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Lilah miró boquiabierta las motocicletas.

Había leído sobre tales vehículos en los libros, los había visto abandonados en los caminos, con sus cuerpos oxidados y sus conductores vagando por el mundo como muertos vivientes. Nunca había imaginado que vería uno en funcionamiento, mucho menos dos. Y sin embargo, ahí estaban, embarrados de lodo y maltratados, pero claramente en condiciones de circular. ¿Cómo habían hecho estos hombres para ponerlos en marcha? ¿Cómo los habían mantenido funcionando todo este tiempo desde la Primera Noche? ¿Dónde encontraban combustible que siguiera químicamente en buen estado luego de catorce años? A menos que estuviera en contenedores firmemente sellados, casi cualquier gasolina se descomponía con el paso del tiempo.

Lilah estaba agachada detrás de un arbusto. Las motocicletas pasaron zumbando a su lado, y mientras éstas se alejaban hizo una mueca ante el olor del espeso humo del escape. Era un olor terrible y antinatural.

Cada uno de los hombres llevaba un arma colgando a la espalda. El de la izquierda usaba una pesada hacha de bombero en un cinto; el otro tenía un gran mandoble en una funda de cuero. Lilah pensó que un arma semejante tenía que haber sido robada de un museo o una colección privada. Había visto a algunos cazarrecompensas con armas antiguas similares. Éstas resultaban imprácticas en la era de las pistolas anterior a la Primera Noche, pero muy útiles en el mundo de los muertos, porque una espada es silenciosa y no necesita ser recargada.

Lilah salió de su escondite y comenzó a seguir los vehículos, corriendo tan rápidamente como la prudencia se lo permitía. Recorrió un kilómetro, dos. Más. Lilah disfrutaba correr, y era capaz de viajar a paso de trote durante todo el día. Aun así, los vehículos de cuatro ruedas rápidamente la dejaron atrás y se desvanecieron hasta que de ellos no quedó más que un lejano rugido de motores.

Ella continuó avanzando, siguiendo el rastro de las llantas, y luego volvió a escuchar el ruido de las máquinas. Ahora estaban estáticas, con sus traqueteantes motores al ralentí en alguna curva del riachuelo. Lilah se internó en el bosque y los rodeó para llegar al arroyo por el otro lado, usando una línea de grandes rocas rotas para cubrirse.

Entonces escuchó más motores y se deslizó dentro de una cavidad formada por varias rocas volcadas. Otros cinco vehículos de cuatro ruedas salieron a toda velocidad del bosque y circularon por el poco profundo lecho del río para reu­nirse con los demás. Uno a uno los rugidos de los motores fueron tosiendo y quedándose en silencio a medida que las motocicletas iban siendo apagadas. En el silencio que siguió, Lilah pudo escuchar el sonido de al menos una docena de voces, y cuando se asomó vio a algunas personas caminando por el bosque, solas y en grupos de dos o tres.

Lilah se arrastró hacia el frente para observar mejor.

La reunión era una mezcla de hombres y mujeres de todas las edades, pero todos iban vestidos igual, con pantalón y camisa negra y listones color rojo sangre atados a brazos, piernas, cinturas y cuellos. En el pecho de cada uno, dibujado con tiza, pintura o con un fino bordado, había un diseño de unas alas muy estilizadas. Alas de ángel.

Lilah volvió a pensar de inmediato en lo que la pequeña Eve había dicho.

Estaba persiguiendo a Ry-Ry, y me perdí porque había ángeles en el bosque.

Todos tenían la cabeza rapada, y sus cráneos estaban cubiertos de complejos tatuajes. La mayoría tenía diseños de flores silvestres, verdes parras, hojas de otoño y espinos. Algunos tenían imágenes de cadenas y alambre de púas entretejidos con las flores. La hechura iba de lo más burdo a la exquisitez.

Todos estaban armados y también mostraban señales de traumatismos recientes. Moretones, heridas suturadas, cortadas cubiertas de costras y vendajes manchados.

