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VITICULTURA NATURAL. LA TIERRA EN EL UNIVERSO

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Como anunciara, casi apocalíptico, Jules Chauvet hace más de cuarenta años, en muchos sentidos hemos vuelto a tocar fondo y no podemos hacer ya otra cosa que ir hacia arriba. No me refiero tan solo, como hacía Chauvet, al mundo de la vitivinicultura, sino también al tipo de relación que el hombre contemporáneo mantiene con la naturaleza. La mayor parte de nosotros hemos perdido la capacidad de nombrar a los pájaros y a los árboles de nuestro entorno, a las estrellas del firmamento, a las constelaciones...: si vives en la gran ciudad, ni siquiera los ves, y si no los ves, ¿cómo los vas a conocer? ¿Dejan de existir por ello? No, claro, pero para la mayoría de ciudadanos pertenecen ya a una dimensión de lo que existe pero no se ve. No es, por lo tanto, la suya. Es triste, pero es así. Venimos de muy lejos y de una sensibilidad muy distinta como para que, viendo lo que pasa, nos conformemos sin más. Nuestros antepasados vivían y se movían en función de su relación con la naturaleza. Y todos los tratados que hablan de las labores del campo aluden a ello. Te propongo un momento de reflexión sobre unas líneas del tratado más precioso que yo conozco (a ratos, también de los más precisos), porque es de uno de los grandes poetas de Roma. Son versos de Virgilio, y forman parte de la presentación de sus libros sobre las cosas del campo, las Geórgicas:

Quid faciat laetas segetes, quo sidere terram

uertere, Maecenas, ulmisque adiungere uitis

conueniat, quae cura boum, qui cultus habendo

sit pecori, apibus quanta experientia parcis,

hinc canere incipiam. Vos, o clarissima mundi

lumina, labentem caelo quae ducitis annum;

Liber et alma Ceres...

Empezaré a cantar ahora qué hace que las mieses sean abundantes, Mecenas, y bajo qué estrella conviene arar la tierra, y cuándo es necesario que la cepa se apoye en una estaca de olmo, cómo hay que cuidar a los bueyes, cuál es el trabajo necesario para el rebaño, la gran experiencia que hace falta con las parcas abejas. Vosotros, brillantes luceros del mundo que guiáis al año en su recorrido por el cielo, Baco y Ceres que nos alimentas... [La traducción es mía.]

Pocas palabras bastan, ¿verdad?, para situar las cosas en su sitio. Y las hemos olvidado por completo: hay que saber mirar al cielo, hay que saber qué toca hacer en la tierra en cada estación del año y hay que ser conscientes de que la Tierra no está aislada en el universo, sino que forma parte de un conjunto casi inabarcable de cosas que, por más que ignoremos, no dejarán de existir ni de ejercer su influencia sobre ella... ¡y sobre nosotros!

Ludwig Wittgenstein lo apuntaba en su Tractatus Logico-Philosophicus, proposición 6.522: «Lo inexpresable ciertamente existe. Se muestra, es lo místico». No hace falta, quizás, recurrir a lo místico (al menos todavía; cuando hable de ciertos aspectos de la práctica biodinámica, tal vez pienses que lo hago) para entender que las fuerzas de la naturaleza en la Tierra, en su relación con las fuerzas del resto del universo, interactúan e intercambian influencias determinantes. Lo sepamos o no. Seamos conscientes de ello o no. Podamos demostrarlo o no (piensa en cómo y cuándo supimos que existía la ley de la gravedad...). En otro capítulo hablaré de la parte científica de todo esto, porque existe, algunas personas han dedicado su vida a demostrarla y, además, una de las bodegas que es protagonista en este libro nos ayudará con su ejemplo a entenderla mejor.

Johann Wolfgang von Goethe, en la introducción a su Teoría de la naturaleza, nos pone en la misma senda por la que empezó a andar Virgilio. Dice que «cuando el hombre, inducido a una viva observación, comienza a mantener una lucha con la naturaleza, siente ante todo el impulso irrefrenable de someter a sí mismo los objetos. Sin embargo, muy pronto estos se le imponen con tal fuerza que siente cuán razonable es reconocer su poder y respetar su acción. Apenas se convenza de este influjo recíproco, caerá en la cuenta de un doble infinito: por parte de los objetos, la multiplicidad del ser, del devenir y de las relaciones que se entrecruzan de un modo viviente; por parte de él mismo, la posibilidad de un perfeccionamiento ilimitado en la medida en que sea capaz de adaptar, tanto su sensibilidad como su juicio, a formas siempre nuevas de recepción y de reacción». Goethe me impresiona por muchas cosas, pero esta sensibilidad suya de abrirse por completo a la comprensión más adecuada de su entorno físico y emocional, es uno de los mejores ejemplos que podemos seguir de él. No es casualidad que Alexander von Humboldt se convirtiera en uno de sus mejores amigos porque, como tan bien explica Andrea Wulf, «tanto el personaje de Fausto como Humboldt pensaban que el trabajo y el estudio constantes producían el conocimiento, y tanto uno como otro encontraban su fuerza en el mundo natural y creían en la unidad de la naturaleza. Como Humboldt, Fausto —de Goethe— estaba intentando descubrir las fuerzas de la naturaleza». Por la misma senda caminaron, años más tarde, Thoreau y Steiner.

UN AVANCE SOBRE BIODINÁMICA

Por esta razón, y aunque no sea todavía el momento de hablar de la biodinámica (¡siguiente capítulo!), no quiero dejar de citar aquí a su fundador, Rudolf Steiner. En las conferencias que dio en Dornach en junio de 1924, que son consideradas la base fundacional de su filosofía de cultivo y de relación con la tierra, afirmó (segunda conferencia, del 10 de junio, titulada «Las fuerzas de la Tierra y del Cosmos») que «hay que considerar ciertamente cómo se origina lo producido en la agricultura y cómo vive en el seno del universo entero (...). Se es consciente de que la luz solar y el calor solar y todo lo que desde el punto de vista meteorológico se relaciona con la luz y el calor del sol, tiene cierta relación con determinada conformación del suelo cubierto de plantas. Pero las concepciones actuales —¡estamos en 1924 y ante un auditorio de agricultores y grandes propietarios rurales!— son incapaces de elucidar realmente de un modo más exacto cómo son las cosas, debido a que no penetran en la realidad de los hechos».

¿A qué se refiere Steiner? Muy sencillo: todavía somos capaces de entender que la luz solar y los meteoros (viento, agua, nieve, granizo...) tienen una influencia precisa y decisiva sobre nuestros cultivos, pero al haber olvidado la realidad profunda, que afecta a todo, de que la Tierra forma parte del universo y las fuerzas que actúan en este la afectan también, nos perdemos y, por lo tanto, no utilizamos lo fundamental.

