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La justeza del horrimaginario
ОглавлениеLas letras pétreas de los créditos enfocados y lamidos con coros masculinos cual muros de celdas monacales, no se equivocan.
Como tampoco yerran los parpadeos en negro premonitorios de lo peor del imaginario macabro que se cierne sobre la conferencista que disertaba acerca del terror abstracto y radicalmente subjetivo, la psicóloga infantil universitaria Julia Septién (Evangelina Sosa rebosante de matices sensibles), pronto bajada de su pedestal académico para ser confrontada con el púdico terror brutal más concreto en la morgue con el cadáver cubierto por una sábana de su hijito accidentado en el incendio de un autobús escolar, ese terror que la hace sollozar en off y quebrarse en in, para luego reaparecer tiempo después tratando de volver a ser útil a la sociedad y a sí misma, ceder a los requerimientos escépticos del acaudalado empresario viudo de sombrías barbitas Alejandro Ruvalcaba (Plutarco Haza doliente magnífico) pero casado en segundas nupcias con la guapa fría indiferente Mariana (Ludwika Paleta pasando a un lado de su personaje), y ayudar desde su invalidez emocional a cuidar y educar la hijita semiautista de 7 años Silvia (Mariana Beyer fascinante en el rol de la adorable hipersensitiva rubita Lucy Buj), una niña siempre pensando en ocultarse, en sustraerse de la mirada ajena que en su inmensa reclusión dentro de la megalómana hacienda paterna hace huir institutriz tras institutriz, siempre confrontada con su madrastra y macabramente obsesionada con su amiguito imaginario Hugo (parcialmente encarnado por Jorge Lago), a quien concede tanta o más realidad que a lo real, y que no es otra cosa que la estatua de un niño con libro abierto en brazos y pedestal también de piedra, traídos desde el pueblo austriaco de Holstenberg hace un siglo de sus siete cumplidos (antes de ser borrado en la Segunda Guerra Mundial), que adorna el vasto jardín-bosquecillo al fondo de ese umbrío refugio campestre, pero que según ella la acompaña a todas partes, la visita, comparte con ella la lectura de cuentos de hadas y se enoja al ser decepcionado.
Fracasarán todos los intentos de la psicóloga por darle a la pequeña la comprensión y afecto que ella misma necesita, por hacerla interesarse en las clases de raíz cuadrada o las capitales del mundo, por atraer su atención hacia paseos que terminan en peligrosos campanarios de iglesias derruidas, por alejarla de su mundo interior / exterior ya contaminado de malevolencia e involucrado en la magia negra. E igualmente fracasarán las tentativas por auxiliarla del padre atribulado, aunque bien servido por la machista pareja de fieles contrapuestos criados supersticiosos compuesta por Soledad (Marta Aura) y Germán Ortiz (Enoc Leaño), visitado por el apuesto amigo medio pintor medio faceto Carlos (Guillermo Larrea) que se prendará inútilmente de la maestrita encapsulada y se consolará reproduciendo en un lienzo la figura de la estatua que le costará la vida en un trágico y misterioso accidente automovilístico, cuando su amigo el propietario Alejandro le obsequie la obra pétrea para que se la lleve al día siguiente, harto de la presencia imaginaria de la estatua y los conjuros que en su nombre pronuncia la niña provocando extraños fenómenos que afectan principalmente el equilibrio emocional a su inafectiva compañera conyugal. Por esa vía de hechos, el padre furioso acabará demoliendo la estatua en un rapto de furia, sin llegar a prever que a consecuencia de ello, a la mañana siguiente, primero desmayada y con la boca sangrando por el golpe emocional, la chicuela desaparecerá de la cama donde la cuidaba y acariciaba maternalmente la infeliz Julia, sólo para reaparecer patéticamente al fondo del jardín, convertida ella también en figura de piedra, al lado de un rehecho Hugo (“Hugo nunca se equivoca”) y a medias abrazados encima del pedestal granítico, acaso para toda la eternidad.
