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Lado B: La justeza de la rabia martirizada

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En el origen del nuevo principio fue el caos, era el caos bajo el sol imperando pálido, hueco, estéril e inmóvil en el centro del cielo y de la pantalla, tal como lo describían los informantes de Fray Bernardino de Sahagún citados en letreros inscritos sobre la imagen empero resplandeciente (“¡Cómo habremos de vivir? ¡No se mueve el sol! / ¿Cómo en verdad haremos vivir a la gente? / ¡Que por nuestro mundo obedezca el sol, sacrifiquémonos, muramos todos!”). Entonces, actuando en consecuencia, la diosa fundadora Corazón de Cielo (Giovanna Zacarías) descendió hasta la tierra, bajo la efigie de una morenaza sexosa de vestido listado Tatei (Giovanna Zacarías de nuevo) que vino a surgir de los efluvios de un remedo del sol integrado por las redondas oquedades concéntricas que se formaban entre basamentos puentes peatonales de la ciudad de México, por donde la hembra iba a circular en paralelo al largo interminable desplazamiento lateral de la cámara viva y latiente del virtuosístico camarógrafo excuequero Alejandro Cantú. Visiblemente preocupada y acezante, abordaría un autobús haciendo fila primero entre lamentables personajes silenciosos cuyos lúgubres pensamientos preocupados rebotarían resonantes en la banda sonora sin que ellos movieran siquiera los labios, descendería por cunetas, divisaría barriadas cerriles y no descansaría en su zozobra hasta que su elección se hubiese llegado a posarse sobre el agitado chavo moreno de labios gruesos Ryo (Guillermo Villegas), a quien ligaría en la calle, desafiaría la lluvia repentina a su lado y lo seguiría entre risas y sonrisas hasta su casa para copular con él, otorgándole así el don de la nueva creación redimida del universo.

Pero nada podrá ser tan fácil como lo deseaba la diosa encarnada y bendecidora. El bisexualizado Ryo sostiene en la terca realidad una sólida e incondicional pero abierta y fluyente relación amorosa jamás satisfactoria por completo con el apuesto galán barbilindo Kieri (Jorge Becerra), perpetuamente asediados e intervenidos genitalmente por el arracadas de barbitas ultradelgadas Tari (Javier Oliván). Por separado, juntos o entrechocando con otros seres afines pero a fin de cuentas tan solitarios como ellos, los tres personajes deambularán por mingitorios, callejuelas, gimnasios de boxeo, interiores derruidos y lobbies de cines, alcobas baldías y escaleras inmensas, con opresiva dirección de arte Jesús Torres Torres y Carolina Jiménez, que culminarán en la cobertura de los cuerpos viriles de ceniza, cual ocasionales amantes en reposo inarmónico de Hiroshima mi amor (Resnais, 1959), siempre desplazándose en glissandi de cámara que atrapa sus rostros acongojados y los vuelve a soltar de nuevo ávidos dentro del mismo giro en panning, a la desesperada búsqueda del amor desesperado e insatisfactorio desesperadamente homoerótico, como el de todas las cintas con la firma de Julián Hernández, y eso desde sus cruciales épocas de estudiante.

Una furtiva pero indeleble reflexión cósmica sobre la búsqueda del amor, pues todos los conflictos habrán de dirimirse ahora en un mundo mítico en paralelo. Allí, la diosa dominante y protectora con largas faldas y los senos al aire (vestuario intemporalizante de Laura García de la Mora y maquillaje remarcado de Elvia Romero) sobre una colina podrá animar con voz legendaria en off al azotado Kieri (“¿Por qué, Kieri, están enjutas tus mejillas, demacrada tu cara, triste tu corazón, maltratado tu semblante, lleno de ansiedad tu vientre?”) para ir a rescatar a Ryo, cual guerrero de armadura inmortal cuyas palabras nunca dichas se inscriben en la pantalla como de un monólogo interior a otro (“¿Cómo podría no estar lleno de ansiedad mi corazón? ¡Mi amigo, a quien yo amo, ha desaparecido!”), allá en la gruta donde ha depositado al doncel, tras secuestrarlo, el seductor maléfico Tari. Bastará un soplido de la deidad a ambos lados del rostro del paladín instantáneo (“Encuéntrate con él y salva al mundo de esta desgracia”) para que la música electroacústica de Arturo Villela Vega y el imaginativo diseño sonoro de Federico Castillo con Omar Juárez Espino permitan el desplazamiento del héroe hacia las fritzlanguianas grutas de Macario (Gavaldón, 1959) para combatir al intruso, cargar en hombros el cuerpo amado objeto del rescate, ayudar a reanimarlo y demostrar la gran verdad eterna de la fábula (“El cielo siempre se acuerda de los hombres capaces de sentir amor”).