Éstos son guerreros, decidió Lilah. Hizo una valoración de sus armas y vio todo tipo de navajas, puñales, cuchillos de carnicero, hachas y espadas, pero ningún arma de fuego.

A medida que más gente iba saliendo del bosque, los otros los saludaban con sonrisas de alegría, apretones de mano y abrazos.

Lilah se alejó de las rocas y en silencio se deslizó entre un grupo de arbustos muy tupidos para alcanzar una alta saliente de piedra que se elevaba por encima y detrás del grupo de gente. Se movió como un fantasma, y nadie la vio ni la escuchó. Se acostó y permaneció totalmente inmóvil, con una clara vista de la reunión a través de una pequeña abertura en el follaje.

Dos de las personas congregadas sacaron sendas botellas llenas de un viscoso líquido rojo, las descorcharon y se movieron entre la gente, vertiendo gotas del líquido en las puntas de los listones rojos. La brisa llevó hasta Lilah el desa­gradable olor, y ella arrugó la nariz. No era cadaverina pero definitivamente era algo similar, y probablemente servía para el mismo propósito.

De pronto la multitud se puso rígida y volteó cuando dos nuevos personajes salieron a la luz en la margen del arroyo, una mujer seguida de un tipo bestial que caminaba un paso detrás de ella. El grupo de guerreros le hizo una reverencia con gran veneración.

Lilah escuchó que varios pronunciaban un nombre mientras se inclinaban.

—Madre Rosa.

La mujer —la tal “Madre Rosa”— era la persona más hermosa que Lilah hubiera visto jamás, como una de las diosas de los libros de mitología antigua que había leído. Era alta, de rasgos altivos y ojos que parecían irradiar su propia luz oscura. A diferencia del resto, ella tenía todo su cabello, que colgaba en brillantes rizos negros alrededor del rostro y los hombros. El poder personal de esta mujer era tal que todos los demás, incluso los hombres que eran más altos que ella, parecían empequeñecer en su presencia.

Detrás de Madre Rosa había un hombre que Lilah pensó que debía ser un guardaespaldas. Era enorme, un gigante que no podía medir un centímetro menos de dos metros veinte. Tenía una piel color caoba y un rostro astuto e inteligente en el que no había el menor rastro de compasión. Era el rostro de un asesino, Lilah sabía bien cómo lucían ellos. El gigante se mantuvo aparte, entre las sombras del bosque, recargado en un mazo de mango largo. Tenía cuchillos enfundados en ambas caderas, y alrededor del cuello usaba un collar de manos humanas marchitas. Lilah contó diecinueve. Por alguna razón, no creyó que esas manos hubieran sido cortadas de las muñecas de zoms.

—Bendiciones a todos ustedes, mis segadores —dijo Madre Rosa alargando las palabras con un suave acento sureño—. Que caminen siempre por el sendero más corto hacia la oscuridad.

—Alabada sea la oscuridad —respondieron ellos.

Segadores, musitó Lilah. Sus manos se aferraron con fuerza a su lanza.

Uno de los hombres que Lilah había visto en las motocicletas, el que llevaba el mandoble, se arrodilló y besó una de las cintas que estaba atada al tobillo de Madre Rosa. No pareció importarle que esa cinta se hubiera arrastrado por la tierra y el lodo.

—¿Qué has encontrado, Hermano Simon? —preguntó Madre Rosa.

—Los errantes grises que llevaste hacia el claro siguen ahí —dijo el hombre—. Jack y yo…

—El Hermano Jack —corrigió Madre Rosa.

El Hermano Simon asintió, respiró profundo y continuó.

—El Hermano Jack y yo hicimos un llamado por toda la ladera oeste. Hay al menos trescientos o cuatrocientos grises descendiendo en este momento, lo que significa que esos caminos estarán totalmente bloqueados. La Hermana Abigail tiene sus segadores en el flanco norte, y el Hermano Gómez está en un buen escondite en el extremo sur. Si algunos de los hombres de Carter logran pasar entre los grises, tendrán que tomar una de esas dos rutas, y se estarán dirigiendo directo hacia nuestra gente.

Madre Rosa asintió.

