Читать книгу El rey perdido - Jeff Noon - Страница 15
ОглавлениеLA LÁGRIMA
Se quedaron en silencio frente a la casa. Cada uno de ellos estaba completamente solo o, al menos, así es como se sentía el inspector Hobbes. Los minutos transcurrían muy despacio, hasta que, por fin, llegó un coche patrulla y aparcó junto a la acera. El agente Barlow salió del vehículo y fue directo hasta donde se encontraba la señora Clarke, a quien se dirigió de inmediato. Hablaba bajito y el inspector era incapaz de oír bien lo que le decía, pero se fijó en que la apesadumbrada mujer respondía cortésmente al agente. Barlow la acompañó al coche patrulla y la ayudó a entrar en los asientos traseros. El marido lo hizo después de ella. Ambos se mostraron agradecidos al agente.
—Llévelos de vuelta al hotel Carlton.
—Sí, señor.
—Barlow, quiero que siga trabajando en el caso.
El agente sonrió al oír aquello.
—Cuando llegue a comisaría, continúe con su investigación: Lucas Bell, su muerte, sus novias, sus colegas, sus canciones. Lo que sea que le parezca relevante. ¡Ah!, e investigue también a Monsoon Monsoon, ya sabe, la banda de la víctima. Quiero saber qué tal los trataba la prensa, cuánto vendían, cuántos seguidores tenían...; ese tipo de datos.
Barlow asintió y subió al coche. El inspector se quedó mirando cómo se alejaban y, entonces, volvió a la casa y fue directo a la estancia donde se encontraban los instrumentos. Quería llevarse algunas de aquellas revistas. Cogió la de arriba del todo de uno de los montones. La revista de Brendan Clarke se llamaba 100 Splinters. En la cubierta aparecía un boceto en blanco y negro de Lucas Bell y debajo ponía: «Siete años desde que murió. Revelaciones, recuerdos, entrevistas». También había muchos de los números anteriores, ejemplares que Brendan Clarke había ido publicando a lo largo de los años. El inspector eligió unos cuantos y se los llevó. Introdujo las revistas en su coche y, después, se dirigió a la casa contigua, el número 49, y llamó al timbre. Era lunes por la mañana, pero esperaba encontrar a los vecinos. Aunque ya había leído el informe de la sargento Latimer, con los años había descubierto que los vecinos suelen estar muy sorprendidos y que tienden a ocultar información por variadas razones personales. Volvió a oír la voz del inspector Collingworth en su cabeza:
«Comprueba, comprueba y vuelve a comprobarlo. Y ni se te ocurra pensar que con tres veces es suficiente».
Collingworth había tomado a Hobbes bajo sus alas cuando a este último lo nombraron detective. Se trataba de un policía duro, inteligente, que fumaba un cigarrillo detrás de otro, que olía a Old Spice y que, en la mayoría de las ocasiones, le gritaba en vez de hablarle. «¡Haz esto! ¡Haz lo otro! ¡No pares! ¡No te rindas!». Luego, ponía una mueca y empezaba a toser con tal fuerza que parecía que iba a echar los bofes. Ahora bien, Hobbes había aprendido el oficio a toda velocidad, de forma brutal a veces. Recordaba un incidente en particular, cuando lo había encerrado en una habitación con un cadáver que llevaba allí una semana y le había ordenado que diera con lo que no encajaba del escenario del crimen. El hedor era insoportable y el estado del cadáver casi le hace vomitar. Era pleno verano. Había moscas. Carne muerta llena de vida. Hobbes tardó diez minutos en dar con ello: unas pocas virutas de lápiz sobre la mesa. La cuestión es que no había ni rastro de lápices y que, por lo demás, la habitación estaba limpia y ordenada. Se había sentado a la mesa. Sin necesidad de moverse, desde allí veía el cadáver, que estaba en el sillón. Aquel detalle resultaba insignificante, parecía ridículo. Lo más probable era que no tuviera nada que ver con el asesinato. Aun así, se imaginó afilando un lápiz, preparándose para..., ¿para dibujar un retrato de la víctima quizá?
