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EL BLUES DEL TERCERO EN DISCORDIA

El detective Fairfax llamó por teléfono para ponerlos al día respecto a los integrantes de Monsoon Monsoon.

—He dado con el batería, pero me está costando encontrar a la teclista.

—¿A Nikki Hauser?

—A esa, sí. No estaba en su apartamento. Tiene una compañera de piso, pero dice que Nikki no ha pasado por casa desde el concierto del sábado. Resulta sospechoso, ¿no le parece?

—En efecto.

—Seguiré buscándola.

—Al menos, tiene al batería.

—Sí, menudo personaje. Es uno de esos pavos reales que está chalado. Voy a llevarlo a comisaría.

—No, prefiero que no. Veámonos fuera de aquí.

—¿En dónde?

—En el Pleasure Palace.

Hobbes condujo hasta Covent Garden. Encontró un hueco para aparcar y, después, se abrió paso entre la multitud hasta que llegó a la callejuela en la que estaba situado el club. No es que pareciera gran cosa: una puerta verde con arañazos, un cartel y unos cuantos pósteres que anunciaban los conciertos del mes. Desde luego, un palacio no era, y lo del placer... no parecía que nadie fuera a encontrarlo en su interior. Aun así, y aunque fuera de día, había un grupo de jovencitas cerca de la puerta, algunas de ellas con peinados punkis y con la ropa rota, otras vestidas con colores y estilos estrafalarios. Fairfax estaba allí, junto a un joven con aspecto enfermizo. El detective lo sujetaba por detrás, por el cuello de la camisa.

—Es este —le dijo el detective—. Se llama Matthew Tate.

—Sputnik —farfulló el joven—. Llamadme Sputnik. Es como me llama todo dios.

Hobbes lo reconoció por la fotografía de grupo del disco.

—Toca usted la batería en Monsoon Monsoon, ¿no es así?

—Sí, así es, ¿y qué?

—Tenemos que hablar con usted.

—Sí, vale, pero dile al señor Cerdito que me quite las pezuñas de encima. Esto es acoso policial, ¿sabes?

El batería tendría veintipocos años y su pelo era negro, largo por arriba y rapado por los lados, y engominado de manera tan extraña que parecía que el muchacho acabara de salir de una película de ciencia ficción. Vestía una camiseta lila, un pañuelo de cachemira y unos pantalones ajustados de color púrpura; tonalidades brillantes que destacaban con el gris mate de su rostro. Estaba nervioso, alterado, y tenía los ojos fijos en un punto que parecía estar en movimiento constante a una distancia entre uno y dos metros de él.

—¡Saco de mierda! —le gritó Fairfax—. Me pones enfermo. Me das ganas de vomitar.

—Que me quites las manos de encima, tío. Te lo advierto.

Tate farfullaba y Hobbes era consciente de que poco iba a poder sonsacarle.

—¿Podemos entrar? —preguntó el inspector haciendo referencia al club.

—El dueño está aquí —respondió Fairfax—. El señor Carlisle.

—Bien.

El inspector examinó los pósteres que había junto a la puerta y distinguió el del concierto de Monsoon Monsoon. Decía: «¡El espíritu del Rey Perdido, resucitado en el escenario!».

Fairfax entró el primero. Pasaron por delante de un guardarropa y enseguida llegaron a la pista de baile. Se trataba de un sitio de tamaño mediano con el techo bajo y una serie de reservados a los lados. Había un par de limpiadoras fregando la pista y una camarera secaba y almacenaba vasos detrás de la barra. Hobbes olió la peste a cerveza rancia y a humo de cigarrillo por encima del intenso aroma a pino del líquido friegasuelos. A pesar de eso, el sitio tenía cierto aire de opulencia, de grandeza. De los techos colgaban telas de terciopelo y lámparas de latón, y por el suelo, aquí y allí, descansaban enormes almohadones.

