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INTRODUCCIÓN
ОглавлениеMe gustaría explicarte por qué un filólogo clásico (ya sabes, latín y griego, esas piedras con las que tantas generaciones de estudiantes han topado) escribe un libro sobre la cultura del vino natural, con ejemplos concretos de bodegas y vinos en España. Me gustaría explicarte por qué considero importante que las personas nos acerquemos a los viñedos, a las cepas y a su vino con el menor número de interferencias posible. Quisiera compartir años de experiencia, de conocimiento autodidacta, de viajes, de lecturas y de amistades para que tú, lector, llegues a una conclusión parecida a la que yo llegué: merece la pena conocer el vino auténtico (¡más adelante intentaré una definición!, aunque ya te avanzo que, en este libro, «auténtico» y «natural» son sinónimos), merece la pena saber quiénes lo hacen, merece la pena conocerlo sobre todo cuando se hace cerca de tu casa y, claro, merece mucho la pena beberlo y disfrutarlo, tanto o más que entenderlo.
Este libro ofrece explicaciones, pero no quiere ni puede ser un libro científico al uso, con notas a pie de página y una prolija bibliografía al final. Al contrario: aunque haya leído algunas cosas sobre el tema a lo largo de los últimos años, quiero intentar que estas páginas tengan el tono y las maneras del desenfado, de la explicación que nace fruto de una experiencia continuada y de la necesidad de contarla y compartirla. En él no quiero demostrar nada, quizá no necesite demostrar nada. Tampoco pretendo hacer el libro que haría un profesional de la materia, porque no lo soy. Soy un amante de los vinos y de su compleja cultura, y lo que busco es compartir y, en la medida de lo posible, llamar la atención sobre cómo entiendo mi relación con la naturaleza a través de la viña y el vino. Convencer me parece casi sencundario.
DEL BLOG AL LIBRO
Es un libro, además, que surge de mi vida como bloguero. Y aunque sé que la relación contigo no tendrá la inmediatez que tiene en el blog, me gustaría conseguir que el tono y la forma de contar las cosas fueran parecidos. El blog De vinis (www.devinis.org) significó un cambio importante en mi vida y ha tenido un efecto positivo en ella. Decidí pasar del anonimato de un apasionado por el vino y sus comidas —que practica en casa, con sus amigos, en los restaurantes y en los viajes— a la luz pública. Y con las herramientas de la crónica en primera persona, intenté explicar los vinos, restaurantes y recetas con los que iba disfrutando.
Desde junio de 2006 hasta julio de 2018, en que finalizo la revisión de esta introducción para una segunda edición, han sido más de 1.300 posts en el blog, casi 14.000 comentarios publicados y contestados y casi dos millones de lectores en el mundo entero. Más importante: ha sido una manera de contar las cosas, que es la que ahora vas a encontrar en este libro. En los primeros siete años pasé de ser mi único lector (bien, sí, a ratos mi mujer también, y dos o tres amigos) a tener un promedio de veintitantos mil lectores mensuales. Ahí toqué techo. Mi punto de vista, en relación con el viñedo y el vino, no cambió, es cierto, y no hubo gran diferencia de planteamientos. Fuera cual fuese el número de lectores. Pero sí sentí la necesidad de dar otro tipo de forma escrita a esa compenetración con la naturaleza que, con los años, he ido consiguiendo. Por eso hoy, lector, estamos aquí tú y yo, frente a frente. Por eso decidí escribir Vinos naturales en España.
