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FIGURITAS Y MALDICIONES

El detective Fairfax fue el primero que abandonó la sala. El inspector Hobbes hizo el esfuerzo de seguirlo al pasillo, pero, a medio camino, pensó: «¿Por qué coño voy a hacerlo?». Puto pedazo de mierda presumido.

La sargento Latimer se le acercó.

—Tampoco es para tanto, ¿no?

El inspector negó con la cabeza, sorprendido.

—Ya volverá.

—¿Así lo cree?

—Eso es cosa suya, jefe, pero Tommy es un buen policía, se lo aseguro. Es joven y terco, sí, pero le pido que le dé una oportunidad.

—Me culpa, Meg. Sé muy bien lo que sucede.

Latimer inclinó la cabeza. Era un par de años más joven que el inspector, una morena muy atractiva, divorciada. Hobbes había oído historias sobre ella en los vestuarios, acerca de su vida social, pero, a decir verdad, no se creía de la misa la mitad o, mejor dicho, no se la quería creer. La miró. La mujer tenía los ojos vivos, agudos, y era evidente que su cerebro estaba en funcionamiento sin descanso.

—No le negaré que lo de Charlie Jenkes llegó incluso hasta aquí. Era una leyenda en la metropolitana.

—Lo era.

El inspector no podía sino admitirlo.

—¿Sabe que Fairfax y él se conocían? El padre de Fairfax y Jenkes crecieron en la misma urbanización.

—Eso no lo sabía, no.

Aquello inquietó a Hobbes.

—Por este motivo se ha mostrado tan a disgusto con usted. Charlie era amigo de la familia. Al parecer, jugaba al caballito con Tommy en sus rodillas cuando este era muy pequeño.

El inspector cogió el cigarrillo que le ofrecía la sargento.

—Me da igual. Fairfax tiene que superarlo.

—A decir verdad, jefe, creo que lo mejor es que le deje hacer lo que quiera. Yo diría que le sorprenderá.

—Me toca los huevos ese chaval.

—Bueno, señor..., usted nos los tocó a nosotros, así que están empatados.

El inspector se quedó mirando a la sargento. Su tono de voz iba cargado de sarcasmo.

—¿Cómo ha dicho?

Latimer se aproximó más todavía.

—No piense, ni por un instante, que me gusta por lo que está teniendo que pasar usted. —Entornó los ojos—. No me agrada. Ahora bien, creo que lo que le hizo usted al inspector Jenkes estuvo mal. Muy mal.

Hobbes no podía creer lo que estaba oyendo, pero dejó que la sargento continuara:

—Ninguno lo queríamos aquí a usted, pero eso ya lo sabe. Nos impusieron su presencia.

—¿Acaso cree que yo quiero estar aquí?

Latimer no cambiaba de expresión.

—Haré lo que me pida, señor, porque soy una buena policía, pero la verdad... —sonrió— es que me importa usted una mierda.

La última parte de aquella frase iba directa al corazón y, en efecto, lo alcanzó. Aun así, el inspector le mantuvo la mirada, una mirada dura.

—¿Ya ha acabado, sargento Latimer?

—Ya he acabado.

—Esta va a ser la última vez que me hable usted así, se lo juro.

La sargento asintió ligeramente, nada más.

—Y, ahora, quiero que me ayude a interrogar a los padres de la víctima.

—¿Un toque femenino?

—Llámelo como quiera.

—Claro. Lo espero fuera.

La sargento Latimer se fue de la sala de reuniones.

La situación era peor de lo que había creído. Trabajar en solitario siempre había sido parte de su naturaleza, desde que lo habían ascendido a inspector, pero aquello era diferente. Su mujer y su hijo no le hablaban, y tampoco le quedaban muchos amigos en el cuerpo. ¡Joder, pero si ni siquiera tenía despacho! Esa misma mañana, temprano, nada más llegar, hasta el conserje de la comisaría lo había mirado con mala cara.