El señor Carlisle los esperaba cerca del escenario. Era un hombre con aspecto animado, vestido con unos pantalones negros y una camiseta blanca que parecía que fuera a estallarle a la altura del pecho. No era mayor, andaría por la treintena. Llevaba un flequillo que le tapaba los ojos y un bigote como el de Freddie Mercury que diluía los demás rasgos de su cara.

El inspector Hobbes ignoró la mano que le tendía.

—¿Es usted el propietario?

—El propietario, el director, el burro de carga, el friegaplatos. —Se rio—. Andy Carlisle, a su servicio.

—¿Estuvo en el concierto del sábado por la noche?

—Fue una velada extraordinaria, el sitio estaba a reventar. Tuvimos que impedir la entrada a muchos clientes, situación que no me gusta nada.

—¿Me estoy perdiendo algo?

—¿Qué es lo que quiere decir?

— Monsoon Monsoon no son famosos.

—No, no, para nada, no lo son. Si le soy sincero, no es que me esperara gran cosa, pero resulta que sacamos las entradas a la venta y empezaron a venderse a un ritmo endiablado en cuanto la gente corrió el rumor.

—¿El rumor?

—Sobre lo que iba a hacer la banda. Sobre lo que tenía planeado el cantante.

—¿Y qué tenía planeado?

—Iba a conjurar al fantasma. Como en una sesión espiritista.

—¿Se refiere al fantasma de Lucas Bell?

—No, al fantasma del Rey Perdido. Lucas Bell y el Rey Perdido son dos personas diferentes. Muy diferentes. Por mucho que vivieran en el mismo cuerpo.

El dueño estaba hablando completamente en serio.

Hobbes examinó el lugar y se imaginó el club lleno de gente. Se fijó en Matthew Tate sentado en uno de los almohadones, con la espalda pegada a la pared. Estaba fumando un cigarrillo de liar.

—¿Qué es lo que quieren de mí? —le preguntó Carlisle.

—¿Se ha enterado de que el cantante de Monsoon Monsoon ha muerto? ¿Que lo han asesinado?

—Sí, algo he oído. Qué mierda.

—¿Qué recuerda del concierto de aquella noche?

Carlisle se quedó pensando unos instantes.

—Poca cosa. Me refiero a los detalles. Suelo estar trabajando, haciendo de todo un poco, moviéndome, comprobando esto y aquello. Ahora bien, el punto álgido del concierto fue una pasada. No me quedó otra que pararme a mirar. Fue una de esas noches en las que uno piensa: «Cómo acabará esto, como una orgía o en una revuelta».

—¡Ya te digo, tío! —Era Tate—. ¡Fue como un puto conjuro! ¡Llenamos el garito de fantasmas, os lo aseguro!

—Tú ahí calladito, cariño, que enseguida nos ponemos contigo —le soltó Fairfax.

Hobbes siguió hablando con Carlisle.

—¿Hay alguna fotografía?

—Lo cierto es que vinieron varios periodistas musicales y unos cuantos fotógrafos.

—¿Alguno destacable?

—El más famoso de ellos es Neville Briggs.

Fairfax anotó el nombre. Carlisle sonrió.

—Es que no sé si lo saben, pero, sin Lucas Bell, no existiría el Pleasure Palace.

—¿Qué quiere decir?

El dueño se quedó pensando unos instantes, como si estuviera rememorando algo.

—Mis amigos y yo odiábamos el punk. Odiábamos esa política de izquierdas caduca y su supuesta «autenticidad». Menuda pandilla de hipócritas. Para nosotros, la música pop tenía que ver con el glamur, con el romance. Era una fantasía. Era la manera de escapar del jodido día a día. Además, teníamos edad suficiente para acordarnos de los tiempos del glam rock, así que pinchábamos discos de Bowie, de T. Rex, de Roxy Music, de Sparks... y de Lucas Bell, claro. Le estoy hablando de finales de 1979, que es cuando empezamos en un cuchitril de Wardour Street. Aquello era más pequeño que un armario. La cosa es que empezó a correrse la voz y enseguida nos vimos rodeados de gente que pensaba como nosotros, mucha de ella más joven. Los chavales empezaron a vestirse con ropa sofisticada, como los músicos glam. De hecho, solo dejábamos pasar a aquellos que vistieran de una manera en concreto. Nada de punkis, ni hippies, ni gente aburrida. Ya sabe, únicamente dejábamos pasar a los «brotes del linde», como los llamaba Lucas Bell.