Es El libro de piedra (Hilo Negro Films – Gobierno del Estado de Chiapas – Duck Films – Inbursa – Tristain Entertainment – Fidecine : Imcine – Eficine 226, 85 minutos, 2009), tercer largometraje del defeño de 36 años ya especialista en cine de horror Julio César Estrada (Espinas, 2005; Cañitas. Presencia, 2006), con libreto suyo, al frente de un vasto equipo de colaboradores prestigiosos (Gustavo Moheno, Mario P. Székely, Enrique Rentería), trabajando por más de dos años, puliendo, readaptando, actualizando, dando nuevos sentidos, supliendo las deficiencias y corrigiendo los errores garrafales del libreto de la vieja película homónima (El libro de piedra, 1968), hoy de culto, del difunto autor total incomprendido y gratuitamente multivapuleado en su tiempo Carlos Enrique Taboada (1929-1996). Así, ahora se viaja ampliamente a través del mundo genérico fílmico de la imaginación sin salir de una misma inmensa morada, se viaja inteligentemente por escenas sin grandes efectos especiales ni acústicos, se viaja diestramente de los planos fijos que alternan con nerviosos planos de cámara en mano (para describir las anomalías que confrontan a la psicóloga contratada como institutriz) a las largas subjetivas sin sujeto que buscan infructuosamente a la niña mercurial al fondo del bosquecillo doméstico, y se viaja dulcemente con flauta y piano de la luz filtrada entre los árboles, a la puerta de madera rechinante de un abandonado cobertizo convertido en centro de brujería de la perturbada con origen en Henry James (Los inocentes del británico Clayton, 1961, mucho antes de Los otros del tramposo españolito Amenábar, 2001), esa conciencia infantil amenazada, a la defensiva casi demoniaca de su imaginario, la potencia de su imaginario cebado en el juego, al interior de un relato siempre en pos de un prurito de justeza y eficacia terrorífica, o sea vuelto por entero hacia la plasmación templada y a medias abstinente de un horror fílmico reelaborado a profundidad, a modo de horror imaginario, de horrimaginario.
La justeza del horrimaginario acomete en suma y en conjunto menos un remaking que un reloading del filme en que se basa, o dicho a la mexicana más recarga que refrito, haciendo en una sola locación y con pocos personajes (en su mayoría femeninos) “una cinta más dinámica y sintética” (Estrada dixit), añadiéndole densidad psicológica, amplificación de miras, corporalidad de hechos, prolongación de fenómenos, movilidad de cámara, amplitud y perspectiva a la enorme violencia moral, al abismo, a la obsesión vertiginosa y la pesadilla íntimamente vivida que el otro filme, acaso demasiado avanzado para su retardataria época nacional / antinacionalista, ya contenía, aunque en estado embrionario, más latente que virulento.
La justeza del horrimaginario vuelve sorprendentes los avances expresivos del realizador, quien primero había pecado por deficiencia y después por exceso, habiéndose mostrado incipiente imaginativo, en Espinas, y luego burdo sobresignificante con base en un material poco imaginativo, en Cañitas. Presencia. Ahora, en cambio, todo parece justo, impresionante, parco, menos desconfiando, seguro. Para lograrlo, consciente de que no basta con simplemente querer restaurar / instaurar una cierta tradición fantástica nacional, Estrada sabe escoger y sacarle partido a sus colaboradores, lo cual ha sido fundamental. Una fotografía atmosférica a rabiar, declinantemente quemada en blancos, con propositiva opacidad monocromática y en movimiento perpetuo de Jorge Rubio Cazarín (nada menos el camarógrafo del inolvidable filme aún hoy moralmente shocking Sin salida de Leopoldo Laborde, 1999) que puede crear desasosiegos momentáneos mediante giros de cámara en torno a la institutriz inmóvil para evidenciar / reactivar su atormentada sensibilidad vulnerada o hacer brotar indispensables tensiones ilusorias de la nada con sólo hacer que la niña diabólica entre a campo o mire de repente hacia el fuera de campo. Una edición de Óscar Figueroa que compacta acciones o las multiplica (como la triple alternación por montaje sobre el descubrimiento de la sábana blanca por la psicóloga / la marcha entre luces desconcertantes del auto nocturno en peligro por súbito dolor de mano / la niñita alfileteando muñeca vudú / brujeril junto a su dibujo de trazo sígnico), calculando muy bien dónde cortar sin redundancias ni adherencias ni insistencias inútiles, así como a veces admitir / resaltar la síntesis en un solo plano de la información anecdótica de cierta secuencia en sí, pues es suficiente con el deslizamiento visual desde la mujer derrumbada sobre la cama hacia objetos caídos por el suelo y el periódico notificando el accidente mortal para expresar contundentemente su desvaída condición femenina, o bien, basta con desviarse de la afligida institutriz en el dictáfono doctoral hacia el encuentro de la niña entregada a conjuros partiendo de una mampara en negro y sin jamás retornar a la facultativa reconcentrada, para captar y comunicar el sentido contrastante, asertivo e infructuoso del cuidado maternal ficticio. Una dirección de arte de Enrique Echeverría con gran sobriedad tajante en interiores y por así decirlo desconsoladora en exteriores ya que carente de abigarramientos o reiteraciones pues con la omnipresente niebla de los jardines cortable a cuchillo le basta y le sobra para componer angustiosamente el cuadro plástico. Un vestuario / bestiario de Adolfo Cruz Mateo. Y un maquillaje apenas artificial en exclusivo apoyo a elementos mustios y marchitos de Josefina Arellano.
