendan era músico, cantante en una banda que se llamaba Monsoon Mon­soon. No es que fueran famosos, pero, en este caso, su música es un elemento clave.

Fairfax sonrió y soltó:

—¿La música? ¿De verdad?

—Sí, de verdad.

—Estoy de acuerdo, señor.

La nueva voz provenía de la parte de atrás de la sala. Era lo primero que pronunciaba el agente Barlow.

—¿Qué hace aquí ese poli? —preguntó Fairfax.

—El agente Barlow nos está ayudando.

—¿Ayudando? ¿Es que ahora el tráfico se dirige solo?

Fairfax miró a su alrededor en busca de risas de apoyo, pero nadie le rio la gracia y decidió sonreír con insolencia.

Barlow se atrevió a dar un paso adelante y añadió:

—De hecho, la música es muy importante, como la cara.

—Sí que lo tiene bien aleccionado, señor —soltó Fairfax—. Repite todo lo que usted dice. ¡Guau, guau!

Barlow llevaba una bolsa de plástico de supermercado, lo que incrementaba su aspecto cómico, y Hobbes no pudo sino sentir compasión por él. No obstante, así era la vida en el pozo de las serpientes, y lo mejor era que fuera acostumbrándose.

Latimer, con una gran sonrisa, dijo:

—Pasa de él, cariño, y preocúpate por ti.

El joven se ruborizó.

Fairfax, por otra parte, eructó sin complejos y puso los pies encima del escritorio.

—Lo siento, señor.

Pero sonrió.

Cada vez que el detective pronunciaba la palabra «señor», esta sonaba como un insulto.

Hobbes dio un paso adelante y suprimió de su voz cualquier tipo de emoción.

—No sé si será capaz, Fairfax, pero me gustaría que utilizara un tono más educado.

Por fin, le hacían caso los allí presentes.

—¿Me ha oído? ¿Lo ha oído? ¿Me han oído todos?

Todos se pusieron a murmurar, incluido Fairfax.

—Y ya, de paso, detective, la próxima vez llegue a tiempo.

—Me ha retrasado...

—¡Y baje los pies de la puta mesa!

Fairfax bajó los pies.

—Gracias. —Hobbes respiró hondo—. Me gustaría que repasáramos lo que aconteció a lo largo del día para ver hasta dónde podemos reconstruir lo sucedido.

Empezó la sargento Latimer.

—Los vecinos no han aportado gran cosa. Nadie vio nada que le pareciera sospechoso, al menos, hacia la medianoche. Ahora bien, tenemos una declaración de la vecina de la derecha, la señora Newley, que vio a una mujer abandonar la casa de la víctima por el jardín trasero a eso de las ocho de la mañana.

—¿Sabemos de quién se trata?

—No. La mujer en cuestión iba en dirección a la verja de atrás.

—¿Descripción?

—Joven. Vestida de oscuro. Nada más.

Hobbes ojeó la declaración de la testigo.

—Aquí pone que la vecina le vio la cara.

—Pero solo un instante. La joven miró hacia atrás y, en cuanto se dio cuenta de que la habían visto, corrió hacia la verja.

—¿Algún rasgo de su rostro? Lo que sea. ¿Tenía algo que destacara?

—Eso es todo, jefe. No pude sacarle más.

Hobbes lo dejó estar.

—Entonces, ¿quién es esa joven? ¿Alguna idea? Vamos. ¡Rápido!

—La asesina —respondió Fairfax—. Quién si no.

—Pero se fue por la mañana, eso es muchísimo después de la hora de la muerte de Brendan Clarke.

Fairfax se encogió de hombros y añadió a su teoría:

—Bueno, pues... la joven, llamémosla «señorita X» de momento, se quedó a pasar la noche.

La sargento Latimer negó con la cabeza.

—¿La asesina se queda a pasar la noche?

—Claro, ¿por qué no?

—¿Es lo que harías tú? —le preguntó ella.

—¡Oye, que yo no soy ningún asesino! Vete tú a saber lo que le pasa por la cabeza a una enferma.

—Muy loca tendría que estar...

—Meg, cariño, le cortó la cara a un tipo. ¿Acaso no te parece una locura suficiente?