Fue a su coche sin molestarse en esperar a Latimer. Estaba a punto de marcharse cuando el agente Barlow tocó con los nudillos la ventanilla. El inspector la bajó con la manivela.

—¿Sí? ¿Qué quiere?

Se fijó en que el joven se encogía ante su tono.

—Es que... me preguntaba si me necesita para algo más, señor.

—No.

El inspector arrancó y se quedó mirando a Barlow por el espejo retrovisor. Antes de llegar a la salida se sintió culpable e incluso durante un par de segundos se planteó dar media vuelta. No lo hizo.

El hotel Carlton estaba en el centro de la ciudad. Encontró un hueco en el que aparcar y estaba a punto de abrir la puerta cuando sintió, con la mano en la manija, que no se podía mover.

Era incapaz de moverse.

No paraba de temblar. No podía evitarlo.

Era un ataque de pánico. Maldijo en voz alta a sus compañeros, al cuerpo de policía en general, a su familia, la época que le estaba tocando vivir. A Inglaterra. A Thatcher. Al mundo. A él mismo. A toda aquella mierda en general. A la asesina. A los elementos que faltaban y que no era capaz de ver, que se escapaban de su alcance...

Y de nuevo estaba en el sótano del Soho, aquella noche en que todo se fue al garete. La sangre de aquel hombre salpicaba la pared...

Golpeó el volante con las manos tan fuerte como pudo. Una dosis de dolor para concentrarse, para liberar su cuerpo del encantamiento.

«Sigue adelante. Sigue buscando. Recuerda tu promesa».

«A Brendan Clarke».

«Daré caza a su asesino y lo llevaré ante la justicia».

«Se lo prometo».

Sin embargo, en esos instantes parecía una oración sin significado, vacía.

Caminó el corto trecho que había hasta el hotel, enseñó la placa en recepción y, a continuación, subió en ascensor al tercer piso. Fue el padre de la víctima quien le abrió la puerta y lo invitó a entrar. Su esposa estaba sentada en la cama, con un pañuelo arrugado en las manos, que había convertido en un gurruño largo y fino.

—Soy el inspector Hobbes. Lamento enormemente la pérdida de su hijo.

El señor Clarke no tenía tiempo para sentimentalismos.

—¿Cuándo nos entregarán su cadáver?

—Me temo que todavía no.

El hombre se acercó a la ventana y allí se quedó, en silencio, mirando a la calle. El cielo estaba gris y había algo de niebla.

A Hobbes le dio la impresión de que iba a ser a la madre a la que más iba a sonsacarle.

—Señora Clarke...

La mujer murmuró algo y se inclinó hacia delante.

—Disculpe, ¿cómo ha dicho?

—Me llamo Annabelle. ¿Tiene noticias?

—Nada que merezca la pena.

—Queremos saber quién le ha hecho esto a nuestro niño.

—Sí, sí, lo comprendo, pero, para eso, tengo que hacerles unas cuantas preguntas.

El señor Clarke se acercó y sentenció:

—No se preocupe, que haremos todo lo que esté en nuestras manos para ayudarlo.

—Me alegro. Gracias. Para empezar, ¿quién creen que podría querer hacerle daño a su hijo? ¿Saben si lo habían amenazado?

—No, por supuesto que no lo estaba —respondió él.

Hobbes se pasó los dedos por los labios.

—Bueno, pues está claro que alguien lo odiaba.

Annabelle Clarke contuvo el aliento. Luego, soltó un grito desgarrador.

El padre de la víctima se quedó mirando al inspector fijamente. Abrió la boca para decir algo, pero se quedó callado y la cerró. Hobbes se fijó en cómo la furia iba abandonándolo y en cómo se apoderaba de él una sensación de desesperación infinita. El hombre se quebró.

—Voy a tener que hacerles todas las preguntas que sean pertinentes.

El hombre se volvió hacia su esposa, que levantó la mirada y dijo con voz temblorosa:

—Ayudémoslo, Gerald. Es lo único que podemos hacer.