—¿Qué quiere decir eso?

—Ya sabe, a los incomprendidos, a la gente que está en el linde de la sociedad. Las preciosas flores que brotan en las zanjas, en las grietas del cemento.

El inspector Hobbes cambió de tercio.

—¿Sabe si alguien amenazó a Brendan Clarke aquella noche?

—Creo que hubo una especie de incidente fuera.

—¿Después del concierto?

Carlisle asintió.

—Yo no lo presencié, pero, al parecer, uno de los seguidores de Lucas Bell lo increpó e intentó pegarle.

—¿Y no sabe quién fue?

—No; la verdad es que me enteré más tarde.

El inspector le dio las gracias al dueño por su ayuda y le hizo un gesto a Matthew Tate para que se pusiera de pie y se acercara. Se quedó sorprendido al darse cuenta de que el joven batería estaba llorando. Las lágrimas le corrían por aquella cara cenicienta suya.

—¿Qué cojones...? —soltó Fairfax—. ¿Qué le pasa a este ahora?

—Está consternado —respondió el inspector.

—Así es... —convino el propio Tate, que miró a Hobbes y esbozó un gesto de gratitud—. Así es, ¿te enteras? Estoy consternado. Esto es demasiado... No puedo con ello. ¿Qué voy a hacer? ¡Está muerto! ¡Brendan está muerto! —Se volvió, llorando, y abrió los brazos hacia la sala—. Es que... Me refiero a que..., a que... ¿Quién va a cantar ahora? Esa es la cuestión, ¿sabéis? Esa es la cuestión.

Hobbes intentó que el joven recuperara el control.

—Le caía bien Brendan, ¿no es así?

—Por supuesto. El tío era la leche. A ver, un poco pijo y todo eso, pero no lo llevaba mal. ¿Sabes?, yo estaba convencido de que llegaría a algún lado. En serio.

El inspector se fijó en que el detective Fairfax se estaba poniendo nervioso, en que no dejaba de moverse a medida que él hacía las preguntas. Intentó ignorarlo, para lo que concentró la vista en Matthew Tate.

—Así que Brendan era ambicioso, ¿eh? ¿Quería tener éxito?

El batería se rascó la cara como ido y el inspector se fijó en que llevaba pintadas las uñas de un color púrpura brillante.

—¿Éxito? No, tío, él amaba la música, ¿sabes? Las canciones. El tipo estaba forrado..., bueno, sus padres. Nunca tuvo que esforzarse por nada. No como yo...

Dio la impresión de que el joven hubiera olvidado el resto de la frase.

Fairfax, por su lado, no dejaba de dar vueltas a la pista de baile.

—Ya me he cansado de tonterías —exclamó el detective mientras se acercaba a Tate—. ¿Qué es lo que quieres decir con eso, joder?

Tate siguió en otra dirección.

—Tienes que seguir tocando, ¿no es así? Tienes que seguir con el ritmo. —Movió las manos como si estuviera tocando la batería y en la sala se sintió una especie de energía—. Allá vamos. ¡Dale! Sí, señor. Muy bonito.

Fairfax cogió al batería por las muñecas para que se estuviera quieto.

—¡Eh! ¡Persecución policial! —gritó el músico.

El detective se echó a reír.

—Todos los críos sois iguales. Rebeldes con la cara blanca y vestidos con una blusa de vuestra madre.

Hobbes decidió dejar que fuera el detective quien siguiera un rato, aunque solo para ver si un acercamiento más duro los llevaba a alguna parte.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a Brendan Clarke?