Latimer se quedó mirando fijamente a Fairfax.

—No creo...

—Que no cree, dice.

—No creo que esto lo haya hecho una mujer.

Fairfax levantó las manos y soltó con sarcasmo:

—Vaya, ya empezamos.

—¿Qué pasa? Es que no creo que...

—Ah, que no crees. Dónde queda entonces el feminismo, ¿eh? Mismas oportunidades para asesinos, hombres y mujeres.

Latimer se echó a reír.

—Eres un mierda, Tommy. Un mierda de categoría.

Fairfax abrió la boca para responder, pero Hobbes les gritó a ambos:

—¡Ya basta!

La sargento apeló a él:

—De verdad, señor, no hay muchos casos, al menos, que yo sepa, en los que una asesina llegue tan lejos.

—Eso es cierto —convino el inspector.

—Lo es, claro. Podemos ser tan crueles como los hombres si es necesario, pero ¿acuchillar los ojos? No. ¿Mutilación facial? ¡No!

Lo dijo como si no hubiera más que añadir y todos se quedaron callados un momento.

—Lo tendremos en cuenta —dijo el inspector—. De hecho, tendremos todas las posibilidades en cuenta hasta que solo quede una. —Miró a Latimer—. ¿Qué quiso decir la vecina con eso de «joven»?

—No lo sé.

—¿Quinceañera? ¿Veinteañera?

—Es que solo la vio un instante, nada más.

Hobbes se mordió el labio. Dios..., a pesar de todos los problemas que había dejado allí, ojalá continuara en la comisaría de Charing Cross. Por lo menos, en aquel lugar a los polis no había que decirles cada dos por tres por dónde seguir.

—¿Cómo entró en la casa la joven esa? ¿Alguna idea?

—Supongo que la víctima dejaría entrar a la señorita X —respondió Fairfax.

Latimer soltó una risa.

Hobbes estudió el tablón unos momentos y, entonces, dijo:

—Creo que, a este respecto, estoy de acuerdo con Fairfax. —Miró a ambos detectives—. La víctima dejó entrar al asesino por voluntad propia. Brendan Clarke conocía al asesino o estaba esperando su visita.

Respiró hondo e imaginó el escenario.

—Todo empieza en la sala de estar. Los dos están bebiendo té. Uno de ellos le está enseñando algo al otro. Una de las hojas con letras de canciones. Si se trata de una mujer, cabe la posibilidad de que la cosa empezara a calentarse. Puede que... puede que se besaran.

Fairfax resopló, pero, al instante, pareció que se lo pensara mejor.

Hobbes continuó:

—Por ahora, digamos que Brendan Clarke invitó a nuestra señorita X a subir. Ella dice que sí y saca el cuchillo, o lo que fuera que utilizara, del bolso, del abrigo. —Hizo una pausa—. Lo sigue arriba. Brendan está tumbado en la cama, la está esperando...

Hobbes estaba allí mismo, en la habitación, por la noche. La víctima estaba tumbada delante de él.

—¿Qué sucede a continuación? —preguntó el inspector.

—Se mete en la cama también —contestó Fairfax.

Hobbes murmuró algo. Cerró la mano alrededor del mango de un cuchillo imaginario.

—Sí, Clarke se muestra completamente sumiso para ese momento. No lo ve venir. —El inspector hizo un movimiento sin darse cuenta, como si empujara poco a poco el cuchillo por el lateral del cuello de la víctima imaginada, como si copiara a la asesina—. Y entonces..., y entonces lo ataca. Lo mata.

Lo dijo entre susurros. La habitación se quedó en silencio.

—Ya lo ven, no hubo lucha.

Pasaron unos momentos. Fue como si Hobbes saliera de un trance. Se dirigió al fondo de la estancia para aliviar la tensión:

—¿Qué opina, Barlow?

—Estoy de acuerdo, señor. No hubo lucha.

—No, no la hubo. Fue una seducción.

La sargento negó con la cabeza, incrédula.

—¿De verdad piensa que lo asesinó una mujer?

—Es una posibilidad. Da la sensación de que Clarke se rindiera.

Latimer suspiró.

—Ya, claro, claro...

El inspector se volvió hacia ella.

—¿Tiene alguna otra idea, Meg?

