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La justeza de la lealtad

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Enviado desde Ciudad Guerrero, en las faldas de la impresionante Sierra Towhí de Chihuahua llena de barrancas insondables, y fechado a mediados de abril de 1916, un parte militar federal tiene “el honor de informar” a la superioridad que, luego de atacar la ciudad estadunidense de Columbus, en el distante Ohio, y haber provocado una expedición punitiva de cinco mil efectivos en territorio nacional, meses después de la insólita agresión, el general revolucionario Francisco Villa “está en todas partes y en ninguna”.

Así pues, como única respuesta posible al hecho anterior, con casi once meses de estancia en los llanos del norte de México ambicionando capturar vivo o muerto al antiguo robavacas vuelto hiperodiado enemigo extranjero inlocalizable y contando con la velada protección de un Coronel carrancista (Alejandro Navarrete), el impotente y despistado Mayor estadunidense Butch Fenton (Daniel Martínez) demuestra ser tan cruel y carnicero como su tautológico nombre lo indica, al hacer atormentar a latigazos a un silencioso prisionero aferrado que se niega a revelar el paradero de su jefe Villa (“Where is Villa, dónde está Vila”) y al dejarlo morir en esa infame tortura amarrado a un poste de su mazmorra, pese a la intervención del contrastante humanístico y caritativo médico gringo Timothy Wesley (Juan Manuel Bernal). Sin embargo, no todo es favorable para el archibuscado y ultraprotegido general Villa de gruesos bigotes caídos (Alejandro Calva), ahora prácticamente inmovilizado, caído por entero también él, desplomado e inerme, perseguido, acosado y malherido en una pierna durante una escaramuza con carrancistas, doliente y refugiado en cuevas, aún mandón y gritoneante, si bien al devoto cuidado de sus rústicos correligionarios ignorantes y dependiendo por completo de la buena voluntad de ellos. Como la férrea voluntad indomable del humilde revolucionario maduro Chicogrande Damián Alcázar echándole verdaderas ganas a su no-personaje meramente plástico y verbal), perteneciente a la plebe aunque cercano al caudillo (“Ya llegaron los gringos, por montones, con un chingo de patrullas, n’hombre General, el avispero de gringos”), encarnación viviente de la lealtad, tanto al transportar por el páramo un valioso caballo prieto azabache (“¿Qué pues, Chicogrande?”) como al aceptar de buena gana el encargo de bajar a caballo hasta el pueblo más cercano, junto con el joven alzado inexperto Guánzaras (Iván Rafael González), y de exponer su vida metiéndose en el nido mismo de los soldados invasores, para ir en busca de un médico, mexicano o gringo, lo mismo da, que atienda las inaplazables dolencias del caudillo.

Mientras esto sucede, nada se detiene, la vida continúa. El desalmado Mayor Fenton confronta su belicismo de pretexto protector con los sedentarios afanes pacíficos y pacifistas de una orgullosa paisana indómita aún guapa llamada Janice (Lisa Owen) y casada en segundas nupcias con un mexicano, irritándola y ocasionando que ella lo corra de su cabaña, pero todavía así, incapaz de darse por enterado, el hombre seguirá pelando y prestando sus viriles oídos a la afortunada recepción de bienvenidas y útiles denuncias antivillistas, tanto por el lado del colono gringo leporino de la caravana invasora Douglas (Johnny Gerald Randall) como por el lado del chihuahuense traidor Viejoreséndez feamente carimarcado por el mal del pinto (Jorge Zárate), quien ha tenido el privilegio de pasar por su rancho a una inquiriente pareja de jinetes sospechosos (“Que si Villa no aparece es porque está herido, que si dos hombres iban en busca de un doctor”). El médico gringo Tim ya escupe su naciente pero infructuoso repudio hacia la guerra, en las arrepentidas cartas que envía a sus lejanos seres queridos, aunque aun así motivando el desprecio de un altanero médico local, el Dr. Terán (Tenoch Huerta), a quien ya le confesaba, sin embargo, su admiración clínica. El coronel carrancista se vuelve cada día más soberbio, ambiguo y presionante, dándose tiempo para platicar anécdotas brutales como la referente al glorioso acatamiento desafiante de su propio martirio por el irreductible villista Saavedra (Gustavo Sánchez Parra), a punto de ser ahorcado por un militar adversario que no se daba a basto para ejecutar a tantos prisioneros mediante sobreutilizadas cuerdas que escasearían en el momento supremo para ser sustituidas por tiros a quemarropa. Y la vendedora de empanadas con infaltable canasta babélica redonda sobre la cabeza apodada La Sandoval (Patricia Reyes Spíndola) vuelve ubicuo su inmemorizable pregón (“Empanadas, ensaimadas, encimadas, emtomatadas, emfrijoladas, empedradas u lo que sea”) en la calle polvorienta y en la taberna, para intimar con tres prostitutas enanas y avisar acerca de la traición del abominable Viejorséndez a los enviados villistas, ya contrapuestos y separados.