La justeza del horrimaginario extiende su dominio más allá de los límites de lo fáctico y meramente visualizable. Lo que definitivamente se elevará a factótum estético de la película ha venido a ser la música, el excelente trabajo musical y sonoro, la partitura sonora de Eduardo Gamboa, al grado de que, por momentos llegaría a pensarse que la película ha sido concebida, diseñada, estructurada y escriturada en función de su banda sonora, concertando fragmentos de una etérea cantata para soprano a lo Henze postserial como fondo de los devaneos macabros de la niña, con coros masculinos medievales manipulados electrónicamente en las acometidas sobrenaturales de Hugo, más deliberadamente abominables azotes de percusiones al desnudo para los adultos a la deriva de esa desazón solitaria que tanto atesoraba Taboada y un piano desvencijadamente feroz para subrayar momentos de asedio en apariencia muertos, o para concluir la cinta con soberano terror minimal, tan moderno y renovador por antigüito.
La justeza del horrimaginario valora cabalmente la función y la buena dosificación del suspenso. Ese suspenso indispensable, más que la preparación o la consumación de sustos, dentro del cine sobrenatural y de horror. A dife-rencia de aquel segundo ejercicio de terror metafísico de hace sólo cuatro décadas que Taboada, a causa de sus torpezas para disponer con habilidad y manejar con soltura el suspenso (sólo dominado por él al año siguiente, en su excelente hoy casi desconocido filme Vagabundo en la lluvia, 1969), malograba en gran medida la eficacia emocional de su particular semifallido Libro de piedra, el realizador Estrada no recurre a ninguna salamandra para poner en jaque sobre la cúpula de una iglesia a la solterona institutriz también aberradamente henryjamesiana Marga López, sino que se funda en la genuina angustia traumática de nuestra buenaonda madre huérfana de hija accidentada ante el riesgo de la pequeñuela expuesta en la torre de una iglesia en ruinas y su peligroso rescate infralpinista. O bien, un suspenso creado a través de las tensiones ilusorias (entradas a campo, miradas a off) antes mencionadas. Un suspenso apenas diluido por largos parlamentos fotografiados o chafa y chatamente explícitos (aunque los hay, como el desdeñoso dictum irónico-inaugural de la fámula ignorante: “No creo que su problema sea por falta de con quién jugar”). Un suspenso a corte directo y apuestas a elipsis bien jugadas. Un suspenso que jamás amplifica el esquematismo de los rasgos psicológicos (sino más bien lo esconde) y que nunca disminuye la fuerza de sugestión de los acontecimientos (diríamos parafraseando conceptos y juicios de La búsqueda del cine mexicano), contribuyendo a realzar el estado de hechizo que termina con la absorción del ser de la niña.