—Estoy pensando en la visitante de la primera hora de la mañana. Digamos que la señorita X no es ninguna asesina. Entra en la casa más tarde, por la mañana. Puede que no sea sino una ladrona o una seguidora de la banda... ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—Monsoon Monsoon.

—Eso es. La cuestión es que entra y encuentra el cuerpo sin vida de Brendan Clarke. Se asusta, como le pasaría a cualquiera, y se da el piro por la puerta de atrás. La deja abierta. En ese momento, la vecina, la señora Newley, la ve.

—Pero no hay nada que indique que el asesino entró por la fuerza —soltó Fairfax.

—No sé... ¿Y si abrió la puerta con una horquilla? Puede que hubiera alguna ventana abierta...

La sargento se quedó callada, pero seguía pensando.

El inspector asintió.

—De una u otra manera, seguimos sabiendo muy poco de nuestro asesino; de la persona, ya fuera hombre o mujer, que asesinó a Brendan Clarke a eso de la medianoche. Por lo tanto, tenemos que encontrar a la señorita X. Puede que ella viera algo que a nosotros se nos ha pasado, que moviera algo o que se llevara algo. —El inspector se quedó pensando en el círculo limpio que había en la cómoda polvorienta del dormitorio—. Y si la teoría de Meg es la correcta, en la casa tenemos dos tipos de pistas: las de la víctima y las del asesino. —Frunció el ceño—. Eso va a complicar el asunto.

Nadie dijo nada.

—Y hay otra cosa. —Hobbes dudó. No sabía cómo decirlo de la manera adecuada, sin que sonase raro—. Da la impresión de que la víctima estaba por completo bajo el control del asesino.

Dejó que la idea calara. Los tres policías estaban esperando a que la desarrollara. El inspector los miró uno a uno y sintió una sensación de poder, una descarga de adrenalina.

—Este es un tipo de seducción muy diferente. No es sexual o, por lo menos, no lo creo. —Tomó aire—. Para empezar, el pedacito de masilla azul que había en el disco.

—Se llama Blu-Tack —le explicó Latimer.

—Sí, gracias. La cuestión es que tiene una huella, una huella muy clara, y sabemos que pertenece a la víctima.

Fairfax se echó hacia delante y preguntó:

—Qué quiere decir eso, ¿que él mismo puso en marcha el tocadiscos?

—Eso parece. O él mismo eligió el punto justo del disco, o el asesino lo obligó a hacerlo.

Daba la sensación de que la sargento estuviera confusa.

—¿Qué es lo que quiere decir?

—Quiero decir que da la impresión de que el asesino dirigía a la víctima. Clarke pone el tocadiscos en funcionamiento y el propio Clarke pone la masilla. En este caso, la víctima está disponiendo su propio escenario del crimen. Después..., después mueve la cama.

De nuevo, silencio. Todos lo miraban. Fairfax fue el primero en hablar:

—¿Que qué?

—La víctima empujó la cama de donde la tenía habitualmente hasta la pared de enfrente, donde la encontramos.

—¿Cómo coño sabe eso?

—Me pareció extraño, porque la luz de la farola que hay justo frente a la ventana le daba de lleno. Incluso con las cortinas cerradas, la luz entra y da en la almohada. No puedo creer que nadie quiera dormir de esa manera, ¿no les parece?

Nadie se atrevió a responder.

—Además, el teléfono no estaba junto a la cama, que es donde lo pondría la mayoría de la gente, no me cabe duda, en un dormitorio. Así que me fijé en la estructura de la cama y descubrí huellas de dedos y de palmas. Los de dactilares dieron con ellas. Aquí..., allí... —Puso las manos en el aire, frente a él, e hizo como si empujara la cama—. Además, hay cuatro marcas en la moqueta que, sin lugar a dudas, ha dejado la cama después de llevar años en el mismo sitio. Y también hay unos rastros que aún se ven en el pelo de la moqueta, rastros que demuestran que han empujado la cama y que lo han hecho hace poco; según creo, justo antes del asesinato.

Se quedó callado unos instantes.

