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La justeza de la aceptación

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Aguafuerte y aguacero a un tiempo, pero aguafuerte de agua (él) y fuerte (ella) y aguacero de agua (ella) y cero (él).

Un triste adulto cuarentón y una lastimera adolescente de 19 años, los dos personajes principales del oneroso e inesperado fiasco comercial-melodramático Enemigos íntimos de Fernando Sariñana (2008), van a coincidir en cuartos contiguos y habrán de agonizar, solitarios o en tumulto, con numerosos congéneres y homólogos que se ignoran, al interior del lujoso hospital con helipuerto Médica Sur de la moralmente desmoronada ciudad de México.

Por un lado, el varón del cuarto 83 es el hasta hace poco archiseguro arquitecto internacionalizado Álvaro Beltrán (Demián Bichir aún con arrestos espásticos de su Fidel Castro suprahollywoodense), cuyo mundo personal se ha visto derrumbado de súbito, tras ser internado por problemas de próstata sangrante, si bien secretamente pensando superar esa impotencia de todos tan temida (“Por eso no se me para” / “Ahí te quedas con tu hoyo”); ir a dar alegremente al quirófano para que el doctor cuate José Luis (Marcelo Buquet) lo someta a una operación a las 7:30, detectársele un tumor maligno en el riñón derecho, ser atendido por la infeliz enfermera muda Blanca (Dolores Heredia) con sufrida madre diabética (Luisa Huertas) que obsequia impaciente el impoluto velo parisino nupcial de la abuela e inescrupuloso novio taxista machín carimarcado Nacho (Roberto Sosa) que sólo desea tirársela pa’ pronto; recuperarse mínimamente, quedar más impotente que nunca, perder repentinamente el cabello gracias a un severo tratamiento de quimios y radioterapias, y pronto, por si fuera poco, agonizar rodeado de sus innumerables seres queridos, aunque más bien indiferentes, a causa de agudos conflictos personales: su quisquillosa esposa aún guapa de elegante pelo lacio Rebeca (Verónica Merchant), ahíta de culpas porque se descubre embarazada del amante que sin embargo la quiere a la buena Esteban (Daniel Martínez); su hijito autista Nico (Fernando Trujillo), que se la pasa haciendo figuritas con un sistema de bloques plásticos Lego y jugando con ellas; su fallido hermano drogadicto seudoescritor Raúl (Lenny Zundel), incapaz de superar un superlativo sentimiento de hijo rechazado; y la madre sexagenaria común, la egoísta y abandonada fotógrafa de arte Esther (Blanca Sánchez), quien ha sufrido el repudio del anciano padre ya con dificultades en el habla (Hugo Stiglitz) para rápido sustituirla con una exigente amante joven (Fabiola Campomanes) que, por supuesto, acertadamente, faltaba menos, lo explota y desprecia.

Por su parte, la chica agonizante de al lado es la estudiante universitaria pobre Mariana (Ximena Sariñana vuelta sonrosada cantantita famosa para ahora apoyar paradójicamente la declinante obra fílmica de su papá exPigmalión) con madre preocupona profesional (Zaide Silvia Gutiérrez), hermanillo menor protectoramente ambiguo Octavio (Sebastián Sariñana) y brillante novio guapetón Mauricio (José María de Tavira) que prosigue sus estudios becado en España y a quien ella recibe de jubilosa visita cogiéndoselo contra el lavabo en un mingitorio del aeropuerto, ya proponiéndole él llevársela consigo, pero luego de marearse inopinadamente, desvanecerse cuan corta es, y ser sometida a espectaculares análisis clínicos y tomografías para descubrir que tiene un tumor cerebral, la muchacha decidirá callarse, ocultarle estoicamente la funesta noticia de sus padecimientos a su compañero amoroso, darle falsas pistas, inventar exámenes y urdir otros pretextos para dejar de verlo, largarse a pasar sus últimas destrampadamente tristes vacaciones en la playa con reventadas amigas traviesas (“Vamos a desnudarnos todas”, gritan antes de arrojarse al mar), ponerle a un atractivo ligador playero (Fernando Noriega), reñir con el intempestivo enamorado sempiternamente sorprendido, desmayarse junto a las sillas de lona, ser hospitalizada de urgencia y quedar en impronosticable estado de coma, yacer durante días conectada a un artificial respiradero clínico, prestar involuntariamente su cuerpo inmóvil como caminito al avión de juguete hecho con su Lego por el ensimismado Nico y por añadidura servirle como objeto voyeurista al más superazotado arquitecto al rape de su vecindario terminal, mientras en el estacionamiento del nosocomio su despistado burlado adorado galanazo Mauricio es fraternalmente agredido a golpes por un malencaminado Octavio furioso, para enterarlo así de la ingrata noticia escondida por su sacrificada hermana sacrificial, pero acabando los dos por abrazarse como buenos cuñados prometidos y compañeros del mismo dolor difícilmente soportable.