LA CULTURA DE LA TIERRA
La palabra «cultura» procede del latín. Es una lengua y una civilización con las que me he familiarizado desde joven. Aunque no lo parezca, procede del verbo colere, que significa «habitar un lugar». Los romanos tenían claro que si no existía una buena relación con los dioses protectores del lugar que habitabas, la cosa no funcionaría... Y de ahí que este verbo pasara a significar, también, colere deum, «habitar con un dios, complacerse con él» y, al final, «honrar a ese dios». Si vives en una tierra y tienes buena relación con los dioses que la protegen, lo tercero es cultivarla, ¿verdad? Aunque las películas de romanos (los péplums) nos den una imagen parcial, desde sus inicios, Roma era una sociedad profundamente agrícola y ligada al ciclo anual de la naturaleza. Es así, pues, que la tercera acepción del verbo fue colere agrum, «cultivar la tierra». Y la cuarta, por supuesto, nació de la reflexión moral sobre ese trabajo físico, que siempre acaba llegando. De esta última evolución surgen expresiones como colere mores, uirtutes, artes, «cultivar, honrar, preservar las costumbres, las virtudes, las artes». En esta familia de palabras nacerán, después, cultio y cultura, que tienen significados muy parecidos a los de su verbo de origen. La cultura de la tierra es, pues, su cultivo material y, al mismo tiempo, es el respeto y comprensión que deberíamos mostrar hacia ella. Cuando sentimos eso, cultivamos también una forma espiritual de relacionarnos con ella. Cultivamos la tierra y, al mismo tiempo, cultivamos nuestro espíritu. Nos demos cuenta de ello o no, es así. No tienes más que acercarte a alguna persona de tu entorno que tenga una relación profunda con su tierra a través del trabajo en ella. Me darás la razón. Quien hace este trabajo de forma artesanal y consciente, no mecánica ni mecanizada, es una persona distinta, con sensibilidad y actitudes atentas hacia su entorno, se trate de personas, de paisajes o de animales.
Aunque los avances tecnológicos y el ritmo de vida de la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos de XXI nos lo hayan hecho olvidar casi por completo, de ahí venimos, esas son nuestras raíces: de haber encontrado cierta paz y armonía en cualquier lugar del campo; de haber decidido que allí nos instalábamos; de haber encontrado «dioses» con los que acordar un intercambio amistoso («tú me proteges y yo, a cambio, te honro y te dedico mi trabajo y mis cosechas»), y de haber observado la tierra y haberla empezado a cultivar para vivir. Pero también para ser y para estar.
EL RITMO DE LAS CUATRO ESTACIONES
Como filólogo clásico, me preocupa explicar los textos en su contexto y he dedicado muchas horas a intentar entender cómo y por qué los romanos establecen, explican y, después, transmiten su contacto con la naturaleza. Permíteme: con la Naturaleza y con esa diosa que la simboliza, la Tierra, Tellus. Las cuatro estaciones juegan un papel fundamental en esta comprensión. Se las representa a través de muchos formatos: en textos, por supuesto, pero también a través de pinturas al fresco, mosaicos, esculturas, relieves, sarcófagos... Están presentes en todas las manifestaciones de la vida romana. ¿Por qué eran tan importantes para ellos? Encontré una explicación cuando empecé a estudiar con calma los sarcófagos y su decoración. En sus paredes, los artistas mostraban con frecuencia historias de la mitología romana, pero pocas veces las relacionaban con la vida del difunto. Se trataba, más bien, de obras genéricas, casi de encargo, que se compraban como hoy se compran los ataúdes: para sepultar y honrar al muerto, de una forma bastante «industrial», aunque siempre con la mayor dignidad. Pero no todos los sarcófagos eran así... Había un tema decorativo recurrente que aparecía sobre todo cuando el muerto era joven, y que solía tener relación con un encargo personalizado de ese sarcófago. No eran de serie, para entendernos, sino que habían sido encargados expresamente, con nombres y apellidos, para futano o zutano. Su decoración era, en efecto, la de las cuatro estaciones.
Las cuatro estaciones representaban, para nuestros antepasados (¡eso son, en parte, los romanos de Hispania!), la línea del tiempo, la continuidad de las cosas que permanecen. La representación de las cuatro estaciones les recordaba la necesidad de que todas ellas se comportaran como es debido. De que a un invierno frío, que adormece todo en la Naturaleza (pero no mata: la vida futura reposa...), le suceda una primavera con lluvias y temperatura en aumento que haga que todo vuelva a nacer; y que a un verano donde el calor del día, con el fresco de la noche, da el grado óptimo para la maduración de los frutos, suceda un otoño donde se materializa la cosecha y el trabajo de todo un año. Y de ahí, vuelta a empezar. Desde que el mundo es mundo y alguien elige un lugar para vivir, buscar protección y cultivar, es así. Los romanos tenían tan interiorizada esa relación con la Naturaleza y la Tierra que las cuatro estaciones llegan a representar, precisamente en los sarcófagos decorados con ellas, ese deseo íntimo de inmortalidad que cualquier ser vivo tiene. Así, la perpetuación del recuerdo al difunto, en forma de ofrendas anuales (de ahí nace nuestra tradición floral de Todos los Santos) propias de cada estación, garantiza su inmortalidad. Mientras alguien le recuerde, él no morirá del todo. La muerte verdadera, para un romano, llegaba con el olvido...