Los planetas en relación con los cultivos

Steiner de nuevo: «tenemos una interacción constante, completamente llena de vida, entre lo supraterrestre y lo infraterrestre, los procesos que tienen lugar sobre la Tierra dependen, al mismo tiempo y en forma inmediata, de la Luna, Mercurio y Venus que apoyan y modifican al Sol en su obrar... Los planetas, cuya trayectoria es exterior a la del Sol, actúan sobre todo lo que está debajo de la Tierra» y apoyan al Sol en los aspectos que tienen que ver con el subsuelo. Por decirlo en dos palabras: las fuerzas que existen en el universo no pueden dejar de actuar sobre la Tierra. Y de la misma forma que la gravedad y los ciclos de la Luna lo hacen sobre las mareas y sobre cualquier ser vivo que tenga agua en su composición, las radiaciones y las fuerzas gravitacionales de los planetas, en su interacción y movimiento conjunto entre ellos mismos y con el Sol, actúan también en la Tierra y en cuanto sucede en sus cultivos, tanto en la parte que vemos, encima del suelo, como en el subsuelo, las raíces. No es una cuestión de creencias, sino de física. La posición de la Tierra en relación con su satélite, la Luna, en relación con el Sol y con el resto de planetas del sistema solar nos dice (si sabemos observar correctamente) qué hay que hacer en cada momento. Qué fuerzas dominan en cada estación del año nuestro viñedo, qué labores hay que hacer durante cada estación y en sus distintos momentos, en qué momento de la influencia cierta que la posición del Sol y la Luna ejercen sobre nosotros hay que hacer según qué trabajos, etcétera.

Conexión con el universo

Admito que algunas de estas cosas no se pueden demostrar todavía (por lo menos en relación a lo que sucede en un viñedo) y hay que hablar de ellas con la «boca pequeña». Pero hay que ser conscientes de que la Tierra no es un ente aislado en el universo. Busquemos e intentemos comprender cómo funciona esta relación a través de la simple observación de las cosas que suceden en el campo mirando al cielo (como ya aconsejaba Virgilio) y, muy importante, en la conversación con las personas que llevan muchos más años que nosotros trabajándolo y observándolo. Entendamos qué sucede y apliquémoslo. Veamos sus efectos, aprendamos. Modifiquemos. Compartamos. Intentemos, además, entre todos, que este estado de cosas, mezcla de ignorancia, comodidad y pasividad, no se apodere de nuestros hijos. En nuestras manos está despertar en ellos otro tipo de sensibilidad para que busquen la información adecuada: que su relación con la Tierra dentro del universo sea distinta a la que nosotros, de forma mayoritaria, hemos recibido. En el fondo no se trata de un debate filosófico ni son necesarias grandes lecturas. Nuestra mejor «biblioteca» está en la observación de la naturaleza y en el saber acumulado por nuestros predecesores antes de que el desarrollo de la industria química y la consecuente sobreexplotación de los viñedos (tras la Segunda Guerra Mundial) acabaran con la sensibilidad adecuada y con un estado de cosas más empático con nuestro medio ambiente.

TIPOS DE TIERRA Y SU RELACIÓN CON LA CEPA

A veces, casi siempre, una imagen vale más que mil palabras. Te propongo que por un momento dejes la lectura y veas un pequeño vídeo que los propietarios de la bodega de Felanitx (Mallorca), 4Kilos Vinícola, Xesc Grimalt y Sergio Caballero, grabaron en agosto de 2010 para poner de manifiesto el tipo de cultivo que defendían en su relación con el viñedo. Son listos, además de divertidos, estos dos, y más que hablar ellos o sus vinos (¡que también lo hacen!), hicieron hablar a sus amigos payeses. No te pierdas las explicaciones de Simó Abril, Toni Verdura, Jaume de Son Rosselló, Biel Nadal y Joan de Son Suau. Merece mucho la pena.1

Simó Abril y Jaume de Son Rosselló hablan de un tipo muy concreto de tierra de esa zona de Mallorca, entre Felanitx, Manacor y Porreres (hacia el centro-sudeste de la isla). La tierra se llama call vermell y Simó muestra especial empeño en distinguirla de la arcilla roja. A simple vista podrían parecer lo mismo (cuando paseas por esos campos ya ves que no), pero él tiene claro qué tipo de esfuerzo exige esa tierra al payés y qué tipo de recompensas le da. Y no es casualidad, claro, que una de las uvas autóctonas que, entre otros, Grimalt y Caballero han puesto de nuevo en el mapa vinícola balear se llame precisamente «callet». La variedad de uva callet es la que, sin más e históricamente, se ha dado mejor en la tierra call vermell. La ampelografía (la ciencia que estudia los tipos de uva) se confunde a veces porque la sinonimia, mezclada con las tradiciones locales, es traidora. Pero no aquí...

Hay mucha gente que ha ignorado este tipo de historias o, conociéndolas, las ha tenido en poca consideración. Han pagado las consecuencias... Otros han entendido que era un tipo de tierra buena para la uva y en vez de callet han plantado syrah o cabernet sauvignon. No digo que se hayan equivocado, pero sí que han desatendido uno de los consejos más evidentes que la experiencia de quien conoce bien una tierra y las cepas que han nacido en ella siempre ofrece: no todas las tierras buenas sirven para todas las variedades de uva. Tampoco en esto todo vale. Como tampoco todas las uvas se adaptan y sirven para cualquier tipo de clima.

Tierra, pues, y su composición; variedad de la uva y los condicionantes que su ciclo vegetativo como planta y su genética imponen; clima, sol, lluvia, temperatura, diferencias térmicas entre el día y la noche; posición del viñedo en la orografía de la zona (más, menos sol; más, menos agua; mejor, menor retención de la misma)... Todos estos son vectores de información que puedes tener en cuenta a la hora de decidir qué vino tomas y de qué tierra procede. Por supuesto, también qué vino haces, con qué uvas y procedentes de qué tierra. Y, todavía más claro, qué cepas plantas y en qué tierra las plantas para obtener el tipo de vino que deseas. Hacer oídos sordos a la experiencia de las personas que han estado en contacto más directo con la historia de un territorio y de sus cepas más propias indica temeridad, en mi opinión, y poca sensibilidad.

EJEMPLOS CONCRETOS PARA PROPONER UNA DEFINICIÓN

No es mi objetivo en este apartado presentar y resolver el debate sobre las variedades de uva autóctonas de un lugar concreto frente a las variedades que han viajado con mayor éxito desde sus tierras de origen a todo el mundo. Pero creo necesario proponer cuatro pinceladas sobre el tema, con nombres y apellidos, para desembocar en aquello que me parece más relevante: una definición, en toda su complejidad, de qué es el «terruño».

La uva chardonnay

No es porque sí o por azares de la historia que la uva chardonnay se hiciera fuerte y creara una tradición vitivinícola de siglos en la Borgoña y la Champaña. Como tampoco lo es que la moscatel (la que sea, de Alejandría, de Frontignan...), o la monastrell, o la cariñena sean variedades eminentemente mediterráneas. O que la riesling sea una variedad, sobre todo, de clima, tierras, ríos y afluentes alemanes. O que la nebbiolo dé sus mejores resultados en el Piamonte. La cepa, lleve el nombre que lleve, es el resultado de un largo proceso de adaptación de la uitis uinifera (nombre científico que recibe nuestra planta estrella) a un territorio. Es cierto que desde que tenemos documentación científica (arqueológica, iconográfica y textual sobre todo) sabemos que las cepas viajaron, pero no lo es menos que las grandes variedades que acabo de nombrar (y algunas otras) son fruto del trabajo de selección de muchas generaciones de viticultores, así como del proceso de adaptación natural de la uitis uinifera a un clima y a una tierra concretos y con unas características determinadas. Dos grandes maestros de este tema, Claude y Lydia Bourguignon, lo explican mucho mejor que yo en su libro Le sol, la terre et les champs. Traduzco aquí un párrafo de las páginas 177-178 del original: «Esta adaptación [de la uitis uinifera] se traduce por estadios de desarrollo adaptados al terruño. En los terruños septentrionales, las variedades florecen más tarde, lo que les permite escapar de las heladas; y su ciclo es corto, lo que les permite madurar antes de que lleguen las heladas de otoño. Al revés, en los terruños del sur, la vendimia tendrá lugar más tarde para aprovechar las noches frescas de octubre, que facilitan las maduraciones fenólicas».