Así, en el filme multiprotagónico Enemigos íntimos (Corazón Films – Foprocine : Imcine – Electra del Milenio, 90 minutos), séptimo largometraje del antes prolífico director-productor ya cincuentón Fernando Sariñana (el de Todo el poder, 1999, y Amar te duele, 2002), con profuso aunque esquemático libreto muy desbordable de su esposa Ana Carolina Rivera, predominan con empeño los afilados tentáculos del ocultamiento y la no-aceptación, pero sólo para mejor desembocar en una limada aceptación final y concluyente, una sobreexcitada y desahogadora aceptación multiforme y multiesmerada, una aliviadora e inmaculada aceptación multiesmerilada y multívoca, la justeza de una aceptación colectiva cual tema único a desarrollar o barruntar o garrapatear, hacia el que todo conduce y conlleva. Por encima de la idea de la muerte, puesto que “la muerte es una constante en la vida de todos; hasta que no entiendes su fragilidad puedes comprender su grandeza; es una reflexión difícil que atraviesa por aceptar la mortalidad y que todo se puede acabar en cualquier momento; Castaneda decía ‘hay que aceptar a la muerte como un compañero que siempre viaja a la izquierda’” (Fernando Sariñana, entrevistado por Carlos Jordán para el suplemento “Laberinto” de Milenio diario, 18 de julio de 2009). La aceptación en todas sus formas, ilustrada, exprimida e interpretada por todas las frases-dictum citables de los libros de autoayuda, aunque conduzcan a aberraciones seudoéticas como confesarle valerosamente a un moribundo indefenso que se le engaña desde hace un año y se espera un bebé de otro.

La justeza de la aceptación se preocupa, primero que nada y después de todo, por revestir de apabullante modernidad apantalladora los viejos tópicos del melodrama lacrimógeno más adocenado y crujiente, un híbrido melodrama bifronte y conjunto, el melodrama de moribundos irremediables y el melodrama de bobalicones falsos conflictos adolescentes, no dejando ver nada de manera normal, ocultando artificialmente el todo a través de la parte móvil porque dinamizada a la fuerza, escamoteando lo más que se pueda, presentándolo todo de manera anómala, recurriendo a la menor provocación a una retórica de efectos vistosos, desplegando de manera constante una afanosa parafernalia sesuda de dudosos trucos expresivos (que parecen retornar sucedáneamente a la maniática ineficaz saboteadora cámara chueca del incipiente aunque trepidante Hasta morir de Sariñana, 1994), insertando abundosos recursos ópticos a granel. Furor innecesario de una acosadora cuan temblorosa cámara en la mano contra los personajes del incontinente cinefotógrafo-realizador Chava Cartas (Amor Xtremo, 2006), fotogramas corriendo y vuelta a corretear a velocidades arbitrariamente cambiantes, efectista picoteado de monton-shots cada vez más cerrados sobre sujetos estáticos, transiciones en acelerado que desplazan y reemplazan sistemáticamente al corte directo, visiones clínicas o mingitoriales alucinaciones posthorror oriental cual formas de paso, delirios y desmayos y desvaríos visionistas / visionarios / visionudos a granel, rudos jump cuts más automáticos que autoconscientes, síntesis de imágenes ¿para abreviar metraje? que se creen contundente descripción veloz, arrítmico montaje atropellado que torna malhechura con disculpa o valemadrismo vil a las normas narrativas de la ya rebotadísima corriente cinematográfica arcaica Dogma 95. Como si todo eso les proporcionara a las criaturas de Rivera-Sariñana la consistencia dramática que les falta, por infalible arte de magia tecnicista, en contraste con la casi siempre acertada, solvente y sonriente dirección actoral de Sariñana, pero con fondo acústicamente sacarinoso e inmutable, a base de introductorias baladas cursis de los años ochenta (“Vive feliz ahora / mientras puedas / tal vez mañana no tengas tiempo / para sentirte despertar”) y todavía más cursis arreglitos musicales o temas originales conjuntos de las inefables Haggal Cohen Milo, Ximena Sariñana y Claudia Arias (para alcanzar “Una chispa fugaz / en la edad del cielo”).