—Cabe la posibilidad de que las huellas que hay en el cabecero de la cama sean de la asesina, aún no lo sé, pero yo diría que la asesina obligó a Brendan Clarke a hacer todo esto. Había que mover la cama. Era parte de la seducción, del ritual.

—Pero ¿por qué? ¿Cuál era el propósito? —preguntó el detective Fairfax.

—A mí se me ocurren dos razones. ¿A alguien se le ocurre alguna?

Nadie respondió, así que Hobbes prosiguió:

—Una: para imitar algún otro escenario, un dormitorio del pasado, por ejemplo... de la infancia, o de una relación anterior. Sería un escenario que tendría importancia psicológica.

—Demasiado freudiano para mí, joder —dijo Latimer.

—Y dos, y esta es la más probable, me parece a mí: para jactarse de su obra. La asesina quería presentar la cara de una manera concreta, el corte, que estuviera a la luz.

—Como un escenario.

Fue Barlow quien hizo el comentario. Hobbes se había olvidado de que el agente estaba allí.

—Exacto, como un escenario. Estamos en un teatro. Sin embargo, es aquí cuando la cosa se pone rara..., porque la cara de la víctima está cubierta con la sábana.

—Eso no lo sabía —dijo la sargento.

—No. Simone Paige admitió que bajó la sábana, que se la quitó de la cara a la víctima cuando la descubrió.

—Fairfax, esto no estaba en el informe que he leído —comentó Latimer, molesta.

—No... —Era evidente que el detective estaba contrariado—. Paige no me dijo nada al respecto.

—¡Joder, podrías esforzarte un poco más!, ¿no?

El detective se puso de pie y se encaró a la sargento. Tenía la cara roja de ira.

—¡No me jodas, Meg, que yo hice mi trabajo!

—A medias, como siempre.

El detective se acercó a Latimer con un puño por delante.

—¡Vale, vale! —El inspector se interpuso entre ambos—. No estamos aquí para pelear. Fairfax, siéntese.

El detective seguía hecho una furia, pero volvió a su escritorio y se sentó en el borde.

Antes de continuar, Hobbes esperó a que las aguas volvieran a su cauce.

—Pues ya ven cuál es el problema. ¿Por qué tomarse tantas molestias con la cama, con lo de cortarle la cara... y, después, tapar su obra? ¿A alguien le parece que tenga sentido?

Nadie dijo nada.

Fairfax movió la cabeza, desesperado.

—Esto es un caos. No llegamos a ninguna parte —comentó acto seguido el detective

—No, no, sigan pensando. ¿Qué me dicen de la cara? ¿Por qué esas heridas en concreto? Han de significar algo. ¡Vamos!

—Creo que ya lo tengo, señor —dijo Barlow desde el fondo de la estancia.

Todos se dieron la vuelta para mirarlo.

—A ver, adelante.

El agente decidió avanzar hacia el inspector y habló a toda prisa, antes de que los nervios se apoderaran de él.

—Creo que la asesina dio forma a un retrato.

El equipo se quedó observando al agente mientras este llegaba a la parte delantera de la sala con aquella bolsa cutre de plástico. Latimer hizo lo imposible por no sonreír, mientras que Fairfax se rio por lo bajo. Sin embargo, Barlow se comportó como si no se diera cuenta de todo aquello. Se puso firme y empezó a hablar:

—El disco que sonaba en el dormitorio era de la estrella del pop Lucas Bell.

—¿No fue ese el que se suicidó? —preguntó Fairfax.

El agente asintió.

—Así es, en 1974. De hecho, justo mañana harán siete años. Se pegó un tiro en la sien.

La sala de reuniones se quedó en silencio.

—Aquello fue impactante —comentó la sargento—. A mí solo me gustaba el soul por aquel entonces pero, aun así, lo recuerdo.

—A lo largo de los años, sin embargo —continuó Barlow—, su popularidad ha ido en aumento, en especial entre los adolescentes, que lo ven como una especie de héroe.

—La noche en que asesinaron a Brendan Clarke, él y su banda habían dado un concierto en honor de Bell —añadió Hobbes.

Fairfax encendió un cigarrillo y dijo:

—No lo pillo. ¿De verdad es importante para este caso esa estrella del pop que se suicidó?