Así pues, a nadie tiene que sorprender que las chardonnays de mayor calidad se den, por regla general, en terruños septentrionales, que son los que han modelado la cepa y su fruto a lo largo de cientos de años. Sin duda, estos son los de la Champaña, los de Chablis y los del centro y norte de la Borgoña (Auxerrois). Tampoco tendría que sorprender mucho que cuando esta uva es obligada a adaptarse a tierras y climas propios de ciclos vegetativos más largos (acompañados de mayor temperatura, sequedad y menos humedad, además de mayores diferencias térmicas entre el día y la noche), por mucho prestigio que conlleve su nombre, la fruta será necesariamente distinta a la septentrional. Tendrá quizá menos acidez, un grado alcohólico mayor y las propiedades aromáticas y gustativas de la fruta serán otras. En consecuencia, y para dar consistencia al vino, la vinificación tendrá que ser también distinta a la del norte y se adaptará a esas otras necesidades. Las fermentaciones en madera serán más intensas; para mantener la acidez inicial del vino, se buscará menos la fermentación maloláctica (la que convierte al ácido málico de las uvas en ácido láctico) y el envejecimiento y puesta a punto del vino en madera será, también, más prolongado. El producto final, además, será utilizado con frecuencia más que como vino monovarietal (aunque también, por supuesto), como complemento adecuado para los ensamblajes con uvas, normalmente más propias de la tierra donde la chardonnay ha sido adaptada. ¿Resultados? Ya sabéis el dicho: sobre gustos no hay que discutir porque cada cual tiene los suyos. Pero en este libro me he propuesto decir lo que pienso... Y confieso mi dificultad para encontrar una chardonnay monovarietal en el sur de Europa que me guste tanto como me gustan las del Auxerrois, Chablis, la Côte des Blancs de la Champaña o el Jura, todas ellas regiones del centro-norte de Francia.

La moscatel

He hablado también de la moscatel. Con ella sucede lo mismo que con la chardonnay, pero al revés. Es una uva que necesita calor, largas horas de insolación y el fresco de la noche como compensación. Sus mejores frutos son los que maduran tardíos en la planta o, incluso, aquellos que son secados al sol de septiembre y octubre, en la planta o tras la vendimia, con variados sistemas (sobre paja; colgados como si fueran embutido...). Los moscateles que más me gustan (hablo ahora de vinos no fortificados) son los de las tierras del sur de España y los de las islas italianas o griegas. Por el contrario, conozco pocos casos de grandes moscateles que vengan de viñedos septentrionales. En España, por supuesto, algún navarro. Existen también, pero todavía son más excepcionales en relación con su entorno natural, los que proceden de tierras más septentrionales todavía, como los del Mosela (en Alemania), donde precisamente el sol de ese sur (¡del alemán!) llega con mayor nitidez.

La pinot noir

También hay que saber que hay variedades de uva que son más camaleónicas que otras, que se adaptan mejor y con mayor rapidez a distintos climas y terruños, incluso de continente a continente. Y no hablo tanto de encontrar ese lugar que, a miles de kilómetros de distancia, reproduzca tipo de suelo, clima y condiciones, no. Hablo de cepas y de clones de estas que han viajado con mayor éxito que otras. Es el caso de la pinot noir y de la garnacha (ver el apartado siguiente).

La pinot noir es una de las uvas más internacionales que conozco. Es una uva de gran prestigio que nace y se hace en sus mejores condiciones en la Borgoña, cierto. Los grandes crus (viñedos con nombre propio en los municipios catalogados como de mejor calidad) son, en este sentido, casi imbatibles en cuanto a tipicidad, finura y características únicas de sus vinos; aunque esto es siempre que tengas la botella y la etiqueta delante... porque a la que empiezas a catar a ciegas, el edificio tiembla un poco, hay pinot noir muy buenas fuera de la Borgoña. Que yo sepa, no ha habido aquí ningún «Juicio de París» (a mí me gusta más llamarle «de Paris», por aquello del inicio de la guerra de Troya después de la más dura decisión: ¿a quién eliges como la más hermosa?), esa famosa cata a ciegas que organizó en mayo de 1976 Steven Spurrier en la capital francesa. En ella puso, frente a frente, a los cabernets sauvignon de California y a los ensamblajes con mayor presencia de esa uva procedentes de la zona de los grandes crus clasificados de Burdeos. Ganó un vino californiano... Creo que con la pinot noir no se ha hecho nunca una prueba parecida, pero en mi experiencia de cata cotidiana la he visto docenas de veces. Si alguien quiere sorprenderte, con frecuencia te pone una pinot noir a ciegas. Es una uva de aromas y sabores, coloración y tonalidad muy características, fragante y de suave extracción. Y gusta mucho. Casi todos nos sentimos cómodos con ella y no es raro que la calidad se encuentre, no solo en la Côte d’Or borgoñona, sino también en viñedos de la Patagonia argentina, de Nueva Zelanda o incluso de España.

Hace ya cierto tiempo, los implacables y muy experimentados catadores de Elmundovino (Premio Nacional de Gastronomía 2011) bebieron casi 20 pinot noirs españoles. No eran cualesquiera, sino tres de las personas que más saben aquí de esta variedad. Víctor de la Serna, Luis Gutiérrez e Ignacio Villalgordo cataron rigurosamente a ciegas el 12 de octubre de 2012 esas botellas y algunas de ellas salieron bien airosas en sus puntuaciones.2

La garnacha

La contrapareja meridional de la pinot noir podría ser la garnacha. Se trata de una variedad de uva muy popular, aunque algo infravalorada (no todos ven en ella la calidad y la finura que suele acompañar a otros vinos monovarietales de algunas de las zonas de producción de esta uva, por ejemplo los hechos con cariñena. Yo me confieso garnachero), presente en Aragón, en Cataluña y en el sur de Francia sobre todo. Es una cepa sobre la que hay que estar encima en el campo, pues es muy sensible al mildiu, al oídio y a la botritis (enfermedades producidas en la cepa por hongos parásitos). Digamos que eso la inhabilita bastante para viajar hacia el norte hiperbóreo, cierto. Algunas de las garnachas que más me gustan son del Priorat, la Terra Alta (la última edición del concurso más importante de garnachas, «Grenaches du Monde», se ha celebrado en Gandesa en abril de 2018), La Rioja y Calatayud, donde esta cepa es fuerte y se cultiva desde hace muchos años. Pero confieso que he probado, en los últimos años, garnachas muy interesantes del centro-norte de España, de la sierra de Gredos y de Ávila. Y proclamo que una de las garnachas que más me ha impactado últimamente es la de Ron Laughton, en Jasper Hill, ¡Australia!

Uvas poco viajeras

Hay un tercer grupo de variedades de uva, en mi opinión. Son aquellas que han nacido en una zona concreta y, sean mayoritarias o minoritarias, poco se han movido de ellas. Uvas que no se entienden fuera de ese contexto, por mucho que alguno se empeñe en plantarlas en otras partes. Hablo de cepas como la teroldego o la foja tonda en la Lombardía y el Piamonte italianos; de la nebbiolo en el Piamonte; de la palomino fino en Jerez (aunque fuera grande su presencia en Galicia y en el Bierzo, por ejemplo, y en las Canarias); del trepat en la Conca de Barberà; del brancellao, sousón o caíño en Galicia (el bastardo o trousseau, parece que también está en el Jura, ¿no?); de la groilleau en Loire; de la petite arvine en el Valais suizo; de la furmint en los Balcanes; de la grüner Veltliner en Austria. Y un larguísimo etcétera que se nos comería el resto del capítulo.