En dos versiones de distinta duración ambas exhibidas comercialmente (la original en 191 minutos, otra fraudulentamente automutilada que sólo incluye los primeros 141 minutos más una incomprensible secuencia inmotivada final), Rabioso sol, rabioso cielo (Mil Nubes Cine – Foprocine : Imcine – Gobierno del Estado de Querétaro, 2009), tercer largometraje industrial de Julián Hernández otra vez en plan de autor completo y colocando ahora su estética bajo los designios de la justeza de una rabia martirizada.

La justeza de la rabia martirizada de la nueva cinta delirante de Hernández fue respaldada, acreditada e introducida en la regia inauguración del Festival Mix 13 de Diversidad Sexual en Cine y Video en México, correspondiente a 2009, mediante un hermoso texto, con la prosa martirizada e hiperbólicamente exacta de su director general Arturo Castelán, no menos delirante que ella. “Tres hombres jóvenes de belleza singular descubren el amor y el desamor sin estar ceñidos a ninguna circunstancia especial o temporal (ya sea un cine porno en decadencia o una zona atemporal deica) en el presente continuo de la eternidad. El amor como una epopeya ancestral, como una lucha mítica en el que la pérdida y la muerte no son sino fases inevitables del dulce dolor que ayuda a tocar la felicidad absoluta. Un filme tumultuoso de pasiones épicas. Una odisea increíble —densa, sensual, perturbadora— nunca antes vista en el cine mexicano. Mix dice... desnudez, violencia y situaciones sexuales”.

La justeza de la rabia martirizada surge de hecho por encima de cualquier conflicto argumental. Ni conflicto principal y central, ni forzados conflictos secundarios o sucedáneos, sólo una primera parte en blanco y negro más o menos realista que dura aproximadamente dos horas (incluyendo un prólogo) y una segunda parte radicalmente mítica en colores que se prolonga por casi una hora (retomando el prólogo y dándole su cabal sentido). Ni diálogos ni medias palabras, sólo voces impersonales o monólogos interiores (que sólo puede escuchar la diosa Taira cual ángel wendersiano de Las alas del deseo, 1987), parlamentos en off (al estilo Ashik Kerib del martirizado cinepoeta armenio-georgiano Serguéi Paradjanov, 1988) y letreros escritos en pantalla. Como ya ocurría en Mil nubes y en Cielo dividido serán los textos no dichos los que harán avanzar narrativamente la trama / no-trama del filme devorada por la energía descriptiva y la sabia valoración de cada instante visualizado-visualista, trátese del vuelo de las miradas de los homosexuales cazadas al vuelo por otro homosexual para identificarse tácitamente y en ausencia verbal en trance de orinar o espiar en el mingitorio, o trátese de la sexualidad fríamente enloquecida en las butacas raídas del cine semidesierto, generándose así no un lenguaje fíl-mico carente de ideas, sino un estilo de cinerrelato manifestando, expresando y estructurando ideas más inestables y móviles que las posibles de abstraer en un concepto, por encima de todo concepto duro, petrificante, limitativo.

La justeza de la rabia martirizada produce y es producida, en una retroalimentación perfecta de circuito cerrado o mega loop, por una forma fílmica deambulatoria. Todo deambula, los espacios, los personajes, las corrientes plásticas del no-relato. Deambulación por pasos a desnivel, por las calles fantasmales de la ciudad desierta o de una nueva alborada, por escaleras posexpresionistas, por habitaciones-habitáculo-nido de caricias y excitaciones dominadas por la vista. Deambulación por taquillas-atrios de salas de cine porno donde se exhibe como atracción principal el corto Bramadero de Julián Hernández, 2007, cuyos carteles ornan la entrada-introito, en una encantadora autocita naïve. Deambulación sin fin, deambulación decidida, deambulación impulsivo-compulsiva del sexo instantáneo sin preámbulos, deambulación repentina y desterrada sin usura ni desgaste. Deambulación de una construcción sin embargo discursiva y jamás a la deriva, capitular, temática, ensayística. Personajes envueltos por la deambulación, fraguados en la deambulación, expulsados por la deambulación, embalsamados en deambulación.