En consecuencia, alertado por las delaciones y en perpetuo patológico estado de alerta, al exasperado oficial yanqui no le será difícil tender con facilidad una eficaz trampa, de simple espera paciente, y capturar al no obstante también advertido Chicogrande y su acompañante, quien será puesto en manos de la implacable tortura a latigazos para obligarlo a confesar el sitio en dónde se esconde su general Villa, y después aprehender al voluntarioso joven Guánzaras, de inmediato ultimado a balazos. Dado por muerto en varias ocasiones, primero en el tormento del látigo y luego dos veces acribillado, el reacio a la traición y correoso a los balazos Chicogrande todavía tendrá fuerzas, extrayendo energías sobrehumanas de la sangre derramada que le anega la faz y de la nada agónica, para acometer con ferocidad sólo armado de un providencial rastrillo de paja, para sustraerse a su enemigo jurado previamente debilitado a balazos, para apoderarse a punta de pistola del médico gringo indispensable en la curación de Villa, para cruzar el páramo sobre su cabalgadura obligando al otro a seguirlo (o precederlo), para desplomarse del cuaco ahora sí medio muerto, para ser amarrado por el doctor Tim a la silla de montar y mantenido muy erecto gracias a un ingenioso dispositivo de ramas, para dar la impresión de ir impávidamente sentado, para protagonizar una persecución in extremis a lo lejos y para ser alcanzado, ya cadáver sorpresivo, por la ventajosa tropa punitiva, mientras el doctorcito extranjero sigue su camino, sin ser obligado por nadie, hacia el escondrijo enemigo, dispuesto a realizar por impulso propio su hipocrática labor providente.

En Chicogrande (Sierra Alta Films – Fidecine : Imcine, 95 minutos, 2010), primer superproducido engendro ficcional de los festejos oficiales del Bicentenario e hipergrandilocuente filme 26 del veterano ya de 73 años tan terminalmente celebrado por el priismo como por el panismo en el poder Felipe Cazals (luego de sus infumables bodrios desestructurados Digna... hasta el último aliento, 2004, y Las vueltas del citrillo, 2005), con guión suyo basado en un argumento original de Ricardo Garibay que ambos habían desarrollado tres décadas atrás (aunque vetado a última hora para su rodaje por la infausta cinefuncionaria Margarita López Portillo), las inefables imágenes paisajistas y con caballitos cabalgando hacia la vernácula cámara de Damián García se tornan amarillentas anémicas, la rigurosa dirección de arte de Lorenza Manrique se desmedra a hipótesis decorativa de pueblacos semifantasmas, la apretada edición de Óscar Figueroa divaga entre las descompuestas minianécdotas bombásticas de un supuesto episodio revolucionario que sólo se concretará (demasiado tarde) en los veinte minutos póstumos, y la música atmosférica-ambientalista de Murcof (misterioso apócope mamila de un tal Fernando Corona Murcof) se degrada a truculenta jalada electroacústica de antigua película cómica ínfima de marcianitos, porque lo que está persiguiéndose por toda la pradera del pasado (The Vanishing Prairie de James Algar, 1954), neodisneyana enrarecida, no es al Centauro del Norte en sí mismo, sino, ni más ni menos, que a una escamoteable justeza de la lealtad escamoteada, la Justeza de la Lealtad, con mayúsculas, porque aquí todo debe ir con mayúsculas, como sigue.