No se debe derivar de cuanto acabo de decir, y lo afirmo con toda claridad para que nadie manipule después mis palabras, que defiendo una postura política mezclada con aquello que los vinos me dicen. En absoluto. Cada tierra tiene sus cepas y lo normal es que las que han evolucionado en ella a lo largo de mucho tiempo den mejores frutos y, por lo tanto, vinos, que las que han llegado de lejos y necesitan adaptarse. No se trata de defender el chauvinismo vitivinícola. Se trata de defender la calidad. Por lo menos, esa es mi intención. Y a mí me da mayor calidad y placer una chardonnay septentrional que una meridional, como me da mayor placer una cariñena meridional que una septentrional (si la hubiera, que no la conozco...).

A cada tierra una uva

Yo no defiendo a ultranza que en un terruño determinado solo se cultiven y vinifiquen las cepas más propias del lugar. Defiendo que se hagan las que ofrezcan mejor la tipicidad y características de esa tierra, y den un mejor vino, claro. Aunque aquí ya entramos con la mano del ser humano y sus habilidades y capacidades... Si entre estas se da alguna cepa viajera, que se ha adaptado de maravilla, me parecerá tan bien consumir el vino que dé como consumiría el de cualquier variedad más local. Sirva un ejemplo que suelo poner con frecuencia: en la Denominació d’Origen Qualificada (DOQ) Priorat se dan muy bien, por historia, tradición y adaptación, la garnacha y la cariñena. Propia del Priorat, nacida allí, no lo es ninguna de las dos. Pero son las más características de la zona, tanto en monovarietal como en ensamblaje (más habitual). Pues bien: una de las mejores cabernet sauvignon que yo conozco y he bebido se da, también, en el Priorat: en la finca La Planeta, de Pasanau Germans, plantada por Ricard Pasanau a los pies del macizo del Montsant, a más de 700 metros de altitud. ¿Casualidad? No. Pasanau sabía perfectamente que, aunque con un clima y altitud bien distintas, el suelo de su viñedo era muy parecido al de Graves (en Burdeos), zona donde se hacen algunas de las mejores cabernet sauvignon del mundo. ¿Es una excepción? Sí, pero es un vino atractivo y no dejaré de beberlo.

DEFINICIÓN DE TERRUÑO

No hay secretos aquí. Se trata del «terruño», amigo. Uno de los temas sobre los que más y peor se ha escrito en los últimos años en el mundo del vino, manoseado, manipulado y tergiversado por la sencilla razón de que se utiliza como «sinónimo» de calidad. Nada que ver con la realidad porque, en primer lugar, los vinos de un terruño X, Y o Z pueden ser muy buenos, no tan buenos o, directamente, malos (a veces en el margen que va de una hilera de cepas a la siguiente), y eso siempre acabará dependiendo de quién trabaje esa tierra y de cómo haga su vino.

Según los diccionarios

Lo importante, pues, es proponer una definición precisa y completa de qué es terruño y de cómo propongo entender lo que se esconde tras esta palabra. ¡La palabra! ¿Qué nos dicen los diccionarios de ella? El de la Real Academia de la Lengua define «terruño» como «1. m. terrón ( masa de tierra compacta). 2. m. Comarca o tierra, especialmente el país natal. 3. m. coloq. terreno ( sitio o espacio de tierra)». Aunque a los señores académicos les guste mucho el vino, demasiada atención a la definición de la palabra en el ámbito vinícola no han puesto...

En el Diccionari de l’Institut d’Estudis Catalans, las acepciones para terrer («terruño») no van mucho más allá: se habla de trozo de suelo más o menos pisado, del lugar del que se extrae la tierra para hacer cerámica, del trabajo de las hormigas... De viñedos, ni asomo. La tradición y la historia de la viticultura, como podéis comprobar, tienen poco peso en la lexicografía hispana.

Veamos qué pasa en Francia... Mi diccionario de referencia es el Petit Robert, que consulto en su edición de 2006. Palabra «terroir»: «1. Étendue limitée de terre considerée du point de vue de ses aptitudes agricoles... SPECIALT. Sol apte à la culture d’un vin... 2. Région rurale, provinciale, considerée comme influant sur ses habitants». Mucho mejor, ¿verdad? Ya la primera acepción da en el clavo: «superficie limitada de tierra considerada desde el punto de vista de sus aptitudes agrícolas», y añade un uso de la palabra más técnico, especializado: «tierra adecuada para la elaboración de un vino». Nota, por favor, la dificultad que tengo para traducir culture por «cultura». Sería lo más fácil, sin duda, pero no existe esa tradición en español: «cultura» es palabra que no se suele usar ya para hablar de la tierra o del vino. Recuerda lo que comentaba en la introducción de este libro sobre la palabra «cultura», que es clave para entender qué tipo de relación quiero establecer con el vino. Esta es la gran diferencia entre un país que tiene una tradición de cientos de años en el mundo del vino (Francia) y otro, el nuestro, que se ha puesto en serio a trabajar en el asunto hace apenas cincuenta años. Por supuesto, con honrosas e históricas excepciones, como son las del Marco de Jerez y La Rioja, y algunas otras trazas de cierta discontinuidad, como ha sucedido con el Priorat, por ejemplo, o en Ribeiro.

Miremos, pues, hacia Francia y veamos qué se entiende allí por terroir. La palabra tiene un origen francés, es obvio, y una difícil traducción a otras lenguas. Hemos convenido, aunque solo sea por el uso frecuente, que la palabra se puede traducir por «terruño» en español, y por «terrer», en catalán. Y la mejor y más completa definición de la palabra en francés es la que dan los mencionados Bourguignon, cuyo libro (Le sol, la terre et les champs) tomo como guía.

¿Se pueden plantar cepas en cualquier terruño?

Un terruño es, por supuesto, una superficie limitada de tierra de uso agrícola, que aquí nos interesa por su relación con el cultivo de la vid, pero cuyas características no tienen por qué ser las mismas si lo que se quiere es sembrar cereal para hacer harina de la que se elabore pan; o cereal para usar en la producción de cerveza; u otros vegetales para alimentar ganado que usaremos para hacer embutido; o para alimentar ganado de cuya leche vayamos a hacer queso. Esta es una gran lección de la historia agrícola de las zonas que mejor conozco, pero que los que plantaron cepas en la contemporaneidad no atendieron siempre: allí donde generaciones de agricultores han plantado cereal, no plantes cepas. Probablemente no funcionarán. O no lo harán tan bien como debieran. No todas las tierras sirven para todo. Por supuesto, hay excepciones. Las hemos visto en el vídeo que os citaba antes de 4Kilos Vinícola: los payeses del sudeste mallorquín saben muy bien que la tierra llamada call vermell es tan buena para las ovejas y su leche como para las cepas y sus uvas.