Y cada estación tenía, en consecuencia, sus símbolos y sus iconos. El invierno llega en forma de hombre encapuchado, que se protege del frío y lleva entre sus manos el fruto de la estación: la caza. La primavera llega con vestimenta ligera y flores. El verano anda todavía más ligero de ropa y lleva entre sus manos el trigo recién cosechado. ¿Y el otoño? ¡El otoño es un chaval que vendimia la uva y la pisa con alegría para producir el primer mosto! Cuando vi que esa imagen (y los textos que la explican) tiene tanta fuerza para un romano que cree en Júpiter y en Tellus (la madre Tierra) como para otro que cree que Jesús nació en un pesebre (esa convivencia de creencias sucede en el siglo III d.C.), me di cuenta de que había llegado al centro de la cuestión. Entonces comprendí el porqué de la presencia de las cepas, de la uva y del mosto en la iconografía de los muertos en Roma. Son el símbolo del otoño, sí, pero sobre todo son el producto de la Tierra que más les acerca a esa idea de continuidad ininterrumpida, a ese concepto de «inmortalidad», a esa vinculación con un trabajo que, en cada estación, requiere cuidados concretos y específicos en el viñedo, y que nunca cesa. Ese producto es el vino, por supuesto. Beber el vino, en Roma, sobre todo en una ceremonia funeraria y en honor al difunto, era el mayor símbolo de conexión con la Tierra. Bebes aquello que eres, bebes aquello con lo que estás íntimamente ligado, te bebes la tierra en la que has elegido vivir y que, a lo largo de las cuatro estaciones, acaba produciendo esa uva que será vino. Beber vino, en este sentido, siempre ha sido, y es, una de las formas más naturales, espontáneas y lúcidas de volver a un paisaje, a un territorio, a una cultura. A una tradición de la que procedemos y que llevamos grabada en nuestro ADN, pero que hemos olvidado casi por completo.
En un tiempo en que las cerezas pueden llegar en invierno. En un tiempo en que las vendimias se confunden y las añadas se mezclan porque llegan los vinos del Cono Sur antes, casi, de que haya fermentado el vino de ese mismo año en España. En un tiempo en que (¡anuncio visto en la tele, aunque no diré de quién!) una abuela pasea con su nieto por el «campo» y en un mismo paseo recoge aceitunas maduras, en sazón, y tomates bien rojos. En un tiempo en que nuestros hijos apenas saben poner nombre a árboles, pájaros y animales. En este tiempo, es más necesario que nunca detenerse un momento, reflexionar y girar la cabeza hacia el lugar y las tradiciones de las que venimos. Más que nunca, estoy convencido de que dos pasos atrás acabarán significando un paso adelante.
ALGO MÁS QUE UNA COPA DE VINO
Mi pasión por el vino creció. Porque comprendí de dónde veníamos y dónde estamos. Porque entendí que corremos un peligro serio y real de no saber hacia dónde vamos. Por eso decidí que esa acción, tantas veces mecánica, de tomar una copa de vino, era más, mucho más, que el mero hecho de beberla o de tomar alcohol. Por eso acabé pensando que si mi relación con la Naturaleza (a través del vino) tenía que seguir creciendo, cuanta más armonía y menos interferencias hubiera, mejor.