La justeza de la aceptación concederá, pues, que una mujer que rehuía verse en el espejo y rehusaba asumir su envejecimiento tanto como su condición de abandono, se tome fotografías al desnudo (sublime reivindicada Blanca Sánchez encuerándose por primera vez en la pantalla), amplifique en escrutadores tamaños monumentales / omniautorreflejantes / todorreveladores las cartográficas estrías de la piel arrugada / corrugada en las partes más fofas de su cuerpo, obtenga venturosos elogios idiotas por ellas al exponerlas en una galería esnob (“Tienen un estilo muy posmodernista”) y, acertando así al aceptarse, logre abordar con ternura en el pasillo de un Wall-Mart a su provecto exmarido humillado y ofendido. Que la enfermera que descartaba y rehuía el contacto carnal por sí mismo, sólo pensando en el anillo matrimonial destinado a su dedo anular, por fin acepte la cópula incómoda y gozosa, no en la leonera repelente de un sexocómplice de su novio repelente, sino montándosele sobre el asiento de su taxi en las alturas de un mirador gratuito de la ciudad para ascender gracias a su aceptación del Eros y la vida hasta el séptimo cielo noctívago. Que el farsante bloqueado que se creía, sentía, decía y presumía de escritor para dar sablazos a diestra y siniestra con los proyectos irrealizables en su laptop baldía, antes de hacerse golpear por narcomenudistas a los que provoca tras la cerca de un callejón para acabar tumefacto, finalmente consiga la comprensión amorosa de las indelebles huellas dejadas a perpetuidad en el vientre materno (“Esa cicatriz eres tú”) y, con modesta pluma fuente primitiva, se ponga a redactar hasta el final una admirable novela cuya primicia le será otorgada al hermano en silla de ruedas en la explanada heliportuaria del sanatorio para que la haga volar al viento como signo de recíproca aceptación desinteresada (“No importa, no importa”). Que la mujer madura adúlteramente preñada a escondidas reconozca aceptadoramente su ignominiosa situación ante el marido vuelto todoaceptante. Que el rabioso moribundo canceroso se calme, acepte enfrentarse a la muerte, se homologue con la anónima muchacha en estado de coma que gime entubada en el cuarto contiguo, le susurre como una oración al oído las palabras de consuelo que quisiera escuchar porque él mismo se ha repetido cien veces en el colmo de la máxima sabiduría recóndita (“No tengas miedo, no tengas miedo”) y fallezca junto a ella, o más bien a su abrigo aceptante pasivo, acurrucado, en posición fetal, cual retorno al claustro primigenio. Que la equivocada chica despierte de golpe al lado del difunto fáustico y deje de hacer pendejadas con su novio amoroso, aceptando irse a la playa reconciliadora para besuquearse con él otra vez a placer y echarse líricas carreritas paradisíacas sobre la arena todoperdonante. Que un médico de cabecera-amigo bonito (“No mamen, José Luis”) renuente a aceptar sus deseos, tendencias y prácticas homosexuales, mejor sea borrado casi por completo del congestionado haz de relatos al ser reducido el filme de 120 y 110 festivaleros minutos a sólo 90 definitivos minutos compactos para su explotación normal varias veces aplazada (debido al riesgo epidémico de influenza porcina AH1N1 o a drásticas estrategias del verano fílmico: una cinta con tan pésimo sino como el de sus personajes), por cálculo mercantil o por exceso de ridículo, o por ambas razones, jamás lo sabremos a ciencia cierta. Y de ese modo, que todos lo personajes se acepten, se confiesen, obtengan lo que más deseaban y telenovelescamente se rediman, amén.