Terruño es, además, una conjunción de condiciones climáticas, topográficas y geológicas que no se puede entender, claro, sin la influencia del ser humano a través de su relación con esa superficie concreta de tierra. Si un terruño determinado no ha cambiado de coordenadas, su geología debiera ser la misma, aunque el clima, se diga lo que se diga, sí ha empezado a cambiar. Pero lo que hace más característico a un terruño es que hay personas que lo modelan, que lo observan, que trabajan con él y, hasta hace bien poco, lo adaptaban a sus necesidades. Las cosas están cambiando y este libro, aunque en una expresión mínima, también quiere contribuir a ello.

Antes se obligaba a la tierra a escuchar. Ahora la gente está empezando a entender que el proceso es el contrario: es la tierra la que nos habla y nosotros tenemos que callar más, mirar y entender. Después, cuando haga falta y sea necesario, hay que actuar.

La importancia del clima

He hablado un poco del clima cuando describía las características de algunas variedades de uva en función del territorio en el que han nacido y se han desarrollado. La uitis uinifera se ha adaptado a muy diferentes climas y ha dado paso a evoluciones marcadamente distintas, aunque siempre se trate de la misma planta: las uvas que lo han hecho en un clima frío no son ni saben igual que las que lo han hecho en un clima cálido. A pesar de ello, todas necesitan algunas cosas comunes: la sintonía de su ciclo vegetativo con el ciclo de las heladas y la llegada de las temperaturas más templadas a su zona; la necesidad de una cierta cantidad de agua (ni demasiada ni muy escasa); la presencia de inicios de verano con un clima más cálido que permita un buen envero (el cambio de color en la piel de la uva), y más calor, después, para la maduración de la fruta; y unas semanas previas a la vendimia, con días cálidos todavía y noches más frescas, que den origen a una buena presencia de azúcares en la uva y a su correcta maduración fenólica. Si no hay azúcares en cantidad suficiente, tienen que añadirse (lo cual está prohibido en muchas zonas vinícolas del mundo) o no habrá posibilidad de que se dé una fermentación alcohólica completa porque no hay suficiente materia que transformar.

El cambio climático ha llegado también a los viñedos del mundo, pero no es cierto que perjudique a todas las zonas vitivinícolas por igual. Hay que matizar: en muchos casos, lo que el cambio climático está provocando es una ampliación de las zonas propicias para el cultivo de la vid. Hace treinta años era muy difícil encontrar cepas y vinos de calidad en Inglaterra. Hacía demasiado frío... Hoy, ya podemos beber buenos métodos tradicionales espumosos de Kent o Surrey. En otros casos, el cambio climático está provocando que zonas que hace muchos siglos habían tenido cepas y producido vino, y ahora estaban abandonadas, hayan visto repobladas sus laderas y renacidas algunas bodegas. El ejemplo que mejor conozco es el del Pirineo catalán, donde ya los monjes del siglo XII habían construido lagares excavados directamente en la piedra en los que vinificaban sus uvas. Y donde, ahora mismo, enólogos de prestigio buscan unas temperaturas y una frescura que solo la altura de las montañas puede darles. Es el caso de la bodega Castell d’Encús, en Talarn (DO Costers del Segre), con Raül Bobet a la cabeza.

Por otra parte, las zonas que se encuentran más al sur de los territorios templados sí están sufriendo sequías más persistentes y cambios «sospechosos» en el régimen de lluvias (cantidades y momentos en que caen). Conozco más o menos bien el Mediterráneo, que me es más cercano (desde el Empordà hasta Alicante), y aquí sabemos que nuestro clima es propenso a esta variedad de matices y de toboganes meteóricos. Pero la tendencia estadística parece ser la de un aumento de las temperaturas medias, la de una menor precipitación de lluvia y, por lo tanto, la de un acortamiento de los ciclos vegetativos de las cepas.

De mi experiencia en los últimos veinte años, parece claro que, en términos generales, las vendimias en el sur mediterráneo están llegando un poco antes. Puesto que el daño que la actividad humana provoca en el clima no puede ser modulado ni manipulado por el agricultor (aunque en su trabajo diario puede hacer cosas que contribuyan a un impacto menor de su presencia), y estamos en manos de grandes acuerdos sobre emisiones de gases que los países son incapaces de cumplir, la única propuesta razonable es la de adaptar el cultivo a aquello que se nos viene encima. Por supuesto, una de las formas es la que he apuntado: irse a zonas más frescas para seguir haciendo lo mismo pero sin los estragos de la sequía y las temperaturas extremas.

Pero la emigración no suele ser solución para el común de una población. Y no es menos cierto que la vitivinicultura de alta montaña tampoco es un chollo: plantea graves problemas contra los que hay que luchar, entre ellos los de las tormentas y el granizo, los de los animales salvajes que hay que controlar (ciervos, corzos, etc.) y, también, los de las temperaturas extremas ciertos días del verano vinculadas a una relación distinta de las plantas y su masa foliar con la luz del sol. Por eso, y desde la experiencia de algunos amigos viticultores (cuyas bodegas saldrán en la segunda parte del libro), describiré más adelante algunos métodos de cultivo que permiten afrontar el cambio climático con una perspectiva algo más optimista y con herramientas y decisiones que dependen algo más de uno mismo y no tanto de san Pedro y el cielo...

Tipos de suelo

En cuanto a los tipos de suelo, algo se ha apuntado antes, pero conviene resaltar que no todos los suelos sirven para hacer buenos vinos. Los Bourguignon, de cuyo libro hablaba hace un momento, destacan que las rocas metamórficas representan en nuestro planeta el 90% del total. Y de este 90%, el 75% son esquistos y el 15% es granito. Las rocas volcánicas suman otro 3% al total y las rocas sedimentarias son el 7% restante. Estas últimas son las que se encuentran bajo las primeras cepas de uitis uinifera que nacieron en el Cáucaso. Y de ese 7% del total, un 80% lo representan las rocas sedimentarias calcáreas. Los que hemos tenido la suerte de ir bebiendo vinos de todas las zonas vinícolas importantes del mundo sabemos que hay grandes vinos que proceden de suelos de esquisto, menos que se alimenten de suelos volcánicos, aún menos que crezcan en suelos de granito y, sin duda, muchos que se han desarrollado en suelos de tipo calcáreo.

Los grandes vinos, tanto tintos como blancos, que han forjado la tradición vínica de Francia, Italia y Alemania (que nos llevan unos pocos siglos de adelanto, si exceptuamos nuestro Marco de Jerez, donde la tierra albariza, puro suelo calcáreo, es la reina; y La Rioja, donde hay mayor dispersión geomórfica) nacen, sobre todo, de distintas marnas calcáreas (Borgoña, Barolo, Barbaresco, Chablis, Champaña) o de esquistos (los rieslings del Mosela o de las zonas del Rin, Rheingau o Rheinhessen; o los renacidos priorats y montsants de la DOQ Priorat y la DO Montsant).

La química de los suelos también es importante para la definición de un terruño. Entramos en un terreno más espinoso y en el que, como ahora ya sabes, no puedo ni debo considerarme un especialista. Pero quiero dar mi opinión y mostrar qué me dice mi «nariz». Me parece lógico pensar que cada tipo de roca, en función de su composición, libera al suelo en el que se encuentra unos elementos u otros. Los análisis de los especialistas así lo confirman: el suelo calcáreo de la Borgoña es rico en manganeso, mientras que el granítico de Lantinié lo es en bario y flúor, y el de Broully, en cinc y cobre, según nos explican los Bourguignon. Es cierto: no se ha demostrado científicamente (como con tantas otras cosas en enología) que la composición mineral de un terruño concreto influya en el sabor de un vino. Las raíces de la planta absorben su alimento (por supuesto, hay otros elementos que influyen, como las micorrizas) de ese suelo y lo transmiten a través de la savia a todo el organismo vivo, que es la cepa, desde lo más profundo de la raíz hasta la hoja más alta. Y, en mi opinión, ese alimento tiene que llegar de alguna manera al fruto de la planta, que es la uva.