La justeza de la rabia martirizada está llena de paradojas. La paradoja de un eternometraje cuya sinopsis extendida cabe en dos líneas. La paradoja de una película hipergay explícita, para muchos un porno gay masculino sólo para hombres, que comienza con la crónica emotiva de una larga y sabrosa cogida heterosexual con una chava suculenta. La paradoja de la recreación de una fábula posépica sumerio-babilónica a lo Gilgamesh, que nunca se sale de un haz de fantasías derivativas y reelaboradoras de visiones helénico-precortesianas, sin referencia alguna a las leyendas aztecas o tarascas pomposamente revisadas por Juan Mora Catlett (en sus clásicos sin secuela posible Retorno a Aztlán, 1990, y Eréndira Ikikunari, 2006). La paradoja de un cine onírico que resiente la pesadez de lo real al interior de un cine realista que parece escaparse en todo instante hacia la densidad del sueño. La paradoja de un delirio mitológico orientalista y ritual que bordea en todo momento pero jamás coincide en nada con las ultrafarsantediscursivas cintas pánico-oscurantistas-freak del chafísimo Jodorowsky mexicano (del Fango y Chis, 1967, sólo provocadora en su tiempo, a La montaña mamada, 1972). La paradoja de una cinta de ambiente proletario y clima alucinado sin nada en medio. La paradoja de una cinta popular plasmada mediante las acertadas búsquedas formales de un cine neta e indoblegablemente exquisito (como en su época lo fueron los filmes compactos del enfant terrible cuequero Gerardo Lara Diamante, 1985, y Lilí en Historias de ciudad, 1989). La paradoja de un cine absolutamente artificial que recurre a elementos del más craso cine naturalista y marginal. La paradoja de la producción de la belleza y del concepto ultraintelectualizado a través de la imagen pura, de la mera retórica de la imagen, siempre diversa y sin cesar reinventada, que así evita caer en la autotrampa de películas huecas seudopolíticas y reiterodenunciadoras como Los herederos (Polgovsky, 2008). Paradojas sorprendentes y jugosas, sin duda.

La justeza de la rabia martirizada se acoge de modo primordial a la figura del agua. El agua eroprovidente y posfreudianamente feraz del deseo y de la videncia. El personaje de labios gruesos sumerge su rostro en el agua del lavadero y varias secuencias después la saca y otras escenas más allá será el personaje mayor quien lo hará, pero a medida que lo sumerge un personaje hombre-rana mítico asciende desde el fondo de mar o brota de la nada, y del deseo límpidamente enturbiado a la vez, mientras se escucha invocativo cual mantra o leitmotiv verbal la misma frase adánica y todocreadora-regeneradora (“En el agua se puede ver al ser amado, en el agua se puede ver al ser amado”). El agua súbita del cielo, siempre a punto de la lluvia pertinaz de los imparables aguaceros del fin del mundo según los semifantásticos filmes apocalípticos del malayo taiwanés Tsai Ming-liang. El agua en Hernández, pues, se acumula en el lavadero para remitir a una región mitoheroica con sólo sumergir el rostro en ella, o regresar de ella. El agua que apenas puede verter una lágrima en big close-up desde las alturas del amarillo hacia el azul de la resurrección, esa agua de las lágrimas humanas evocadas muy adecuadamente por Catherine Chalier (en su Tratado de las lágrimas. Fragilidad de Dios, fragilidad del alma, según cita de Luc Dardenne en Al dorso de nuestras imágenes): “Pero cuando unos y otros descubren el agua del rocío de la mañana, tradicionalmente asociada con el despertar y la resurrección, ¿no se regocijan? Esa frágil dicha, ese temblor ante la esperanza de vida, en su pura desnudez, las lágrimas humanas hacen experimentarla a veces”. Agua enrabiada de los mártires a tientas de su propia exigencia. Agua prístina, agua primigenia, apropiada, agua incólume, agua expiatoria.