La justeza de la lealtad disecciona sin humor ni piedad, pero plena de burdos esquematismos y concesiones fáciles, a las criaturas presentes, como si fueran emblemas perennes o imágenes vivientes de la mexicanidad y su contraparte estadunidense. El Mayor Fenton es el emblema y la imagen viviente del irracional ánimo atrabiliario del gringo invasor y su talante bestial, en esencia y ya por costumbre histórica (en México a través de los siglos: a causa de Texas hacia 1847, por Veracruz hacia 1914, a través de Chihuahua hacia 1916), desplegando métodos brutales al libre albedrío de sus obsesiones (“Vine por la cabeza de Villa y la voy a obtener”) y su desesperación rabiosa en aumento (“Me divertí mucho haciéndolo, diciendo eso de ‘fucking beaner’ y ‘fucking mexican’ todo el tiempo”: Daniel Martínez en declaraciones a Reforma, 28 de mayo de 2010), ya que sin ideología ni método para justificar cada intervención, sin otro apoyo que la corrupción monetaria (“Le doy cinco mil dólares si me lleva con Villa, lo mataré poco a poco si no me lleva”), pero de pronto aquejado de mutilación ostentosa y afanes protectores, más bien como disculpa desconcertante / concertada. El Coronel carrancista es el emblema y la imagen viviente de la índole nacionalista innata y del fundamental buen servicio del fervor en uniforme pese a tener que acatar las órdenes de quien le corresponda o servir a la facción que sea, de pronto haciendo suyo (para resucitar, o dramatizar en vivo) el insólito relato Las cuerdas de mi general del novelista Rafael Felipe Muñoz (su cruento equivalente a La feria de las balas de Martín Luis Guzmán) sin que realmente venga a cuenta, salvo como referencia virtuosa y preferencia caracterológica-ideológica abstracta. La granjera Janice es el emblema y la imagen viviente del orgullo mexicano por adopción que ha logrado superar la violencia opresora que le era legítimamente hereditaria y un privilegio exclusivo, de pronto atisbando por la ventana a su sonriente cónyuge amorosamente uncido al arado y lanzando de su inviolable morada neovirginal-neovirgiliana al repelente invasor que quería usarla como pretexto para invadir la patria a su otrora connacional en buena hora superado. El médico gringo Tim es el emblema y la imagen viviente de la lucidez del arrepentimiento y el don del asco combatiente gringo, la impotente conciencia moral jamás política de la Historia y su Culpa, la postura posFlores para el soldado (Javier Garza Yáñez, 2008) que sobre la marcha (“Hemos invadido México y ahora estamos perdidos en este país, ajeno y distinto, atormentando las conciencias de quienes nos mienten sin bajar la mirada”) ha empezado a desintoxicarse de la locura bélica (“Sabiendo que nuestros días aquí están contados”), al tiempo que repudia toda violencia en exceso y la tortura, así como las justificaciones a ultranza de las dizque civilizadas guerras de conquista velada, de pronto anteponiendo la comprensiva solidaridad con el enemigo en apuros y su obligado desinterés profesional de hombre educado a su fidelidad patria (“Y nunca podré comprender el ciego coraje mexicano que no cede por nada”). El resentido Viejoreséndez es el emblema y la imagen viviente de la acendrada traición a la mexicana como una segunda piel nacional para purgar socarrona, solitaria y reconcentradamente su sentimiento de ilegitimidad originaria, su añoranza de un orden social injusto (pero orden al fin), sus monologales temores ilimitados, su condición de víctima incapaz de entender las razones de la lucha o ver más allá de la diáspora familiar y su abandono confundido, de pronto cumpliendo tan compulsiva cuan gozosamente su predestinada fatalidad godardiana (los amantes aman, los traidores traicionan, y así). El Doctor Terán es el emblema y la imagen viviente de la soberbia mexicana, hoy como acaso ayer y seguramente mañana tan impredecible cuan bien fundamentada en el estudio difícil y en el cuitado empeño, de pronto actuando de manera intolerante, más por ciego desdén al enemigo imperdonable que a la persona que se tiene enfrente. El adolescente Guánzaras es el emblema y la imagen viviente de la joven guardia revolucionaria, buen todocuestionante y rebelde por instinto, desinteresado nunca idealista acompañante perfecto de cualquier misión difícil, redimido redentor de la acción pura per se, aventurero como póstuma prerromántica alternativa vital para una existencia de base miserable, inconsciente y envalentonado prefigurador del porvenir de cierta chaviza muy clara e identificable, hasta el suicidio por ímpetu reprimible (“Yo me muero peliando”), de pronto contrastando con la obediencia abyecta de los rastreadores pielrojas domesticados del ejército yanqui vueltos tan indispensables cuan omnipresentemente grotescos. Y la vendedora pregonera La Sandoval es el emblema y la imagen viviente del rencor vivo del pueblo sojuzgado a la Rulfo que se sabe omnipresente, resistente agazapada y pertrechada en el silencio unívoco, inicua testigo solapada de la insurrección, participante a escondidas y correveidile clandestina, adivina abstinente de la sagrada victoria futura así sea al término de los tiempos, de pronto justicieramente asesina en un arrebato aleve de ejecución sagrada, ensañándose a pedruscos mortales contra un desprevenido soldado que se lavaba a la vera del río. Antes que ser de carne y hueso, o bien de perdida al nivel de los antiguos señeros personajes patrios en la Época de Oro de Mexicanos al grito de guerra (Álvaro Gálvez y Fuentes, 1943) y de Miguel Contreras Torres (díptico El Padre Morelos / El Rayo del Sur, 1942 / 1943) o los antiheroicos de Fernando de Fuentes (Vámonos con Pancho Villa, 1935, ésa sí sobre la novela homónima de Muñoz), los personajes del Cazals decrépito son Emblemas e Imágenes Vivientes en imparable trance declamatorio, ni siquiera al estilo hipotético de los acartonados carnavales diazordacista-echeverristas de Emiliano Zapata (1970, también con libreto asimismo traicionado del gigantesco aplastante minimizador Garibay) y Aquellos años (1972), sólo deseando situarse en una terra incognita o una tierra de nadie entre la verborragia retorcida de las visitas de alcoba a Su Alteza Serenísima (2000) y la ronda de pulquerías realistamágica de la ya mencionada Las vueltas del citrillo, pensando quizá en la compensación apenas merecida de algún giro sorpresivo dentro de su plano y aburrido desempeño así sobresaltado. ¿No les bastaba con ser simplemente personajes de ficción, también deben ser actores transidos por el furor verbalino de diálogos más que artificiales y un carisma conceptual forzado, según la perspectiva o el grado de alucinación de cada uno de ellos?