Este libro, pues, no nace de una moda verde-ecológica (que, en cualquier caso, ha venido para quedarse y dejar de ser moda para convertirse en actitud) ni pretende ampararse en ella. Nace fruto de mi necesidad, y de la de mucha otra gente (algunos saldrán en estas páginas, ¡pero somos muchos más!), de mostrar respeto y amor hacia la Tierra que nos da de comer y, en esa misma acción, mostrar respeto hacia nosotros mismos y hacia nuestros hijos. Cuanto más y mejor la cuidemos, mejor nos sentiremos nosotros, física y espiritualmente. No tengo formación técnica en enología o viticultura y con estas páginas solo quiero ayudar a difundir una idea: acercarse a la Naturaleza, defenderla y conservarla también se puede hacer a través del mundo del vino y de su consumo.
Conociendo los sistemas más respetuosos de trabajo en el viñedo y en la bodega (no hablaré de certificaciones hasta el final, aunque a veces sean importantes), e identificando a quienes hacen vino con ellos, ayudaremos a preservar una manera más natural de relación con la cepa, su fruta y su producto emblemático, el vino. Y difundiendo los nombres, actividades y actitudes de algunas de las personas que, en España, practican una vinicultura lo más natural posible, ayudaremos a que la gente beba vino (¡con moderación, por supuesto!) y descubra otra manera, más auténtica, de relacionarse con el paisaje del que este vino nace. Conocer, además, a las personas que lo hacen, nos hará mejores personas. Y, quizá, más felices también.
En este libro encontrarás dos partes claramente diferenciadas. En la primera, describo los elementos fundamentales para entender qué es un vino natural, dónde y cómo se hace. Propondré una definición, claro, pero también podrás leer información y comentarios sobre los tipos de tierra y su relación con las cepas (qué va mejor para qué variedades de uva); sobre cultivo sostenible; sobre biodinámica; sobre el proceso completo que nos puede llevar a un vino natural (ese cultivo, el momento de la vendimia, el porqué del uso del raspón, las distintas intervenciones de la mano humana en la confección del vino hasta llegar al embotellado); sobre los posibles defectos (y sus mitos) en un vino natural; sobre la arquitectura: dónde se hacen los vinos me parece importante; sobre la comunicación, que tiene que transmitir los valores y aptitudes de un vino de este tipo... Y las conclusiones.
COMPROMISO PERSONAL
¿Conclusiones? ¡¿Pero no habías dicho que este no era un libro teórico?! De acuerdo, de acuerdo, no las consideremos conclusiones. Hablemos de que una descripción teórica, por más ligera que intente ser, de poco sirve sin unas cuantas concreciones prácticas, sin unos ejemplos en los que apoyarse. La segunda parte estará enteramente dedicada al compromiso, ¡a mi compromiso! En ella encontrarás ejemplos concretos, con nombres, apellidos, direcciones y vinos, de personas y bodegas que practican una vinicultura como la que yo defiendo en estas páginas. Más todavía: no encontrarás una guía exhaustiva de bodegas con este o aquel sello, no. Tampoco encontrarás todos los vinos de esa bodega, sus puntuaciones y valoraciones. Encontrarás la historia de un recorrido por España: un recorrido por las bodegas y las personas que, en mi opinión, más se pueden identificar con el concepto de vino natural, le llamen así o no. Leerás sus historias porque cada una de esas personas, en su relación con su tierra y sus cepas, tiene una historia que contarnos. Yo he estado en sus casas, en sus viñedos y en sus bodegas para escucharlas y traértelas. Y, por supuesto, «beberás» conmigo alguno de sus mejores vinos, los que ellos mismos hayan elegido como símbolo del trabajo que hacen y de cómo embotellan su tierra. Porque todas las bodegas y vinos de los que hablo en la segunda parte del libro tienen que haberme podido mostrar complicidad con la zona donde viven ellos y sus cepas. Y porque, sin más, son algunos de los vinos y bodegas que, en los términos que defiendo aquí, más me gustan en España.