La justeza de la rabia martirizada, cuyo único refugio será una sala cinematográfica porno mexicana a nivel deterioro total y absoluto, vil pellejo, despojos, en ruinas (¿otro arte de hacer ruinas como el que descubrió el alemán Florian Borchmeyer en La Habana: el arte nuevo de hacer ruinas, 2006?), ambientada en los restos de lo que fuera el lujoso Cine Ópera de la colonia porfiriana venida a menos San Rafael, ahora poblada, invadida, que no infestada, por solitarias encapsuladas no-parejas furtivas, con coreográficos partenaires sexuales al fin localizados para efímeras orgías de castidad enrarecida, habitando lo que podría ser la última función de cine en la noche postrera del universo como la de Adiós Dragon Inn (otra vez Tsai, 2003), más que cualquier jornada en el barribravesco vestigio de cine porno parisino voyeurista / fellatorio / omnimanoseador / velatorio del excelente filme La gata de dos cabezas de un infortunado Jacques Nolot (2002), no lejos (pese a su silencio) de los testimonios recopilados en el insólito corto independiente Confesiones de Venus Teresa y Del Río de Erik Daniel Sánchez (10 minutos, 2009), con entrevistas bien portadas a frecuentadores y frecuentadoras de las sobrevivientes salas porno chilangas de nombre femenino (Venus / Teresa / Río / Savoy) por ser amantes practicantes del homo o hetero sexo instantáneo (“Da un poco de miedo entrar la primera vez” / / “Por ahí había una parejita haciendo una felación” / / “Es que todos somos muy sexosos, yo llegué abierta a ver qué me proponían, es lo mismo que sean gordos o flacos ya en la oscuridad” / / “Me esperaba un cogedero, tanto me habían platicado que la experiencia me resultó un poco decepcionante”). La sala porno como revelador, que no vaciadero ni picaresca ni pintoresquismo negativo, de submundos y mundos-aparte; mundos-aparte con catexias, deseos, fantasías, atavismos y fantasmas inconscientes que son también los tuyos.

La justeza de la rabia martirizada dicta una prolongación de la herética erótica de El cielo dividido allí donde el erotismo coexiste con su búsqueda a la deriva, que en ocasiones significa su negación misma, un erotismo a medias errático, siempre promiscuo, perennemente en fuga y fugaz, indefinible, plurisexual o asexuado, ina-sible, pero siempre en función del cuerpo masculino. Fundamenta de modo tajante el propio director Hernández (en la entrevista intitulada “Los rabiosos tiempos” y efectuada por el antes citado Arturo Castelán, en la revista Toma 3, marzo-abril de 2009), luego de reconocer la influencia visual de Fassbinder: “lo que me sigue gustando hasta ahora de Pasolini es la forma en que refiere y muestra su admiración al cuerpo masculino. Por ejemplo, en alguno de sus textos llegó a escribir que la parte posterior de la rodilla en un hombre era para él el punto erótico. En Rabioso sol, rabioso cielo busqué cuál era para mí ese referente erótico respecto a la masculinidad y creo que es la nuca, como me lo hizo notar alguna vez Margaret, la programadora de la Berlinale. Y es en la nuca que los personajes de mi nueva película perciben la mirada de los otros”. O sea, en el erotismo de Rabioso sol, rabioso cielo, tan cacofónico como su título mismo, las nucas ven, perciben de diez maneras distintas, sienten, escuchan, se remueven, se inquietan, se mutan en planos fílmicos; antojadizamente a veces una buena nuca eunuca; por mi sexo hablará tu nuca; las nucas se rinden, huelen, saborean, sorben, absorben, tocan, palpan, se transforman en sujetos / objetos de una cenestesia magnífica, desmembrada, vivaz, difunta, sintética, en expansión incontenible, ya que “yo quería hacer una comedia romántica con canciones y me salió El cielo dividido; un filme casi militante y, como dicen, una película gay con personajes categorizables y estereotípicos. En la realización de Rabioso sol, rabioso cielo me encontré de nuevo en una etapa más oscura en cuanto a mi relación con el erotismo, en una etapa más turbulenta” (Hernández dixit).

La justeza de la rabia martirizada propone en cada sorpresa y encuentro fílmico de figuras amatorio-vacías al interior de cada plano, una vasta y sinuosa, aunque estricta y límpida serie de definiciones conjuntas, y secretamente opuestas, de la rabia como fronda alborozada y el martirio como respiración callada, la rabia como andadura interrogativa y el martirio como crepúsculo enseñoreado, la rabia como espiral y el martirio como destino, la rabia como intuición constelada y el martirio como imantación profética, la rabia como perplejidad aforista y el martirio como canto ambivalente, la rabia como sustancia polar y el martirio como único horizonte fértil, la rabia como esencial adolescencia perpetua y el martirio como lucidez adulta, la rabia como condena a la búsqueda y el martirio como doliente hallazgo maduro, la rabia como diario semanario de algún místico demasiado vigente (en la línea sadianamente iniciada en el cine nacional por Iván Ávila Dueñas) y el martirio como evidencia palpable de los intocables hombres-objeto concretos, la rabia como cólera de los débiles y el martirio como aspereza del miedo, la rabia como venganza prohibida y el martirio como juicio torcido, y así sucesivamente.