La fotosíntesis juega otro papel fundamental en los sabores, estoy seguro. Pero... ¡también es cierto!: nadie ha demostrado científicamente que las moléculas aromáticas que nos transmiten a qué huele un vino en la copa estén relacionadas con los oligoelementos que se encuentran en los minerales del suelo. Y a pesar de todo, ¿quién puede negar que dos uvas nacidas de dos cepas cuyo origen es un mismo «padre», si están plantadas en terruños geológicamente distintos, saben distinto? Por supuesto, se puede alegar que los sistemas de vinificación no son siempre iguales y que ello produce sabores distintos en un vino. No digo que no. Pero sigo pensando que una misma pinot noir de la misma madera, del mismo tipo de cepa (de clon), plantado en la Borgoña o en las Rías Baixas tiene sabores esencialmente parecidos, pero al mismo tiempo muestra diferencias de matiz, organolépticas, es decir, tiene moléculas aromáticas distintas que hacen que, a simple golpe de nariz, digamos «son distintos, proceden de tierras distintas». Eso es, también, terruño. Y dos suelos químicamente distintos, tienen que aportar a los vinos que proceden de ellos sabores y aromas, en esencia, distintos.

Aunque las moléculas aromáticas no contengan los oligoelementos del suelo (sabemos que una molécula aromática no tiene manganeso), son sintetizadas por enzimas, que son proteínas con un cofactor metálico (Bourguignon). Una garnacha del Priorat sabe también al terruño en que está plantada. Y no es lo mismo si lo está en un suelo de gravas y cantos rodados de lecho de río a 700 metros de altitud o en uno de llicorella (esquisto) compactada a 400 metros. Tampoco es lo mismo si sus raíces se hunden 50 centímetros en la tierra hasta encontrar la roca madre o si lo hacen a 20 centímetros. Los vinos no saben igual, aunque la fruta sea la misma. Y eso forma parte, igualmente, del terruño.

Creo que algún día se demostrará, gracias al avance en los estudios sobre la fisiología de las cepas, que estas son capaces de asimilar los minerales del suelo que las alimenta en parte y, por lo tanto, capaces también de transformar los nutrientes de esos suelos en moléculas aromáticas que, con muchas otras moléculas procedentes de otras fuentes, acaban conformando un buqué, es decir, el conjunto de aromas de un vino. Es cierto que la última investigación científica que conozco (la tesis doctoral de la doctora Elvira Zaldívar dirigida por el doctor Antonio Palacios en la Universidad de la Rioja y defendida el 30 de junio de 2017, Caracterización químico-sensorial en vinos blancos y tintos del atributo mineralidad) concluye: «los resultados obtenidos muestran que la relación entre la composición química de los vinos y la identificación como mineral en cata no tiene un vínculo directo asociado a los minerales que componen el suelo del viñedo». Podríamos deducir, pues, de esta conclusión que no se puede probar científicamente por qué una misma garnacha tinta vinificada de forma parecida en una misma cosecha pero procedente de tres tipos de suelo distinto (en el Priorat, por ejemplo: más adelante hablo del caso de Scala Dei) huele y sabe de forma diferenciada. No podemos explicarlo a través del modelo que plantean los doctores Palacios (director de la tesis) y Zaldívar, cierto. Pero a pesar de todo, las tres garnachas saben distinto… Me viene a la cabeza la famosa frase atribuida a Galileo cuando se le obligó a abjurar de su visión heliocéntrica ante la Santa Inquisión: «eppur si muove», «a pesar de todo, se mueve», contestó. Dijeran lo que dijeran los jueces, la tierra se movía alrededor del Sol. O lo que es lo mismo, a pesar de todos los pesares y, claro, en mi experiencia personal de bebedor, esas tres garnachas saben y huelen distinto. Y podría poner algunos otros ejemplos... ¿Será porqué uno de los factores más distintivo en un vino es la composición del suelo que alimenta a la planta? Como muy bien apunta la doctora Zaldívar, existen otros elementos que influyen en el sabor y aromas que podemos, organolépticamente, percibir: compuestos químicos volátiles procedentes de las fermentaciones, las levaduras y las bacterias que intervienen en ellas; moléculas de olor que el viento o las circunstancias medioambientales llevan al hollejo que fermentará: ¡las uvas, por ejemplo, que proceden de viñedos cercanos a incendios antes de la vendimia huelen a barrica de roble francés de tostado medio plus!; trasiegas y embotellados; máquinas y productos químicos exógenos que se combinan de formas muy variadas, etc. Y otro factor clave que, se mire como se mire, es una de las patas fundamentales en que se basa este apasionante estudio: el ser humano que huele, mira, bebe y percibe cosas a través de miles de inputs distintos. Hoy en día tenemos que concluir (la ciencia es la ciencia y hay que respetarla en todos sus procedimientos, también los que algún día nos lleven a la revisión de lo demostrado) que no existe una correlación entre la composición química del suelo de un viñedo y la de un vino que se hace con su uva; que los minerales que se encuentran en ese vino están muy escasamente representados en ese suelo; y que la percepción sensorial de «mineralidad» que percibimos y describimos los bebedores poco tiene que ver con la realidad mineral de ese suelo. Hay que admitirlo junto con el resto de conclusiones que expone la doctora Zaldívar, que muestran que esa percepción llega a un bebedor a través de otros muchos factores, fisicoquímicos, ambientales, de trabajo en bodega, culturales, psicológicos e, incluso, grupales (cuando el bebedor actúa en una cata grupal y dirigida para obtener unos u otros resultados) antes que a la relación del suelo con la cepa y la uva a las que alimenta. Soy de los que cree (así me lo enseñaron mis maestros) que jamás se tiene que pedir a una tesis doctoral que hable de aquello que no formaba parte de su plan de trabajo. Pero las conclusiones finales de la doctora Zaldívar, en las que habla de qué hacer para potenciar la mineralidad en los vinos (ese parecer ser el objetivo porque la mineralidad se asocia a calidad) a partir del momento de la vendimia y en la bodega, se quedan justo al borde de la frontera que hay que cruzar, que apuntaba ya antes y que está en los estudios de Mancuso (podrás encontrar un apunte de ellos en la bibliografía final): la respuesta no está aquí, en el trabajo de laboratorio y bodega, sino en saber mejor qué sucede a nivel de fisiología vegetal, entre las raíces de la cepa, su estructura «corporal» y la expresión de la relación entre el suelo, la madera de la planta, las hojas y la luz de la vid. Esa expresión se llama uva. Porque a pesar de todo, las tres garnachas, procedentes de tres suelos distintos en una misma cosecha pero bebidas antes del proceso de vinificación final, que sin duda distorsiona y aporta otro tipo de elementos a la reflexión, saben y huelen distinto. Con un añadido final: la garnacha que, en mi opinión, huele y sabe más fielmente a aquello que yo siento y percibo cuando estoy en el viñedo (junto a la ermita de Sant Antoni, en Escaladei), es la que se trabaja de forma más respetuosa con la tradición de la zona. Y sí: yo soy de los que huelen y lamen plantas, suelos y minerales. Aunque me aseguran que estos últimos no saben a nada…