—Fue aquí, tío, ¿dónde si no? En el concierto. Él era el cantante, ¿sabes?

—¿No fuiste a su casa después?

—Lo llevamos a casa.

—¿Después del concierto? ¿Lo llevasteis a casa?

—Conducía Nikki, sí. Nikki es la que conduce siempre. Porque no bebe, ¿sabes?

—Pero ¿visteis cómo entraba en casa?

—Claro, tío.

—¿Estaba solo?

Tate se humedeció los labios.

—¿Estaba solo?

—Sí, claro que estaba solo. ¿Con quién iba a estar? —Abrió los ojos de par en par—. Oye, tío, ¿qué quieres decir? ¿Que yo lo maté? ¡Yo no lo maté! Yo no fui.

Hobbes dio un paso adelante.

—¿Qué tal fue el concierto? —le preguntó al batería.

—Ah, tío, fue una locura. ¡Una explosión de cojones! Al público le encantó. Estuvo entregado desde el principio.

Fairfax refunfuñó:

—Esto es una pérdida de tiempo. Este es un gilipollas.

—Pues márchese —le dijo Hobbes—. Vaya a buscar al fotógrafo.

El inspector y el detective se miraron. Hobbes esperaba que le soltara alguna fresca, pero no fue el caso.

—De acuerdo. Vale. Pero..., mire... —Fairfax se llevó al inspector a un aparte—. Esta mañana... mi comportamiento ha estado fuera de lugar. Durante la reunión. He sido un cretino.

Aquello sorprendió a Hobbes, que miró interesado a su colega.

—No se preocupe, a mí también me pasa a veces.

—Sí, a todos nos pasa.

El detective se alejó despacio hacia la salida. Sonrió de camino a la camarera y esta le devolvió la sonrisa.

Las limpiadoras y el dueño se habían marchado. El inspector se sentó a una mesa y apartó una silla para Tate a modo de invitación. Se sentaron el uno al lado del otro.

—Tome, pruebe uno de estos —dijo Hobbes mientras dejaba su paquete de Embassy en la mesa.

—Ah, gracias. Estos molan.

Tate cogió el paquete. Le temblaban las manos. Encendió el cigarrillo con el mechero del inspector y le dio una calada como si no fuera a dar otra en la vida. Su respiración sonó aguda como un silbido.

—Ese otro poli es un poco bruto, ¿no?

—A veces sí.

Tate asintió.

—Ya. Alguna gente, gente normal, no se entera de lo que está en juego, ¿sabes? Es importante cómo hace las cosas uno, el aspecto que tiene y que sepa calmarse, joder. ¿Sabes a qué me refiero?

Hobbes asintió.

—A su ritmo, pero cuénteme todo lo que recuerde de la noche del sábado.

El batería sonrió. Era el primer gesto que le salía de dentro, en vez de ser algo producido por las drogas.

—No eres un mal tío, ya sabes, para ser poli. —Soltó el humo y se rehízo lo mejor que pudo—. Se suponía que era para Lucas. Para Lucas Bell. El concierto. Era un tributo.

—¿Fue idea de Brendan?

—Sí, claro, tú lo has dicho. Amaba al puto Lucas. Perdona... por los tacos y todo eso.

—No pasa nada.

El batería le dio dos caladas casi seguidas al cigarrillo y el inspector se percató de que el joven empezaba a relajarse.

—A Brendan le flipaba la idea, y a Nikki... A Nikki también le parecía bien.

—¿A qué se refiere?

—Tío, un día empezaron a hablar unas chorradas... Decían que iban a conjurar el espíritu de Lucas.

—¿Es eso lo que dijeron?

Tate asintió y siguió así un rato, como si una vez en marcha no tuviera muy claro cómo detener el movimiento de su cabeza. Parecía un pajarillo que intentara picotear una semilla pero que fuera incapaz de conseguirlo. Los ojos del joven se llenaron de lágrimas mientras recordaba el concierto. De súbito, se puso de pie y fue hasta la pista de baile. Saltó al escenario y empezó a hablar. Tenía los ojos abiertos de par en par.