La justeza de la rabia martirizada fue determinante en su conjunto y en su virulencia para que su realizador recibiera por segunda vez un premio Teddy Bear, exclusivo para películas de temática gay, en el 59 Festival Internacional de Berlín 2009 (el primero había sido, seis años antes, hacia 2003, por Mil nubes de paz... en la edición 53 de ese certamen), donde la cinta participó dentro de la sección Panorama, pues según consta en el acta del jurado “Este galardón se otorga a Rabioso sol, rabioso cielo por su maestría cinematográfica y su visionario uso del color y del sonido —por sus exploraciones del amor, del deseo y la sexualidad en un marco de mitología antigua yuxtapuesta con la urbe moderna”. En el catálogo del mismo evento mencionado, el cineasta realizaba el prodigio de publicar una ficha-presentación-sinopsis del filme, otorgándoles nombres supuestos, jamás mencionados en el relato fílmico en sí, a sus personajes incidentales por completo anónimos (tipo Meche / Clarisa Rendón, Andrés / Joaquín Rodríguez, Bruno / un nada Norteado Harold Torres de poderosa presencia en el lobby del cine et al.), antes de concentrarse en el sentido del segmento concluyente del filme y resumiendo lo inevocable, incluso lo informulable e innombrable de él, como sigue: “El amor como martirio épico cuya redención y cumplimiento sólo pueden hallarse en el más allá de la vida. Este nuevo filme de Julián Hernández narra la historia de Kieri y Ryo, dos hombres que se aman de manera incondicional. El absoluto de ese amor da sentido a sus vidas. Sin embargo, ese recíproco don de sí mismos no dura eternamente. Ryo es secuestrado y esto significa para Kieri el comienzo de un viaje místico. No sabe que es ‘Corazón de Cielo’ quien guía y protege al amante en su travesía, atizando sin cesar el deseo. Para Ryo, la fuga, la búsqueda y la espera son etapas de la ruta solitaria en la que habrá de perecer, mientras que Kieri, en su esfuerzo por recuperar a su amante, ofrece su cuerpo para lograr la resurrección de Ryo. Se encuentra en agonía cuando la tierra, guiada por Corazón de Cielo, cubre el cuerpo de los amantes a fin de que pueda brotar una nueva vida. Reunidos en la muerte, Ryo y Kieri recobran la vida a través del mito —ya que en efecto el cielo no olvida a quien es capaz de un amor incondicional”.

La justeza de la rabia martirizada consigue que, bajo el influjo de la mano divina el amante abra la boca, se remueva, entreabra los ojos, los entorne y torne a gatear (“No tengas miedo, no estás solo, yo soy la luz”), antes de que el sol desaparezca y emerja de la cueva en la deslumbrante luz sobreexpuesta, cargando el cuerpo del amado. O bien, que Kieri nade en el fondo del lago y el trío nade bajo la superficie, antes de que Tari saque la cabeza del lavabo y, en otra dimensión, armónica y doméstica ésta, su rival también lo haga para conseguir, en una feliz reunión, besar los muslos de Ryo redivivo, la cámara retroceda y descubra a los otros a la vera de la pareja dichosa, el arracadas permisivo Tari junto al marco de la ventana y la deleitosa pensativa aunque sentenciosa Tatei del vestido listado en el balcón (y con voz grave de Diana Lein fuera de campo), también dichosos y sonrientes (“Brilló en medio de la oscuridad, y apareció el día. Ahora todo es claro, querido, no impuesto por el destino”).

Y la justeza de la rabia martirizada era ante todo un extraliterario menosprecio de ligue y alabanza de pareja, una suma de intensos momentos fílmicos sobresignificativos casi autónomos, una relectura distendida y sobreentendida del mito de Orfeo y Eurídice en los infiernos de las ánimas en pena, un paréntesis abierto entre el sol y el beso, un reparador ejercicio de resurrecciones sucesivas, una transfiguración sostenida como exitosa práctica homosexual, sin duda una lapidaria obra maestra poética del cine amoroso (y gay) mundial.

La justeza del cine mexicano

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