La justeza de la aceptación dictamina, entonces, documenta y sobreestructura, diversifica y malestructura por docena la dificultad para aceptar la propia vida y la de los demás, ya que “Nadie quiere ver lo que es inevitable”, porque “Yo sí te quiero, no como el pendejo de tu marido”, despreciando al prójimo porque “Crees que tus pinches nalgas me van a hacer falta”, interrogando compensatoriamente cual oráculo al niño silencioso perpetuo con un “Bebé, ¿tú crees que me voy a morir?”, aullando sinceramente porque “Me mata pensar que puedas estar con alguien más”, reclamando por chantaje ardido desde la puerta del baño que “No me vas a dejar así; ábreme, pinche muda”, celebrando que “Vine por ti, quiero que te vengas conmigo”, habiendo reprobado camino a la descuartizadora sala de operaciones aquel negador de infortunios “No pongan esa cara, si no me voy a morir”, y cosechando restos de comida en la basura popular porque allí se encuentran tan democrática cuan discriminadoramente “Todas las enfermedades del mundo”.

La justeza de la aceptación acepta, sin mayores omisiones, renuncias o sacrificios, ser el filme oficial que representa con más certera certidumbre la ideología oficial del evasionismo calderonista. Todas las desgracias y todos los males del mundo atacan, no por circunstancias sociales e históricas muy específicas, sino por mala suerte y porque los mexicanos de todos los estratos sociales (todos ellos plasmados muralmente en el filme) no se aceptan a sí mismos, debido en exclusiva a cualidades negativas, percepciones nefastas y sentimientos funestos como el miedo, la arrogancia, la culpa, la mediocridad, los celos, el sentimiento de inseguridad patológica, y así sucesivamente. Porque aquí nada puede ser fatalmente concreto ni ineluctablemente objetivo, todo es subjetivo y mera cuestión de actitudes para rechazar o aceptar la realidad como un simple juego de fintas, simulacros equivocados y estrategias individuales fallidas, porque los peores Enemigos Íntimos son los que se llevan dentro, más allá y más acá de las pulsiones de vida y de muerte, de la proximidad del dolor, el apremio de la necesidad, la inminencia de la desaparición y el angustioso acoso de la nada, sólo las apariencia impuras y mal asumidas mantienen oculto el secreto de las cosas y los significados. Aquí no se aceptarán peores metáforas premonitorias o sustitutivas de la tragedia por venir que los coloradotes jitomates partidos a cuchillo, las naranjas despanzurradas en un exprimidor, las radiografías liberadoramente quemadas en la hoguera de la playa, o la caída femenina de ladito cual coco de palmera acapulqueña que se suma a los estáticos estéticos depositados ya sobre la arena. En consecuencia sólo la Aceptación interior podrá ser global y englobadora, cual forma iniciática indispensable y todo consumable / consumado, apertura a un nuevo pacto simbólico con la existencia en situación, sin otra clave interpretativa que ella misma.

Y la justeza de la aceptación era ante todo un enlamado aguafuerte resistiendo el más cruento aguacero de la sofisticación inútil, un empacho melodramático de tanática truculencia acerba a veces hostil (en la línea de las Ciudades oscuras de Sarisaña, 2001, aunque menos tremebundista) coexistiendo con la comedia rosa autoparódica (en la línea de las Niñas mal de Sariñoña, 2006, aunque menos sosa), una caótica y contradictoria tentativa de tremendismo con clase, un zarandeado exterminio de lo irracional, una contrainsurgente resurgencia de complejos incidentes retorcidos que primero se ennegrecen para acabar iluminándose aleccionadoramente libres de todo sentimentalismo, un deambular casi esperpéntico por sucesivas vomitonas de sangre cual pompas de jabón al final con lógica de aguacero y sentido de aguafuerte.

La justeza del cine mexicano

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