Cultivo en pendiente

No menos importante, y también relacionado con el suelo, es dónde se encuentran las plantas. Es evidente que cepas y vino se pueden dar casi en cualquier parte del mundo, pero si buscamos calidad y condiciones naturales óptimas, la conclusión es sencilla: tampoco todo vale. Si pienso en la mayoría (hablo siempre de tendencias) de vinos que más me gustan, una característica común los une: los viñedos en los que nacen se encuentran, bien en colinas, bien en montes con buenas pendientes. Aquí generalizar es especialmente peligroso y enseguida os propondré algún contraejemplo. ¡Me gusta ser mi propio «abogado del diablo»! Pero por dar algunos nombres: los grandes priorats nacen en lo que en la comarca llamamos costers, laderas con una pendiente pronunciada que permiten un buen drenaje de la lluvia que cae (poca y bastante desigual en los últimos años) y, así, un aprovechamiento mayor del sol, del que la planta se beneficia más y mejor en los suelos bien drenados antes que en los suelos húmedos y encharcados. Los grandes rieslings proceden también de suelos en pendientes muy parecidas. En estos terrenos se prefigura aquello que en la Ribeira Sacra (otra zona de privilegio) se llama viticultura heroica: cualquier trabajo en estos viñedos supone la presencia inexcusable del ser humano y el uso de poca o nula maquinaria. Es en este tipo de laderas donde la naturaleza suele hablar con mayor claridad por la sencilla razón de que se la deja más tranquila.

Algo parecido, aunque sobre laderas más suaves, pero buenas laderas al fin y al cabo, sucede con los vinos de la Champaña, la Borgoña, el Chablis, el Bierzo, la sierra de Gredos, algunas zonas de La Rioja y un larguísimo etcétera.

Sobre la orientación habitual de estas laderas de preferencia no creo que se pueda, tampoco, generalizar, al menos yo no me atrevo. Los Bourguignon hablan de que la que más se aprovecha es la orientación sudeste, pero eso sirve y es bueno solo para los ejemplos de viñedos más septentrionales y para tipos de uva de ciclo vegetativo más largo que necesitan más horas de sol cuando ya hace un buen frío por las noches (en Francia, Austria, Alemania, Suiza). La realidad es que eso depende de la zona donde esté esa pendiente, del régimen de vientos que tenga (tema clave en no pocas zonas de viñedos y vinos de gran prestigio como, por poner un caso, demostró mi amigo Juancho Asenjo para Brunello di Montalcino) y, lo más importante, del tipo de uva de que se trate. Por mucha ladera que tengas con la deseada orientación sudeste, si tu zona y tu uva necesitan más frescor para madurar más lentamente, busca una orientación noroeste. Porque viñedos que estén orientados al sur y tengan, además, una parte de sus cepas mirando al este y otra parte, más fresca, mirando al oeste, hay pocos. Quienes los tienen saben lo afortunados que son: a la hora de vendimiar, siempre lo harán en función del mejor momento de la uva en cada orientación y aquello que una añada cálida quizá comprometa en cuanto a calidad, la parte fresca del viñedo puede compensarlo.

Viñedos en llano

Ya avanzaba que ejemplos de grandes vinos nacidos de viñedos en llano también los hay. Pero habrá que conocer bien las características de la uva y qué necesita realmente para no hacer tonterías. Que algunos de los mejores albariños nacen en llanura cercana al mar, está claro (en la zona de Castrelo-Cambados). Pero no se te ocurra plantar allí cabernet sauvignon, por ejemplo... Algunos de los mejores tintos franceses proceden de Châteauneuf-du-Pape y los que más me gustan nacen de viñedos en llano también (Château Rayas). Y en La Rioja sucede lo mismo. Y en Graves (Burdeos). Y en otros sitios, aunque quizá la lista no sea tan larga como para las laderas y las pendientes.

El hombre, su peor enemigo

Nos falta un último elemento para definir al terruño. Hemos repasado la importancia del clima, la del tipo de suelo (con sus elementos minerales) y la de la orientación e inclinación del lugar donde se encuentra el viñedo. Falta algo sin lo que no se puede entender todo lo anterior y que, por suerte o por desgracia, ha modificado por completo el mapa de los elementos naturales que acabo de describir: la presencia e influencia del hombre a través de su trabajo en una superficie concreta de tierra.

Plauto fue un escritor de comedias, a caballo de los siglos III y II a.C., en Roma, que supo retratar como pocos las grandezas y miserias del ser humano. Un fragmento de su comedia Asinaria se popularizó en el siglo XVII (Thomas Hobbes) y nos ayuda, hoy, a describir con precisión lo que el hombre ha hecho en su relación con el viñedo en los últimos cincuenta años: lupus est homo homini, «el hombre es un lobo para el hombre», es decir, el hombre puede llegar a ser su peor enemigo.

Cuando la industria química entró en el mundo del vino, los tres pilares sobre los que se había asentado la vinicultura tradicional se vinieron abajo: el azufre (natural), el oxígeno (natural, por supuesto) y la madera (natural, claro está, aunque necesariamente trabajada de forma artesana). Cada problema (entre mil comillas, por favor) que surgía en el campo y que, antes, la propia naturaleza ayudaba a resolver, tenía ahora una respuesta química. El hombre la aplicaba y el suelo iba empobreciéndose y perdiendo la vida que le había sido propia. Más se empobrecía el suelo, menos nutrientes naturales tenía la cepa. Así es. Y esa actuación, provocada por la acción del hombre, no encontraba otra respuesta que la del abono químico y sintético, creado por otros hombres: si el suelo no me da lo que mi cepa necesita (¡pero no lo daba porque lo habían matado!), se lo doy yo. Así se completó la muerte de un buen número de terruños, cuya mayor virtud era, ni más ni menos, la de ser distintos los unos de los otros. Más importante: ofrecían vinos que eran distinguibles los unos de los otros. El ser humano, de nuevo, se estaba convirtiendo en su peor enemigo porque estaba destruyendo aquello que es su mejor aliado para hacer un buen vino: la calidad natural de su tierra.

Sin duda, la acción directa del hombre y sus decisiones pueden cambiar de forma radical, y no precisamente para bien, las características que un terruño había sabido transmitir a la botella. Un suelo homogeneizado por la química, un vino desnaturalizado por sistemas de vinificación similares en todo el planeta, acaba produciendo botellas que, aunque procedan de distintas partes del mundo, somos ya incapaces de distinguir las unas de las otras.

El ejemplo de Scala Dei

Te voy a explicar un caso concreto que pude conocer de primera mano en una cata histórica que tuvo lugar en diciembre de 2012 en Barcelona. El enólogo de la bodega Cellers de Scala Dei, DOQ Priorat, Ricard Rofes, convocó a profesionales y algunos aficionados amigos (ahí estaba yo) a una cata vertical de su vino emblemático, el Cartoixa Scala Dei. Nos proponía catar los mismos vinos pero en distintas añadas. No era una vertical cualquiera, porque esa bodega fue una de las primeras en embotellar con etiqueta propia en la, por aquel entonces, DO Priorat. Antes, los vinos se vendían a través de las cooperativas en botellas o a granel, o iban directos a la exportación, para mejorar la calidad de los vinos con los que se iban a ensamblar (sobre todo, en Burdeos). Cartoixa Scala Dei 1974 (fíjate si es reciente esta parte de nuestra tradición vinícola) es una de las primeras botellas etiquetadas, numeradas y comercializadas en el Priorat.