—Bueno, la asesina, desde luego, quería que ese disco estuviera sonando cuando encontráramos el cadáver —explicó Hobbes—. Lucas Bell significaba algo para ellos.

—¿Se refiere a que eran fans?

—Sí, eso, fans. Es posible, sí.

—Entonces, ¿quiere usted decir que a Brendan Clarke lo asesinó una fan de esa antigua estrella del pop?

—No lo sé, pero, desde luego, es un comienzo.

Mientras pronunciaba aquellas palabras, el inspector sintió cómo la idea se alejaba aleteando, cómo se perdía casi.

—Podría haber sido cualquiera —apuntó Fairfax—. Un conocido, un pariente, un amante..., incluso alguien de su banda.

—Y estudiaremos todas las posibilidades, créame.

—Le creo, le creo, porque vamos a ser Meg y yo quienes nos encarguemos del trabajo de campo mientras usted y el señor polizonte, sin ánimo de ofender —se dirigió al agente Barlow—, se quedan aquí, escuchando esos putos discos y, en definitiva, perdiendo el tiempo, señor.

El inspector Hobbes cerró los ojos. Agarró el borde de la mesa con fuerza y se inclinó hacia delante. La expresión de su cara fue suficiente para que todos decidieran permanecer en silencio.

Aun así, se quedó esperando. Siguió apretando el borde de la mesa hasta que le dolieron los dedos. Aquella era la única manera que conocía para no perder el control. Entonces empezó a hablar, todavía con los ojos cerrados. Su voz era fría y calmada. Ignoró a Fairfax.

—Agente Barlow.

—¿Señor?

—Vaya usted al grano con lo de la cara de la víctima.

El agente hizo una ligera pausa antes de empezar a hablar. Entretanto, el inspector abrió los ojos y se fijó en su equipo. Latimer estaba muy concentrada en el relato, pero Fairfax miraba a Hobbes con una expresión muy neutra, si bien por detrás de aquella máscara el odio y el resentimiento eran evidentes. A Hobbes no le costaba percibirlos. Sentía como si el joven detective lo culpara a él por lo que le había sucedido al inspector Jenkes.

¿Es que aquello no iba a acabar nunca?

En un momento dado, el agente Barlow metió la mano en la bolsa de plástico y sacó un disco. Lo levantó para que el equipo entero pudiera ver bien la portada, que era de color púrpura y tenía las palabras «King Lost» escritas en amarillo en la parte de arriba, con el nombre del cantante en pequeñito en la parte de abajo.

—Este es el tercer y último disco de Lucas Bell, King Lost. Como pueden apreciar, la portada es muy sencilla. —Se peleó con el disco para sacar la funda interior—. Pero, en la funda, el cantante ha cambiado de apariencia: lleva una máscara.

Barlow desplegó la funda y Hobbes se unió a Fairfax y a Latimer para comprobar la imagen.

En la funda, el púrpura de la portada se convertía en un vibrante cielo nocturno en el que se divisaba la luna. Un cartel de neón dominaba la parte superior izquierda de la funda. En él aparecía, con la misma tipografía que la del King Lost de la portada, el nombre de un restaurante de fish and chips: el Duffy’s. Por debajo se veía el torso de Lucas Bell delante de una de las ventanas del establecimiento, de la que salía una luz muy brillante. El joven estaba desnudo y tenía la cara oculta con una máscara de pintura: la piel maquillada de blanco y la boca mal pintada de rojo, con las comisuras extendidas, como si pretendiera representar la sonrisa de un payaso, una sonrisa cruel. Debajo del ojo izquierdo tenía pintada una gran lágrima de color negro y, en la frente, una X de color azul. Era una imagen impactante. El inspector Hobbes no tardó más que unos segundos en darse cuenta de lo que estaba viendo: los cortes en la cara de Brendan Clarke eran la manera en que la asesina había querido representar aquel elemento de la máscara del famoso Lucas Bell. Era, tal y como había afirmado el agente Barlow, un retrato. Un retrato hecho con sangre.

Entonces, el agente señaló otro de los detalles de la funda. En la imagen también se veía una de las manos del cantante, extremidad con la que sujetaba un objeto pequeño y rectangular contra el pecho. Se trataba de una carta del tarot. La carta del Loco.

El rey perdido

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