Dicho de otra forma. Quiero hablar en este libro de personas y vinos que tienen un «ikigai»: «la responsabilidad del creador de alguna cosa, ya sea artista, ingeniero o cocinero, es utilizar a la naturaleza para ‘darle vida’ respetándola en todo momento. Mientras hace su trabajo, el artesano se une al objeto y fluye con él. Un herrero diría que el ‘hierro tiene vida’, lo mismo que diría un ceramista en relación a la tierra. Los japoneses son buenos uniendo naturaleza y tecnología: no estamos ante el hombre contra la naturaleza, sino ante su unión». (P.101, en mi traducción, de H. García —Kirai— & Francesc Miralles, Ikigai. Els secrets del Japó per a una vida llarga i feliç, entramat, Barcelona, 2016.) El ser humano con la naturaleza, no ante ella o frente a ella. Aquí está la clave de lo que quiero contarte. Con ella para dar vida nueva al fruto de las cepas cuidadas de una forma lo menos intervencionista posible. La vida que se bebe. Estas personas y sus vinos, lo sepan o no, tienen aquí un «ikigai», un objetivo: hacer que la vida de la naturaleza con la que trabajan fluya en las copas y penetre en los cuerpos y corazones de quienes las bebemos. Son vinos con vida porque nacen de esta actitud y aunque trabajen de distintas maneras y con técnicas variadas, son estas las personas, con sus vinos, de las que quiero hablar aquí. Hacerlo forma parte, también, de mi «ikigai».
Para ir acabando este apartado, confieso. Confieso que sin la lectura de dos libros quizá no hubiera escrito yo el mío. Son dos libros que me han inspirado, dos libros escritos por gente que admiro y que, en parte (mi suerte), me es cercana. En primer lugar, el de Jesús Barquín, Luis Gutiérrez y Víctor de la Serna, The Finest Wines of Rioja and Northwestern Spain. A Regional Guide to the Best Producers and Their Wines. Tres de las personas que más saben de vino en España (artífices, por lo demás y con otros amigos, del portal en la red que más, mejor y de forma más independiente informa en España sobre vinos: Elmundovino.es) ponen a nuestra disposición su experiencia de decenas de años en las bodegas y restaurantes del norte de España y nos descubren (con extraordinarias y reveladoras fotografías de Jon Wyand) sus preferencias. Y, detrás de ellas, a las personas que hacen los vinos y las historias de las bodegas. Tiene el libro la ventaja añadida de que uno de sus escritores es, además, propietario de una bodega en la Manchuela: Finca Sandoval, de Víctor de la Serna. Un libro inspirador, sin duda, y con valiosa información.
El segundo libro que me ha parecido relevante por varios motivos es el de Jamie Goode y Sam Harrop MW: Authentic Wine. Toward Natural and Sustainable Winemaking. Sus dos autores son gente de prestigio en el mundo anglosajón. Jamie Goode hace, con un éxito tremendo, algo parecido a lo mío (aunque mi impacto sea a muy pequeña escala...): anima un blog de resonancia mundial llamado Wine Anorak. Sam Harrop no solo tiene ese codiciado título de Master of Wine (MW). Es, sobre todo, un hombre que hace vino y que conoce como pocos todos sus secretos, en la Vieja Europa y en los Nuevos Mundos. No es hombre solo de teoría enológica: fundó, junto con los Lubbe, Tom y Nathalie, una bodega, Matassa, en Calce, que hace vinos muy interesantes y que representa bien aquello que quiero defender en este libro. Qué pena que no puedan entrar en la segunda parte del libro porque están al pie de las Corbières, en la llanura del LanguedocRosellón... ¡francés! El primer libro citado ha proporcionado, sin duda, un modelo para mi segunda parte; mientras que la primera debe no poco al segundo libro. A cada cual, pues, lo suyo.
Quiero terminar esta introducción con una afirmación: lo he pasado en grande escribiendo el libro, ha sido un período intenso y agradecido de esta reencarnación, conociendo, viajando, charlando, viendo, probando, bebiendo, comiendo, reconociendo, recordando... Me gustaría pensar que he sido capaz de transmitir a estas páginas una mínima porción de los buenos ratos que he pasado mientras trabajaba en ellas. Si es así, amigo lector, puede que no consideres que has perdido del todo tu tiempo. Como siempre, tú tienes, ahora, la palabra: ¿nos reencontramos al final y echamos cuentas?