Hobbes era consciente de que tenía que aprovechar el momento. Se sentó en una silla y preguntó:

—¿Cuándo fue la última vez que vieron a Brendan?

—La semana pasada —respondió ella—. Solía venir a casa cada cierto tiempo. Una vez al mes, más o menos.

—Y eso, ¿qué día fue exactamente?

La mujer hizo memoria.

—El martes pasado... Sí, el martes pasado. Se marchó el jueves por la mañana.

—¿De vuelta a Londres?

—Eso creo.

—¿Sabían lo del concierto que iba a dar con su banda?

—No. No nos mantenía al día respecto a esas cosas. Nosotros..., a ver, que siempre lo apoyamos, pero...

Se le quebró la voz. Su marido dio un paso adelante.

—Nosotros teníamos otros planes para Brendan. Yo quería que estudiara abogacía, como yo. Tengo mi propia firma. Empezó a estudiar derecho, pero lo dejó a los seis meses. Siempre había tenido una faceta artística.

Negó con la cabeza, como si el arte fuera lo peor a lo que pudiera dedicarse uno.

—Estaba buscando su sitio en el mundo —añadió ella—. Pasó un tiempo estudiando teatro.

—¿Eso tampoco funcionó? —preguntó el inspector.

—Le ofrecíamos ayuda a cada paso que daba —aseguró el señor Clarke—. Dinero, educación, apoyo en cada uno de sus descabellados proyectos... Aun así...

El padre se quedó callado y se sentó junto a su esposa en la cama.

Hobbes empezaba a ver otra faceta de la vida de los Clarke.

—¿Era Brendan una persona taciturna?

La señora Clarke miró su pañuelo.

—Nuestro hijo era una persona muy apasionada —contestó la mujer.

—¿A qué se refiere con eso?

—Amaba la música. La adoraba. Me atrevería a decir que vivía para ella.

Las palabras, aunque se rompían a medida que la mujer hablaba, estaban muy bien expresadas, lo que dejaba claro sus orígenes. El inspector consideró que lo más probable era que la mujer hubiera recibido clases de oratoria.

El señor Clarke le puso una mano en el hombro a su esposa.

A Hobbes le pareció que veía algo en aquel gesto. No había sido un gesto especialmente natural, sino que parecía que hubiera nacido de la necesidad que les provocaba aquel momento. El inspector se preguntó cuánto amor se tendrían aquellas dos personas, incluso cuánto amor le tendrían a su hijo. De pronto, por unos instantes, se encontró pensando en Martin, que estaría en algún sitio, si bien él no sabía dónde, si bien él lo consideraba perdido.

—¿Dirían ustedes que Brendan estaba obsesionado con la música?

—Es una manera de decirlo, sí —respondió ella—. Su colección es muy extensa.

—¿Su colección?

—Estaba loco por Lucas Bell. ¿Sabe quién es? El cantante de música pop.

El inspector asintió.

—Brendan gastó mucho dinero en objetos que habían pertenecido a Bell o que habían tenido relación con él. Incluso nosotros lo ayudamos a obtener algunos de los más caros.

—¿Y dónde los guardaba?

—Unos pocos en su casa de Londres pero la mayoría en nuestra residencia.

Hobbes tomó nota mental de ello.

—Y también está lo de la revistilla esa.

—¿Disculpe?

—No era sino un fanzine o, bueno, al menos así es como lo llamaba él. Una revista dedicada a Lucas Bell, a su música, a sus canciones... y a su muerte. No paraba de escribir al respecto, de hablar de este tema. Ya sabe, de lo del suicidio. Eso nos preocupaba, ¿no es así, Gerald?

El marido asintió. Parecía que estuviera incómodo.

—¿Tenía Brendan algún interés en las cartas del tarot?

Tanto el padre como la madre miraron al inspector como si no supieran de qué les hablaba, hasta que ella dijo:

—Me temo que sus intereses cambiaban cada dos por tres. Solo lo de Lucas Bell se mantenía.

—Brendan era su único hijo, ¿verdad?

—Sí.