«Comprueba, comprueba y vuelve a comprobarlo».
Un anciano abrió la puerta del número 49. Era delgado, no muy alto, con la nariz aguileña y el pelo canoso con la raya baja. Sus ojos los agrandaban ligeramente los cristales de uno de aquellos pares de gafas subvencionados por el Ministerio de Salud.
Hobbes le mostró la placa.
—¿El señor Newley?
—Sí...
El anciano se mostraba receloso.
—Soy el inspector Hobbes. Me gustaría hablar con su esposa.
El hombre dejó al policía en la puerta y, un minuto después, llegó la testigo. Debía de tener la misma edad que su marido e iba vestida con un traje pantalón de color verde esmeralda. Su pelo era castaño, teñido con fruición y recogido con un pañuelo a juego con el traje. Una vez más, Hobbes volvió a presentarse. La mujer dudó unos segundos.
—Por favor, pase.
El inspector entró en la casa y la mujer lo llevó a la sala y le ofreció una taza de té. Hobbes declinó la oferta.
—Me gustaría que me hablara de lo que vio ayer por la mañana con la mayor cantidad posible de detalles.
—Es terrible... Brendan era un muchacho adorable. A pesar de...
Fue su marido quien acabó la frase:
—A pesar de todo el ruido que hacía, con todos esos rockeros apareciendo casi cada semana para tocar el chimpún ese. Y el estado de la casa... Y todas esas chicas, claro.
—Sí, era muy popular.
Hobbes asintió.
—El señor Clarke dio un concierto el sábado por la noche en el centro de Londres. ¿Lo vieron regresar a casa? Supongo que tendría que ser muy tarde.
—No, me temo que no. Nos acostamos a las diez y media, ¿no es así, Robert?
Su marido asintió.
—Sí, a esa hora siempre estamos en la cama.
El inspector los miró a ambos, a uno primero y al otro después.
—¿No oyeron nada esa noche? ¿Algo que les resultara extraño?
—¿A qué se refiere? —le preguntó ella.
—Gritos. Discusiones. Algo así.
Ambos negaron con la cabeza.
—Estamos separados —respondió el señor Newley.
El inspector tardó un momento en darse cuenta de que se refería a las casas.
—No pasa nada, no se preocupen. Háblenme de lo que pasó por la mañana.
—Me levanté a las ocho —empezó a decir ella—, que es lo habitual en mi caso, y bajé a la cocina para comenzar a preparar el desayuno, que es cuando vi a aquella joven por la ventana. Una muchacha.
—¿Me enseña la ventana, por favor?
Los tres fueron por el pasillo hasta la cocina, que estaba en la parte trasera de la casa.
—Yo estaba aquí, junto al fregadero, llenando la tetera, cuando vi movimiento en el jardín de al lado. Al principio pensé que se trataba de Brendan, pero él nunca se levanta tan temprano. Fue entonces cuando me di cuenta de que era una mujer y de que...
—¿De qué?
—De que se movía de manera extraña.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que se tambaleaba un poquito.
—¿Como si estuviera borracha o drogada? ¿Como si estuviera herida?
—No, no.
—Pues, ¿cómo?
Esa insistencia por parte del inspector preocupó un poco a la señora Newley.
—Pues que se movía despacio... Se balanceaba.
—¿Le dio la impresión de que estuviera asustada? ¿Nerviosa? ¿Estaba conmocionada?
—¡Sí, sí, estaba asustada! Eso me quedó claro más tarde.
—¿Cuando salió?
—Sí.
La anciana abrió la puerta de atrás de la cocina y salió al jardín. El inspector y su marido la siguieron. El jardín estaba muy bien cuidado, con macizos de flores y el césped recién cortado.
—Por lo normal, salgo aquí temprano para dar de comer a los pájaros.
En medio del jardín había un comedero de madera. Hobbes se acercó a la valla que separaba ambos jardines, que era lo bastante baja como para ver por encima de ella con claridad.
—Dígame, ¿dónde vio a la joven?
—Se dirigía a la puerta de atrás, pero se detuvo en un momento dado. Supongo que me oiría.
—¿Fue entonces cuando se dio la vuelta?