—Creo que Carter y los suyos siguen avanzando en dirección suroeste —continuó el Hermano Simon.

—Bien —dijo Madre Rosa, asintiendo para mostrar su aprobación—. Eso significa que los herejes van directo hacia San Juan.

Ante la mención de aquel nombre, Lilah vio que varios rostros de los presentes se ponían rígidos, sus sonrisas se volvían tensas, forzadas.

—Sería mejor para Carter que nos dejara atraparlos —dijo una de las segadoras, una mujer con amapolas rojas tatuadas en el rostro—. Al menos tendrían una oportunidad de unírsenos, en lugar de arrojarse inmediatamente a la oscuridad.

Muchos asintieron. La sonrisa de Madre Rosa era menos forzada y totalmente desagradable. A Lilah no le gustó aquella sonrisa. Ni siquiera un poco. Así era como se imaginaba que debían sonreír los tiburones.

Madre Rosa continuó:

—San Juan es el hijo preferido del Divino Tánatos.

—Alabada sea la oscuridad —respondieron los segadores de inmediato cuando escucharon aquel nombre.

—San Juan traza su propio camino a la oscuridad —prosiguió Madre Rosa—, y está reservado sólo a él entender, y no a nosotros.

—Todas las bendiciones para San Juan —dijo el Hermano Simon—. Todas las bendiciones para el amado del Divino Tánatos.

Mientras los demás repetían sus palabras y hacían una profunda reverencia, Lilah vio que Madre Rosa volteaba brevemente hacia su guardaespaldas. ¿Se trataba de una sonrisa que compartían? ¿O de una mirada de desdén? Lilah no tenía mucha práctica interpretando gestos, pero había espiado muchas veces a Charlie Ojo Rosa y sus compinches, y sabía reconocer el engaño cuando lo veía. Quienquiera que fuera ese tal San Juan, Lilah supuso que debería preocuparse por lo mucho que Madre Rosa realmente lo respetaba.

¿Y cuál era ese otro nombre que Madre Rosa había mencionado?

Tánatos.

Lilah frunció el ceño. El nombre le trajo un recuerdo. No de alguien que había conocido, sino de algo que había leído. Ella no se esforzó para recordar; en vez de eso, relajó sus pensamientos y dejó que la memoria acudiera.

Tánatos. Uno de los dos aspectos de la muerte en la antigua cultura griega. Su entrecejo se frunció aún más porque según recordaba, Tánatos era el dios de la muerte sin violencia. El que venía a liberar del sufrimiento. Y sin embargo toda esta gente estaba fuertemente armada. Lilah decidió que quienquiera que fuera ese tal “Carter”, estaba contenta de no estar en sus zapatos.

Abajo, el Hermano Simon cerró la quijada con fuerza, claramente luchando con algo más que quería decir, o quizá que temía añadir.

Madre Rosa vio esto y le tocó el rostro.

—¿Qué pasa?

—Algunos exploradores han divisado una, mmm… chica con una resortera entre los refugiados de Carter —hablaba como si estuvieran arrancándole las palabras de la boca—. La descripción coincide con la de la Hermana Margaret.

Todos resollaron y dieron algunos pasos involuntarios para alejarse del Hermano Simon, como si esperaran que un rayo lo golpeara por haber cometido algún gran pecado. Súbitamente el gigante dejó caer el mazo y sujetó al Hermano Simon por la garganta, alzándolo sin ningún esfuerzo hasta que el segador quedó parado apenas en las puntas de sus zapatos.

—Nosotros no pronunciamos ese nombre —rugió. La cara del Hermano Simon se puso roja y luego morada a medida que el gigante aumentaba la intensidad de su agarre.

Madre Rosa se adelantó al gigante.

—¿Estás seguro, hermano? —preguntó con una voz que era fría y dura como la hoja de un cuchillo.

—S-sí —consiguió decir el Hermano Simon con una vocecita estrangulada.

El gigante miró a Madre Rosa, que estudiaba al segador asfixiado, entornando los ojos. Ella le tocó el brazo al gigante, un suave roce de los dedos sobre el paisaje de sus abultados músculos.