Fue el señor Clarke quien respondió a aquello.

—Lo siento, pero tengo que preguntarlo: ¿dónde estaban ustedes en el momento del asesinato de su hijo?

La señora Clarke no dejaba de retorcer el pañuelo, pero su marido respondió a la pregunta sin aspavientos:

—En casa, con unos amigos.

—Por favor, ¿podrían escribir los nombres de esos amigos y sus números de teléfono?

El señor Clarke asintió, se levantó y fue hasta el escritorio, donde se puso a apuntar en una de esas libretitas de los hoteles lo que acababa de pedirle el inspector.

Hobbes, que seguía sentado, se inclinó hacia delante. Se dirigió a la madre, una mujer que estaba sufriendo, así que lo hizo en voz baja, con suavidad:

—Annabelle...

Ella lo miró de inmediato y el inspector percibió expectación, esperanza, en su mirada.

—Tengo que saberlo todo sobre su hijo, sobre su vida, sobre sus amigos, sobre sus amoríos, sobre los enemigos o rivales que pudiera tener.

La mujer miró a su marido.

—Hable con Nikki. —Apenas un susurro.

—¿Con quién?

—Con Nikki Hauser. Es la teclista del grupo de mi hijo.

—¿De Monsoon Monsoon?

La mujer asintió a toda prisa.

—Llegaron a estar prometidos...

—Pero cortaron.

—Sí.

Gerald Clarke volvió a la cama y le tendió una hojita de papel al inspector Hobbes.

—¿De qué estáis hablando?

—Le estoy hablando de Nikki.

—¿Crees que eso tiene alguna relevancia?

—Podría tenerla —respondió el inspector—. Además, antes o después, voy a tener que hablar con ella.

—Bien —soltó Annabelle, que había subido el tono—, pues pregúntele por qué le hizo tanto daño a mi hijo y por qué seguía haciéndoselo a pesar de que ya se hubiera acostado con ese otro hombre.

Fue como si aquella explosión la hubiera agotado porque, en cuanto acabó de hablar, bajó la cabeza y escondió los ojos.

—¿Qué otro hombre?

—Me temo que desconocemos su nombre, pero Brendan se enteró de lo sucedido. Me lo contó.

—Sé que es difícil...

Tanto el padre como la madre se quedaron a la espera de lo que iba a decir el inspector, pero tampoco es que Hobbes pudiera añadir nada beneficioso a aquella situación, así que se puso de pie. La señora Clarke lo imitó.

—No sé qué le pasaría a Brendan —dijo la mujer—, pero estoy segura de que Nikki tuvo algo que ver.

Hobbes asintió y se le ocurrió una idea.

—¿Les importaría visitar la casa de su hijo conmigo?

Annabelle Clarke lo miró con la boca ligeramente abierta.

—Me resultaría útil que me dijeran si falta algo.

—No he estado muchas veces.

—Aun así, me resultaría de utilidad.

—En realidad...

—¿Es imprescindible, inspector? —preguntó el señor Clarke, que se había acercado a su esposa.

—Creo que sí.

—En realidad, me gustaría ver su casa —concluyó ella.

—Pues hecho.

Hobbes los llevó en el coche. Ambos fueron en los asientos de atrás y no se hablaron, ni hablaron con él, en todo el viaje.

Era algo más del mediodía cuando llegaron a Westbrook Avenue. La habitual vida urbana había regresado a aquella calle: un hombre con un perro, una pareja de jovencitos despreocupados... Cuando aparcó, el inspector pensó en cómo, después de lo que había pasado en el Soho, el comité disciplinario del cuerpo había recomendado que lo trasladaran a una nueva comisaría. Era normal, dado que, tras unas pocas semanas en la central de Londres, sus compañeros se habían vuelto contra él hasta tal punto que tenía la sensación de que su vida corría peligro. Por eso lo habían enviado a Richmond upon Thames, para apartarlo, porque creían que en aquellas calles arboladas no se podían dar muchas situaciones interesantes. Poca sangre se iba a derramar en aquel sitio, ¿verdad?