Fue una cata histórica porque de alguno de los vinos probados, la bodega no tiene ya ninguna botella... Las añadas 1974-1975-1976 se probaron en primer lugar. Las de 1978-1982-1991, a continuación. Y las garnachas de finca (léase terruño) 2010, Artigots, Sant Antoni y La Creueta para el final. Te cuento esto porque es un buen ejemplo conscientemente explicado por Ricard Rofes, de cómo las decisiones de las personas que hacen el vino pueden modificar por completo la percepción en botella de tres terruños concretos. Creo, además, que abunda en las conclusiones de la tesis de la doctora Zaldívar que, sin duda, demuestran cómo el trabajo en bodega y, en el futuro, en laboratorio, modifican la «mineralidad» de un vino. A mí lo que me interesa, a estas alturas, es que alguien se interrogue, analítica y sensorialmente hablando, sobre la presencia de los minerales del suelo en los mostos de un mismo tipo de uva plantada en terruños distintos de una misma zona. Antes de la vinificación, claro.

Pero volvamos a la cata: los vinos 74-75-76, y si me apuráis 78, eran vinos que, en copa, además de estar perfectamente conservados y mostrarse íntegros, tenían características comunes. La fruta, mayoritariamente garnacha, procedía de los viñedos (tres terruños distintos por morfología de su suelo y altitud) de Artigots, Sant Antoni y La Creueta (y de otros, por supuesto, porque estos no dejan de ser pequeños), aunque en esa época jamás se identificaban nombres en la etiqueta. Esos vinos habían sido hechos tal y como se hacían los vinos en el Priorat tras la guerra civil, pisados con el raspón entero, fermentados en lagares de cemento y criados en grandes tinos de madera (por lo menos, que se tenga constancia documentada, de 25.000 litros). No era por casualidad, por supuesto: la garnacha era, y es, una variedad poco tánica. Si el vinicultor quería hacer un vino que sobreviviera algún tiempo, necesitaba aumentar esa tanicidad. Y en una época en la que (¡por suerte!) la industria química todavía no daba respuesta a ese «problema», la solución era la más natural posible: si la estructura del racimo había madurado bien, el tanino lo aportaba la madera del raspón. Los racimos iban enteros a la confección del mosto, se rompía la uva (no había maceración carbónica tal y como la entendemos hoy) y la fermentación empezaba con ellos bien presentes. Las fermentaciones, además, se realizaban a temperatura ambiente. El raspón facilitaba por otro lado que el grado alcohólico fuera, al final, algo menor, y que el prensado y filtrado del vino fuera más fluido y, por lo tanto, diera mayor rendimiento en mosto. La conservación en grandes tinos de madera permitía que la polimerización en el vino fuera más intensa y, por lo tanto, viviera más y mejor. Cuanto más larga es la cadena de polímeros (el vino empieza su vida con moléculas de bajo peso que, en el proceso de crianza, se van agrupando dando paso a moléculas de mayor peso que hacen que sobreviva más años y en mejores condiciones: eso es la polimerización), mejor para la conservación del vino. El vino resultante, al final de ese proceso, era un vino más fino y que soportaba mejor el paso de los años. Exactamente así salieron los vinos del 74 al 78. La persona que tomaba las decisiones conocía las características de su fruta, sabía qué había que darle en ese territorio. Y lo hacía.

A partir de finales de la década de 1970 y principios de 1980, llega la moda bordelesa al Priorat bajo la forma de uvas hasta ese momento casi desconocidas en la comarca (cabernet sauvignon, sobre todo y, después, petit verdot y merlot; más adelante llegaría la syrah del Ródano), con un proceso de vinificación también distinto, que «olvidó» aquello que se había estado haciendo en la zona, insisto, no por capricho o casualidad... Se empezó con la selección de la uva, por una parte, y con la eliminación del raspón, por la otra. Este deja de formar parte del proceso de vinificación. En la década de 1980 se buscan mayores extracciones durante la fermentación, para intentar conseguir esos polifenoles que la garnacha daba de forma limitada. En los ensamblajes también hay mayor presencia de las uvas «francesas». Las fermentaciones son a temperatura controlada y las barricas para el envejecimiento pasan a ser las bordelesas de 225 litros, con abundancia de madera nueva y tostados medios o medios elevados. ¿Resultado concreto y práctico en este caso que os cuento? Los vinos que probamos de los años 1982 y 1991 eran claramente inferiores a los más viejos. Habían sobrevivido peor, estaban sucios, con acideces volátiles (ácido acético) altas. Y no era una cuestión solo de añada, por supuesto. Era una cuestión de cómo el hombre había reinterpretado las características de su terruño: con unas claves y unos parámetros que eran propios de otras tierras y para otras uvas. Vinos que no han sobrevivido bien el paso de los años, vinos con alteraciones bacterianas (malos sabores y olores). Vinos desnaturalizados.

En los últimos años, Ricard entra en Cellers de Scala Dei. Buen conocedor de cómo se hacía la vinificación de las primeras botellas de la bodega, constata una realidad que impacta: puede llegar a tener a su disposición las mismas garnachas de los tres viñedos con los que fueron hechos los vinos de 1974. Los tres viñedos siguen ahí. Y decide algo arriesgado, pero que está dando unos resultados espectaculares, además de emocionantes: en la añada 2010 (más fresca que 2009 y muy apta para hacer buenas cosas con la garnacha), decide vinificar por separado y con tres sistemas distintos cada uno de los viñedos. Insisto: donde escribo «viñedo», lee terruño, por favor, porque aunque se trate en los tres casos de la misma garnacha, los tres están a distintas alturas sobre el nivel del mar y los tres tienen una composición geológica distinta.

Fue emocionante comprobar que el viñedo cercano a la ermita de Sant Antoni, vinificado con un 80% de raspón, fermentado en lagar y envejecido en barricas de segundo año (el siguiente paso serán ya las maderas de mayor capacidad), tenía unas características (con la evidente juventud, por supuesto) muy parecidas a los vinos del 76 y del 78 sobre todo. ¿Qué cambió? La presencia y las decisiones de una persona nueva fueron claves para devolver la identidad y, muy probablemente, la longevidad a los vinos de unos terruños concretos que, en una fase intermedia (la bordelesa), habían perdido por completo su «norte». El factor humano, también cuando hablamos de terruño, es clave para entender qué sucede en los vinos que bebemos.

Terruño significa complejidad

Una conclusión se hace necesaria para terminar este apartado. La noción de terruño ha sido banalizada en los últimos años de forma grosera y casi dramática. Ha sido semánticamente vaciada de contenido. Todo parece ser ahora «vino de terruño». Se le ha arrancado, con ejemplos concretos y múltiples, el valor que en mi opinión tiene. Y ese valor es el de la complejidad. Un terruño no puede ser definido solo por unas coordenadas geográficas, o por un clima, o por un tipo de uva, o por este o aquel tipo de suelo, o por quién hace vino en él. O porque alguien lo diga...

La percepción de que existe un vino de terruño nace de la suma, siempre variable, distinta y perceptible en cada añada, de todos estos elementos juntos. Esa es la enorme riqueza del concepto, la suma compleja de todos los elementos descritos, que nunca van a reaccionar de la misma manera ante las circunstancias que, año tras año, la naturaleza le plantee. Monotonía industrial frente a polisemia artesanal. Ese es el concepto.

Vinos naturales en España

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