La justeza de la lealtad simula actuar de manera heterodoxa, si bien más sobre la iconografía fílmica que sobre la vacua iconografía oficial. Pero no basta con insinuar a un Villa por encima del Dios de los temerosos mojigatos, ese pobre infeliz que suele estar en todas partes y en cada lugar, en contraposición con regio nuestro General que ya liderea y se bate en todos partes y en ninguna. Pero no basta con reenfocar las figuras míticas centrales como Pancho Villa jodidísimo, desmitificado hasta la saciedad prehistórica, de retorno a las cuevas trucutuescas, con mirada torva y nariz aquilina, huyendo sin piedad hacia sí mismo de las tropas de la incursión de Estados Unidos pisándole los talones (por haber incinerado vivos a decenas de soldados gabachos, cosa que nunca explica el filme). Pero no basta con querer reivindicar / hundir paradójicamente a un inexplicado inexplicable prócer (lo contrario de un bandido o cuatrero de cuarta) que aparece en la pantalla sólo unos cuantos minutos, totalmente desintegrado en lo físico y en lo espiritual, sin el carisma paternalista-miedoso de Domingo Soler ni la bonhomía de José Elías Moreno ni la ferocidad sarcástica de Pedro Armendáriz, y no obstante recibiendo de modo incesante la pleitesía abierta de sus subalternos, tanto como el homenaje al revés de sus enemigos anglosajones. Pero no basta con haber hecho de Villa, como antes lo hizo con Zapata, “un ser ridículo que exige fidelidad inhumana”, “abrumado no por el peso de la historia sino por el exceso de maquillaje”, “un siniestro mamarracho, sin vida interna, sin emociones, sin capacidad de asombrar más allá de lo que diría una estampita escolar” (José Felipe Coria, en El Financiero, 7 de junio de 2010). Pero no basta con decir basta.