—Baja la luz, ¿vale? Todo está iluminado de carmesí y dorado, fantasmagórico. Entonces, Brendan sale con la máscara, ya sabes, con la máscara del Rey Perdido.

Se quedó mirando al inspector, que se había puesto de pie.

—¿Se refiere a que se pintó la cara?

Tate asintió.

—Tío, daba miedo. La cara blanca, los labios extendidos y pintados de rubí, la lágrima justo aquí. —Se tocó la mejilla izquierda—. La cruz en la frente. Todo ese tinglado.

—¿Cuál fue la reacción del público?

—¡Se volvió loco! —El batería empezó a balancearse de lado a lado—. Al principio fue porque estaban sorprendidos, pero, entonces, Nikki empezó a tocar los acordes de la primera canción en su sintetizador y yo comencé con un ritmo... —Sus manos volvían a tocar la batería—. Los capturé. ¡Conseguí que se movieran! Fue entonces cuando Brendan empezó a cantar. Tío, pero si es que parecía que fuera el propio Lucas Bell. ¡Te lo juro!

—Así que la cosa iba bien.

—Iba de la hostia. La hostia de bien. Estaba siendo nuestro mejor concierto.

El batería se quedó en silencio. Su cuerpo necesitaba un descanso. Parecía que, ahora, le resultase más sencillo concentrarse. Hobbes lo presionó.

—¿Qué pasó a continuación?

—La cosa no dejaba de ir a más. Después de unas pocas canciones, la gente se dio cuenta de que estábamos tocando, tema por tema, la lista que Lucas interpretó en el Rainbow, en su último concierto. Las mismas canciones y en el mismo orden. Ya te he dicho que fue como invocar a los fantasmas. Era nuestra noche y, te lo aseguro, el fantasma de Lucas Bell se unió a nosotros en el escenario. Entonces, la cosa se desmadró.

—Ah, ¿sí?

Tate miraba al inspector desde el escenario.

—Era la última canción. La última canción del último álbum de Lucas Bell, en la que el Rey Perdido se mete una sobredosis y asciende al cielo del rock and roll, donde unos ángeles con guitarras eléctricas y alas fluorescentes lo aceptan.

El batería se quedó callado de golpe. Parecía que estuviera aterrado.

—¿Qué le sucede?

Tate empezó a temblar.

—Al final de esa canción... Brendan sacó un cuchillo.

—¿Un cuchillo?

—Se lo vi en la mano, pero no sé de dónde lo había sacado.

El batería tenía el brazo derecho extendido, como si sujetase un cuchillo. El inspector sintió que ya no hacía falta que lo presionara para que hablara.

—Dejamos de tocar. Nikki y yo. Hasta ella parecía que estuviera sorprendida... y un poco asustada. El garito se quedó en silencio. Todo el mundo de pie, mirando... y, entonces... Brendan se hizo un corte en la cara. —El batería empezó a parpadear, con el cuchillo en la mano—. Se cortó la máscara. —Hizo una pausa para coger aliento y, a partir de ahí, no pudo sino hablar como si le costase respirar—. Había mucha luz..., mucha... Me cegaba... La máscara... Su cara... Toda la luz era de color rojo...

Y se calló. Su cuerpo se había quedado sin energía.

El inspector se subió al escenario como pudo.

—¿Lo hizo de verdad?

—No, no, fue un truco. Era un cuchillo de pega y la sangre también lo era. No sé cómo lo hizo, pero, cuando lo vi en el camerino, estaba bien.

—¿Cómo reaccionó el público cuando hizo eso?

Tate miró a los ojos a Hobbes.