Salió del coche. Al principio, la señora Clarke no se atrevía ni a mirar la casa de su hijo; miraba al suelo. Fue el inspector quien los guio hasta allí. En cambio, una vez dentro, se limitó a seguir a los padres de habitación en habitación. Aquella era la tercera vez que visitaba la casa en las últimas veinticuatro horas. Por suerte, el olor a muerte se había disipado. La mujer chasqueó la lengua y se retorció las manos cuando comprobó lo sucia que estaba la cocina, lo mugrienta que estaba la moqueta, que había ropa manchada por el suelo.

—Brendan había sido un chico muy limpio, por lo general. Fue el año pasado cuando las cosas empezaron a írsele de las manos... Cuando su historia de amor con Nikki terminó.

Llegaron a la sala de estar. La señora Clarke cogió la fotografía enmarcada en la que aparecían su hijo, su marido y ella. Se quedó quieta, como si fuera incapaz de apartar la mirada de la fotografía, y murmuró algo.

—Annabelle... —Su marido le puso la mano en el brazo—. Cariño, ¿estás segura de que estás preparada para esto?

Ella apartó el brazo, molesta, y siguió caminando por la casa, esta vez por el pasillo. Se detuvo junto a la escalera y miró el piso de arriba. Empezó a subir. El inspector y su marido la siguieron hasta el rellano. Continuaron adelante. Se frenaron en la estancia donde se encontraban todos los instrumentos musicales.

—Fuimos nosotros quienes le compramos la mayoría de estos instrumentos —explicó ella mientras entraba.

Hobbes la siguió al interior y le preguntó:

—¿Le ha parecido que falte algo?, ¿que algo no esté en su sitio? Lo que sea.

—No, pero, como ya le he dicho, nosotros apenas vinimos por aquí. Esta es la revistilla de la que le hemos hablado —respondió mientras señalaba varios montones de revistas apiladas contra la pared.

—Su hijo había contado que poseía algo aquí, algo de gran importancia que había pertenecido a Lucas Bell o que tenía relación con él. ¿Sabe a lo que se refería?

La mujer se quedó pensando unos instantes.

—Disponía de muchas cosas que consideraba preciosas, tesoros, pero esas las guardaba en nuestra casa, no aquí.

Salieron al pasillo y se dirigieron a la parte delantera de la casa.

—Me gustaría visitar su residencia, dentro de poco. Quiero ver la colección de Brendan.

Annabelle Clarke se había detenido en el umbral de la puerta que daba al dormitorio principal y miraba al interior.

—¿Es aquí donde...?

El inspector Hobbes asintió y ella esbozó una mueca.

—¿Hay sangre?

—No. Bueno..., puede que un poco.

Entraron. La señora Clarke abrió los ojos de par en par cuando miró la cama, el colchón desnudo. Contuvo el aliento y se llevó una mano a la garganta.

—Han movido la cama —musitó. Lo miraba todo con avidez—. Y falta una cosa...

Hobbes sintió que se le aceleraba el pulso.

La mujer se acercó a la cómoda y se quedó mirando el círculo limpio que había en medio del polvo y que también le había llamado la atención al inspector el día anterior. La mujer pasó el dedo por el polvo.

—¿Qué ocurre, señora Clarke?

—Una figurita.

El inspector se sintió confundido.

—¿Cómo dice?

Ella se volvió y lo miró a los ojos.

—Ya sabe, una figurita, como una escultura.

—¿De qué?

—Del cantante, de Lucas Bell. Del hombre al que amaba.

El señor Clarke, que estaba al lado de la cama, refunfuñó. Su esposa lo miró.

—¿Pasa algo?

—Ya sabes...

—¿Qué, Gerald? ¿Quieres decir algo?

—Que no deberías utilizar esa palabra. Es asqueroso.

—¡Pero es que lo amaba! ¡Brendan amaba a Lucas Bell! ¡Lo amaba!

Su marido y el inspector se quedaron mirándola.

El rey perdido

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