La justeza de la lealtad quiere compensar (y recompensar) cualquier deficiencia y vuelca todo su resto en la figura escurrida y evanescente de su héroe titular. Chicogrande encarnaría a la mexicanidad traidora vuelta del revés, ahora iluminada por una lealtad perruna hacia el líder, al costo de la propia vida. Chicogrande encarnaría al Mexicano profesional que ha hecho, hace y hará la Historia (del episodio de la Expedición Punitiva hasta hoy fílmicamente inédito) como un héroe casi anónimo, sólo arrastrando y lanzando por delante el fardo de su idiosincrasia, su terquedad de mula que permite súbitos y jugosos cambios de tono verbal respetuoso / irrespetuoso (“Ya puede empezar, señor; yo no le digo, gringo jijo de la chingada”). Chicogrande encarnaría a la intensa ponderación del valor de la lealtad hacia tu país, hacia tus principios, hacia tu líder, hacia tu lucha y hacia ti mismo. Chicogrande encarnaría y vehicularía un discurso fervoroso sobre la lealtad fetichizada, la lealtad en presencia o no de la fe perdida / recobrada (más al otro que hacia sí), la lealtad como gracia ilusoria y esperanza ilusa, la manumitida lealtad agradecida al libertador inmediato (libre de los “palos del amo” gracias a Villa), la lealtad hasta la ignominia siempre. Chicogrande encarnaría el protagonista idealizado de un incidente insignificante (la búsqueda de un doctor) pero salvador (que cure a Villa), equiparable con la hazaña del Pequeño Coronel al rescatar las carretas repletas de provisiones indispensables para los heroicos confederados racistas aunque deba interrumpir el crucial combate en las trincheras de El nacimiento de una nación (1914), sin la prístina diafanidad de Griffith, por supuesto. Chicogrande encarnaría una traslación doméstica del héroe tallado en madera Charlton Heston ganando batallas después de muerto, cabalgando a la deriva y atado erecto a su caballo, en El Cid (1961), sin lo grandioso del aliento epopéyico de Anthony Mann, por supuesto. Chicogrande encarnaría al sucedáneo perfecto del bondadoso cura pícnico romano Gino Cervi fusilado por los nazis de Roma ciudad abierta (1945) a quien incluso le plagia posmodernamente sus últimas palabras (“Morir es fácil, lo difícil es morir correctamente”), sin la sencilla vehemencia desarmante de San Roberto Rossellini, por supuesto. Chicogrande encarnaría la tozudez henchida de unidimensionalidad imbatible (“Mi General necesita que yo lo defienda, Villa tiene que vivir”). Chicogrande encarnaría la lucha descomunal por ofrecer una inútil imagen ideal de la identidad mexicana, la abnegada y sacrificial, la auténtica y apabullada y desconocida por fin inocultable, la que aguardaba ser revelada (en las antípodas patrióticas de la ultrasobriedad minimalista y potencial de Una breve película sobre el Indio Nacional (o la pena prolongada de las Filipinas) del filipino Raya Martin, 2006), la que cree maravilloso burlarse de su propia miseria moralina y de narcisista indolencia, dándole sentido a su carencia de vida gracias a la consoladora muerte autoinmolatoria, aunque quizá prisionera también ella de su limitadísima forma de pensar y de su realidad abyecta por los siglos de los signos. Chicogrande encarnaría un remedo trágico de antitéticos fraternos inmortales Antonio Aguilar / Julio Alemán vueltos de pronto contrarios a la violencia y arrojando sus pistolas sin dejar de cabalgar perseguidos por el llano para ceñir mejor y más absurdamente la Nada al así dejarse matar en Los hermanos del Hierro (1960), sin el compasivo nihilismo antimachista de Ismael Rodríguez-Ricardo Garibay allí aliado, por supuesto. Chicogrande encarnaría un encarnizado luto por sí mismo del Ars vivendi, rígor mortis. Dentro de este esquema y este orden de ideas, Chicogrande deberá reivindicarse ad infinitum, por lo que morirá tantas veces como los empleados universitarios linchados por los pobladores de Canoa (Cazals, 1975), tanto para renovar el suspenso mortuorio-martirológico como para satisfacer las urgencias de baño de sangre de cualquier maniático realizador ya psicopático senil.