—Sí. —La señora Newley puso cara de preocupación mientras recordaba los detalles—. De pronto, me asusté.
Su marido la cogió de la mano y se la apretó.
—¿Por qué? ¿Por alguna cosa en particular?
La anciana se quedó pensativa.
—Lo cierto es que no. La cuestión es que allí estaba ella... y aquí estaba yo..., y me miraba fijamente... y, como le he dicho, la joven tenía cara de miedo.
—¿La reconoció?
—La verdad es que no, pero es que Brendan traía a mucha gente a su casa. Organizaba fiestas y así, ¿sabe? La cuestión es que casi siempre acababan en este jardín.
—A veces, armaban mucho jaleo —añadió el marido.
Hobbes asintió.
—¿Llevaba algo la joven?
—No estoy segura. Puede que llevara un bolso.
—¿De qué tipo?
La anciana no sabía qué responder. Parpadeó en varias ocasiones.
El inspector hizo una pausa, esperó a que la mujer se relajase antes de plantearle la pregunta crucial.
—Señora Newley, usted vio la cara de la joven. Dígame, ¿qué aspecto tenía?
La anciana se quedó pensando.
—Era de estatura media... —Frunció las cejas—. No sé qué más decirle.
—¿Cómo iba vestida?
—Con un abrigo negro.
—¿Qué tipo de abrigo?
—Uno negro.
El inspector se puso un poco tenso. La señora Newley continuó:
—Un abrigo negro y un sombrero negro. Por la radio habían dicho que iba a llover, así que me pareció normal.
—¿Llegó a verle el pelo?
—Unos pocos mechones, nada más.
—¿De qué color lo tenía?
La señora Newley negó con la cabeza.
—¿Qué edad tendría?
—Ay, cariño, tengo sesenta y ocho años, así que todas me parecen jóvenes. No sé, una quinceañera, diría yo.
—¿Y su cara? ¿Algún rasgo destacable? Lo que sea. ¡De algo tiene que acordarse!
—Por favor, no le hable así a mi esposa —dijo el señor Newley mientras se acercaba—. Estamos intentando ayudarlo.
A Hobbes se le apareció la cara cortada de Brendan Clarke, aquella máscara de sangre... Se había convertido en un sueño diurno recurrente.
—Esto es muy serio —les dijo—. Es un crimen muy grave. Se trata de un asesinato.
Los ancianos no dijeron nada. Los tres seguían de pie al lado del comedero para pájaros. Parecía absurdo, como si fuera una escena sacada de una obra de teatro.
La señora Newley cedió.
—Solo la vi un instante, ya se lo he dicho. Segundos.
Hobbes suspiró. Puede que de verdad no supiera nada, o nada relevante al menos. Fue entonces cuando oyó que la señora Newley susurraba algo. Se acercó a ella.
—Disculpe, ¿cómo ha dicho?
—Tenía una marca.
—¿A qué se refiere?
—Estoy pensando en cómo describirla.
Cerró los ojos mientras se concentraba.
—Dígamelo. Lo que sea —la presionó el policía.
La anciana intentó relajarse.
—Tenía una marca en la cara.
El inspector sintió una puñalada de esperanza.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué tipo de marca? ¿De qué color?
—No lo sé. Oscura, puede.
—¿Sangre?
Pensar en que podía ser sangre asustó a la señora Newley, que movió la cabeza.
—Muéstreme en su cara dónde tenía la marca la joven.
La mujer levantó poco a poco la mano y se tocó la mejilla izquierda, justo debajo del ojo.
A Hobbes lo invadió una nueva oleada de esperanza.
—¿Cree que era una marca de nacimiento? ¿Un tatuaje? ¿Maquillaje?
La anciana asintió con cada una de las opciones.
—¿Podría ser una lágrima? ¿Una lágrima pintada? Señora Newley...
La mujer respondió con claridad:
—Sí. Ahora que lo pienso, podría ser.
Hobbes se quedó callado. Su cerebro fue recuperando el ritmo y la máquina volvió a activarse.
Gotas. Empezó a llover sobre aquel jardín tan bien cuidado.