—Hermano Alexi… —dijo, y el gigante soltó al Hermano Simon, quien cayó de rodillas, resollando y graznando mientras luchaba por jalar aire. El gigante, Alexi, recogió su mazo y volvió a su sitio, justo detrás de Madre Rosa.

La mujer levantó la mano y tocó la mejilla del Hermano Simon.

—Cuéntame —dijo.

—M-me lo dijeron cinco exploradores distintos, Su Santidad —tartamudeó el Hermano Simon, con la garganta todavía adolorida—. La descripción coincide, incluso en las marcas —al decir esto, se tocó las figuras de flores tatuadas en su cuero cabelludo—. Rosas silvestres y espinas.

—La Hermana Margaret está muerta —dijo Madre Rosa en un áspero susurro—. Mi hija abandonó a su familia y a su Dios. Huyó con herejes y blasfemos. Está muerta —Madre Rosa escupió esta última palabra—. El regalo de la oscuridad no es para ella. Espero que su carne viva para siempre. Perdida, sola y condenada.

El segador puso la frente en la tierra, cerca de los pies de Madre Rosa.

—Su Santidad, perdone a este tonto pecador por haberle causado tal sufrimiento —su cuerpo se sacudía por los sollozos, y Lilah no supo si sus lágrimas eran de dolor, de arrepentimiento o de miedo.

La escena se prolongó durante algunos momentos más, y entonces Madre Rosa se inclinó hacia el hombre, le besó la cabeza y lo levantó del piso.

—No hay pecado alguno en decir la verdad, amado Hermano Simon —le dijo—. Quédate en paz con la certeza de que la oscuridad espera para envolverte.

La respuesta que masculló el Hermano Simon fue demasiado débil para que Lilah pudiera escucharla. Luego desapareció entre la multitud. Algunos de los otros segadores lo tocaban ligeramente en el hombro.

Ante esto, Lilah hizo una mueca de desdén. Cuando los otros pensaban que iba a ser castigado, todos se alejaron y lo desconocieron; pero a la luz del perdón de Madre Rosa, se juntaron a su alrededor para compartir la bendición que le había sido dada. Aquello no era fe, no como Lilah la definía. Era cobardía. Estos segadores, por más peligrosos que fueran, estaban dominados por el miedo tanto como por la devoción a su extraña fe.

Lilah esperaba no tener que necesitar ese conocimiento, pero de cualquier manera lo archivó.

Una segadora hizo una reverencia. Madre Rosa dijo:

—Habla libremente, Hermana Caitlyn.

—Antes de escuchar el llamado de la oscuridad…

—Alabemos a la oscuridad —entonaron los otros.

—… yo vivía en Red Rocks, cerca de Las Vegas. Trabajaba como cazadora para un grupo de refugiados, y conozco el desierto y estos bosques tan bien como cualquiera. Hay senderos de caza por todos lados, y por las señales del rastro que vi, me parece claro que, mmm, la persona que solía ser su hija está guiando a la gente de Carter por esas veredas. Los rumores dicen que ha vivido aquí afuera desde que abandonó la gracia de la Iglesia. Si es así, entonces debe conocer todos esos senderos. Hay algunos que no son tan fáciles de detectar.

—¿Crees que pueda ayudar a los herejes a que se escabullan sin que los veamos? —preguntó Madre Rosa arqueando una ceja.

La Hermana Caitlyn se sonrojó, pero alzó la frente.

—Sé que yo podría hacerlo, y hay algunos cazadores experimentados con Carter. El desierto no está tan vacío como piensa la gente. Siempre hay lugares para esconderse.

Madre Rosa asintió.

—Gracias, Hermana Caitlyn. Tu servicio a nuestro Dios allana tu camino a la santa oscuridad.

La joven inclinó la cabeza.

—Su Santidad, si la persona que fue su hija está guiando a la gente de Carter hacia el sur, creo que debemos aceptar que les ha contado del Santuario.

Todos y cada uno de los segadores resollaron llenos de horror.

Carne y hueso

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