—Esa es la cuestión, que la gente se volvió loca. Brendan había hecho justo lo mismo que hizo Lucas Bell hacía siete años, cuando destruyó la máscara del Rey Perdido delante de sus seguidores, en el Rainbow. En aquel momento, nadie se lo imaginaba, pero lo que hizo Lucas fue matar su propia imagen semanas antes de suicidarse. —Un espasmo sacudió el cuerpo del batería—. Brendan hizo lo mismo, exactamente lo mismo. Y ahora...

—Ya, y ahora está muerto.

El batería negó con la cabeza, como si no se lo pudiera creer. Le había cambiado el humor. Parecía una persona frágil, alguien a quien de verdad le apenara la pérdida de un amigo.

—¿Cómo es posible? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Cómo es posible? No tiene sentido.

—Al final lo tendrá, se lo aseguro. Yo lo descubriré.

Tate se sentó en el borde del escenario y Hobbes se acuclilló a su lado.

—¿Qué pasó después del concierto? ¿Lo vio usted hablando con Simone Paige?

—¿Con quién?

—Una periodista.

—Ah, vale, sí. La conozco, sí. La vi más tarde, fuera. A Brendan, a Simone y a la otra chiquita. Me pareció que estaban discutiendo.

—¿Simone y Brendan?

—No, Brendan y la chiquita esa.

—¿Una chica joven?

—Sí, mucho. No paraba de gritarle a Brendan. Decía que era un impostor.

—¿Por qué le diría eso?

—Yo qué sé. Puede que estuviera loca. No paraba de gritar: «¡Solo hay un Lucas Bell!». Chillaba a voz en cuello, tío, todo el mundo la oía. Entonces, dio un paso adelante y le soltó una bofetada a Brendan. ¡Una bofetada, tío! En la puta cara.

El batería negó con la cabeza mientras recordaba la situación, como si no pudiera creerlo.

—¿Cómo respondió Brendan?

—Con indiferencia, como siempre.

—¿Sabe quién era la joven?

—Creo que la periodista la conocía. Es lo único que te puedo decir, tío.

El inspector se quedó pensando.

—¿Estuvieron juntos Brendan y Simone Paige esa noche?

—Sí. Los vi juntos más tarde, en el camerino. Pasé por delante, la puerta estaba abierta, y los vi juntos. Muy cerquita el uno del otro.

—¿Cerquita?

—Ya sabes, joder, muy cerquita. Ya sabes.

—No, no sé.

—Pues que se estaban besando.

Aquel era un detalle que la señora Paige había olvidado mencionar la noche anterior.

—¿Oyó de qué hablaban?

El batería se frotó los ojos.

—No, tío, yo iba a lo mío.

—¿Sabe dónde puedo encontrar a Nikki Hauser?

—Claro, tío. Lo más probable es que ya esté en Hastings, ya sabes, para lo de mañana. Nunca se lo pierde. Va todos los años.

—¿Qué sucede mañana?

—Es el aniversario del suicidio de Lucas Bell. La gente se reú­ne en Witch Haven. Así es como se llama el sitio en el que se mató Lucas. La gente va allí cada año.

El inspector procesó aquella información.

—¿Por qué lo llaman Sputnik?

—Porque me paso casi todo el rato flotando por el espacio.

—¿Y qué hace cuando no está flotando?

—Toco la batería. Joder, cuando pienso en ello...

—¿En qué?

—En los principios. Éramos Brendan, Nikki y yo contra el mundo. Los tres. De hecho, fue Brendan quien me rescató.

—¿De qué?

—De la calle, tío. Tuve que hacer algunas cosas horribles, de lo más feas, para salir adelante. ¿Sabes a qué me refiero?

—Me hago una idea, sí.

—Así que, cuando Brendan empezó a hablar conmigo de música... le conté que tocaba la batería en la brigada juvenil antes de que todo se me torciera y, entonces... Fue entonces cuando mi vida comenzó de nuevo.

El inspector también se sentó en el borde del escenario.

—Dime, Sputnik, que tú sepas, ¿estaba trabajando Brendan en algo especial?

—¿Especial? ¿A qué te refieres?