La justeza del horrimaginario secreta una historia a final de cuentas multidimensional y polisémica, que le da la razón a todo y a todos, tan sarcástica cuan puntualmente la razón a todos, no solamente a los mecanismos profundos del cine mágico en esencia (posesión ultraterrena absolutamente irracional, narración indirecta plagada de exageraciones, cuidado de factores y detalles inquietantes, vocación del mal, recurso a la magia negra y a exóticos conjuros arcanobrujeriles), sino también a todos los personajes representantes de fuerzas sociales y saberes expertos (además de la psicóloga infantil y el artista plástico señalados, un doctor, un profesor y un inspector de policía) que confluyen en el relato. A fin de cuentas tienen la razón las supercherías pueblerinas de los repulsivos sirvientes atropellantemente ignaros y retrógradas Soledad y Germán. A fin de cuentas tienen la razón el padre y la madrastra preocupados por el bienestar y el destino fatal de la pequeña huraña. A fin de cuentas tienen la razón tanto los diagnósticos que recitaba nuestra psicóloga infantil al dictáfono (depresión crónica, probables alucinaciones por llamar la atención, necesidad de afecto, imparable e irreversible proceso de desintegración) como las premonitorias especulaciones sobre el terror innato que hacía en su conferencia magistral interruptus del arranque narrativo (“El terror como tal no existe, es una abstracción; se forma en la mente antes de tener noción de nosotros mismos como individuos; dicen que el feto siente un miedo profundo en la soledad del útero”). A fin de cuentas tiene la razón la leyenda verbal que rodeaba desde hace siete siglos a la estatua, consagrada más que maldecida consagrada a la espera de la resurrección del Padre brujo que hace siete siglos había encomendado a su hijo la custodia de su libro de magia antes de ser ejecutado. Pero sobre todo, a fin de cuentas tiene la razón la niña, puesto que la suma de todas estas anomalías, carencias y condicionamientos producen monstruos, monstruos fuera de control e imposibles de atajar en su calvario gozoso-trágico, en su camino al autosacrificio compartido con el irrenunciable ente de piedra.
La justeza del horrimaginario rechaza hacer cualquier género de vivisección infantil. Una vez que todas las hipótesis, todos los oscurantismos, todas las subjetividades, todas las fantasías se comprueban, la niña elusiva y su mirada angélico / satánica siempre congeladoramente clavada sobre otra por ella debilitada se afirman como cuerpos privilegiados de una estatuaria fantasía cotidiana, ancestral lentísima, con pedestal de granito, que parecería cogerla del brazo, iluminarla imaginándose allí dentro, disfrutarla mediante la observación, inventarle nombres y destinos, para compartir con ella lecturas y vínculos más reales que los del parentesco, incluirla en otra mejor familia virtual y virtuosa, sentarla a una mesa pétrea y vegetal cual secreto trazo de signos, contestarle tácitamente el porqué de todo sin habérselo preguntado, restarle el miedo primordial, estrecharle y reducirle el número de cosas que le preocupan o interesan, abrazarla sin despertarle la excitación agalmatofílica de los hiperestésicos ante las estatuas, seguirla en lo improbable hecho posible, infundirle confianza en los más excepcionales valores comunes, otorgarle el conocimiento que sólo recibimos de la existencia demasiado tarde o nunca, mecerla en el sombrío vaivén de las astucias ocultas y el cálido encuentro de las tinieblas neblinosas, hacerle perder gradualmente cualquier sentido / sinsentido que ya poseyera, hacerla renacer en otro orden menos amargo pero inevitable.
Y la justeza del horrimaginario era ante todo un horizonte narrativo puramente fantasmal, una poética del espacio subjetivo con dimensiones ligeramente épicas (que se complacen en la cuenta hasta veinte para buscar a Hugo y buscar inmortalizarlo), una serie de presagios verificados más allá de la destrucción propia y ajena (aunque “Hugo sí puede evitar lo que quiera”), un esplendor legendario-fantástico edificado sobre el vacío de un mundo unilateral, una combinatoria de imperativos elementos macabros que da como resultado alguna que otra confirmación desolada e irreversible (“La niña está embrujada y su corazón se está pudriendo”), un cuento cinematográfico que se ha ganado por nocaut (y no por puntaje a la manera de la novela) tal como lo pedía Cortázar, una pieza terrorífica de cámara en ambas connotaciones semánticas del término, una tormenta en cierto vaso de agua transformado en inmutable jardín de mansión inabarcable una evidencia de búsquedas formales alrededor de los ecos sonoros, una película de mujeres con materializados deseos fijos en cierta inolvidable maldita temible mirada infantil ominisapiente negativoedificante y final, un audaz y cerrado hurgamiento asertivo en la naturaleza última del miedo y sus consecuencias, un subcutáneo retorno a los orígenes del terror.