La justeza de la lealtad deposita toda su impracticabilidad de emoción genuina, toda su falta de elocuencia, toda la convicción abstracta y todo el nulo poder de convencimiento de su antiépica estática en acartonadas declaraciones declamatorias de compungidos rostros guiñolescos villistas o de objetos bien privilegiados. Gracias a ellas, e invariablemente viendo pasar alguna saña del momento, podremos conocer y comprender ipso facto las no-razones de la lucha por la patria (“Dése bien cuenta de esta guerra que hemos emprendido...“), las no-causas de la valentía (“Y nunca podré comprender el ciego coraje mexicano que no cede por nada”), los no-motivos de la traición del Viejo cabresto viendo pasar el caos de la bola (“Quién quita y el gringo ése lo agarra a usté y luego al Villa... pinche Villa, y se regresan p’acá mis muchachos”) sin saber que su propio hijo ha sido ultimado a latigazos esa mañana patriota por negarse a delatar al caudillo, la no-indignación sagrada de la vendedora de empanadas viendo pasar un cuerpo todavía maldiciente arrastrado por el suelo polvoriento mediante una soga desde los caballos (“Ave María Purísima”), los no-remordimientos de la culpa extranjera en nombre de las generaciones futuras viendo pasar ancianas y ancianitos que agitan palmas y despliegan orondas banderas tricolores y blanden antorchas indiofernandescas posCanoa la noche de la partida invasora (“Es demasiado tarde para reconocerlo pero no escaparemos a un merecido castigo”); o la no-lucubración radiante del signo reflejado en el cardillo del machete del vigilante Úrsulo (Bruno Bichir) viendo pasar las señales apaches ineludiblemente westernistas, o la no-deliberada inefable imagen de la bandera de las barras y las extrellas ondeando retorcida hacia sí misma y hacia su propio recogimiento avergonzado porque a ella se le frunce hasta el Chicoprextas ya disponiéndose a largarse con su música a otra parte, sin pena ni gloria, como esta chantajista y tremebunda parábola patriotera misma.

La justeza de la lealtad pretende, por último y como contundente legitimación estética final, articular una interminable y crispada agonía a caballo en cierto interminable ocaso ciclópeo que no llega ni a hierático crepúsculo fotogénico de Figueroa-Fernández pero se cree despuntar-amanecer guerrero del Kagemusha de Kurosawa (1980), al emular aquella eterna aurora de los ejércitos dentro de un plano-secuencia imposible en el detenido punto inamovible del alba frenética.

Y la justeza de la lealtad era ante todo una rémora deflacionaria del más grandilocuente cine mexicano oficial de los años setenta que se creía explosiva, una edificante lección de seudohistoria para histéricos pupilos elbaestherizados por el decadente sistema educativo mexicano al servicio del institucional profesor Jirafales, un admonitorio y premonitorio recordatorio reformatorio y lapidatorio e inmolatorio de la postrera campaña militar de la caballería estadunidense, una espectacularidad ampulosa que otra vez confunde la épica con la hípica (luego de la Eréndira Ikikunari de Juan Mora, 2006) pero ahora desde la excitada / autoexcitada perspectiva de un expalafrenero francés cualquiera, un álbum sangriento hecho con la destemplada crueldad maquinal que todos saben (el pulso narrativo debe demostrarse con palizas tumefactas, gratuito bosque de ahorcados del peor Jodorowsky y putas enanas destripadas), una cacería humana de diezmados ejércitos ya exterminadores ya salvavidas al igual que en la inefable aberrante Canoa (con el Ejército siempre se cuenta: Vivir mejor, Gobierno Federal), un tratado de macabro pensamiento indigno con arbitrario carácter de opinión pública retrospectiva, un panfleto antiyanqui confuso y profuso y difuso, un arrebato de antiimperialismo vociferante y destemplado por completo inofensivo y de provecta vergüenza ajena, una revanchista visión esperpéntica de guiñapo esclarecido, una abominable cadena de crímenes para lograr el atentado de la sanción aprobatoria de un país, un reemplazador reemplazamiento cual relevo de la actual heroicidad inadmisible de la Historia Oficial, una redefinición de la Lealtad como una más de tus queridas atrocidades gratuitas, un trozo posfílmico de carne podrida manchada de sangre y polvo que se aleja reptando.

La justeza del cine mexicano

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