—A algo que tuviera que ver con Lucas Bell. Además de lo del concierto, claro. ¿Estaba con algo más?

Tate pensó un momento.

—No sé. Tenía el fanzine. Eso le ocupaba gran parte del tiempo.

—¿100 Splinters?

—Sí, ese. Deberías leerlo. Ahí era donde Brendan dejaba aflorar su verdadero yo.

El inspector Hobbes se quedó con la idea.

—¿Algo más destacable en la vida de Brendan?

El batería gruñó a modo de negación.

—Estaba preocupado.

—¿Por qué?

—¿Quién sabe? Puede que por lo de Nikki, por el problema que estaban teniendo.

—Entendido. —Le ofreció el paquete de cigarrillos—. Toma. Quédatelo.

—¿Me estás untando?

El inspector sonrió.

—No, estoy intentando dejarlo. ¿Tenía Brendan muchas novias?

—¿Brendan? No, yo no diría eso.

—¿Cómo era la relación entre Brendan y Nikki?

El batería miró al inspector a los ojos.

—Al principio eran como dos tortolitos, pero después... el odio se apoderó de todo. Se odiaban a muerte.

—Pero habían estado prometidos, ¿no?

—Sí, pero eso no duró mucho. Fue una pesadilla. De pronto estaban el uno encima del otro, besándose como locos, casi montándoselo delante de mí..., del palo: «¡Siento mucho estar vivo!», y, de pronto, se escupían veneno y discutían con acritud. Y ahí estaba yo, escondiéndome en un rincón de la furgoneta.

—Me lo imagino.

—El blues del tercero en discordia. No hay nada peor.

—¿Quién canceló la boda?

—Brendan.

El inspector se inclinó hacia delante.

—¿Por qué lo hizo?

—Me contó que se había enterado de una cosa de Nikki. De algo malo. Muy malo.

—¿Sabes de qué podía tratarse?

El batería negó con la cabeza.

—Tenía que ver con Lucas, creo. —Parecía que Tate estuviera decepcionado—. Nikki tocó unos arreglos en King Lost. Arreglillos de teclado para dar más textura a las canciones. Sale en los créditos. Incluso se fue de gira durante un tiempo con Lucas. Al parecer, tuvieron un lío.

—Lucas y ella.

—Eso es, tío. Por eso Brendan le pidió que formaran el grupo Monsoon Monsoon, por esa conexión. Y, claro...

—¿Claro?

—Ya sabes a qué me refiero, señor Detective. Pon de tu parte.

—¿Por eso se enamoró de ella?

—¡En el clavo! Nikki es una línea directa con la fuente. Ella habló con Bell, cosa que Brendan nunca hizo. Ella compartió el escenario con él, el autocar de la gira, los hoteles baratos, lo otro. Ya sabes, lo de darle. El ñaca-ñaca. Así que besar a Nikki es, en cierto modo, como besar a Lucas. Qué locura, ¿eh?

—Sí, mucho.

—Así que, cuando lo vi hablando con la tal Simone, con la periodista esa, pensé: «Ya estamos de nuevo, Brendan y sus trucos».

—¿A qué te refieres?

—Simone Paige fue otra de las chicas de Lucas Bell. De hecho, lo más probable es que ella fuera la más importante de todas.

—Eso no lo sabía.

—La gran pasión de su vida, al parecer. No me extraña que Brendan se enamorara de ella.

El inspector asintió.

—Me has ayudado mucho, Sputnik.

—Sí, sí, claro. Lo que tú digas, tío.

—¿Crees que Nikki podría haber matado a Brendan?

Tate se quedó mirando al vacío y Hobbes pensó que no iba a responder.

—Tendría que haberla cabreado —dijo entonces en voz baja.

—¿Te refieres a que tendría que estar enfadada?

—Mucho. Enfadada de la hostia.

—¿Crees que, en ese caso, habría sido capaz?

El batería asintió.

—No me cabe duda, tío, y le habría resultado todo un placer.

El rey perdido

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