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Prólogo

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Justeza no es justicia, pero proviene y depende de ella.

Justeza o justedad es la igualdad y la exactitud de una cosa, y viene de justo: es la calidad de justo, una vez que se ha hecho justicia.

Sólo la justeza justifica y puede hacer justicia a un acto de justicia.

Hay también dentro de cada obra fílmica, incluso de las más fallidas o aberrantes, el indicio de una posible plenitud, sólo revelable a través de la justeza, tras la justeza, de la noción de justeza, de la conquista directa o indirecta de una cierta justeza cierta.

Porque en ese punto la película puede llenarse de justeza, y llena de justeza será reveladora, idéntica al espíritu de la época en la cual aparece.

La conciencia de la justeza constituye la identidad personal de cada filme.

A modo de una serie de aforismos-eco (de Locke, Hegel, Ortega y Gasset y de quien se deje, o sea incapaz de protesta), hemos debido comenzar, pues, por un Elogio a la Justeza, antes de adentrarnos en una temporada en el infierno de la locura generalizada que conforma el asiento del cine mexicano de hoy.

Justeza de un vasto puñado de películas mexicanas recientes, en su mayoría ignoradas, en su mayoría apoyadas por el Estado y su nueva Hacienda: hijas de la exención fiscal prevista en el Artículo 226, que tardan de dos a tres años en ser vistas por el público y que, dos semanas después de estrenadas, ya se habrán convertido, por desgracia, por fin, en objeto de inaccesibilidad, nostalgia, culto, olvido clemente, o de heroico rescate discreto, a contracorriente y acaso también ignorado, que es el tipo de rescate al que podría aspirar a lo más un libro como éste.

La justeza del cine mexicano se genera a un refinado y sostenido ritmo violento y vertiginoso de 75 largometrajes de ficción por año, destinado a una amargura sarcástica, pues menos de 50 de ellos verán la luz pública, aparte de numerosos documentales e infinidad de cortos, de una más que problemática difusión.

La justeza del cine mexicano arremete sin darnos apenas cuenta, como una ola en expansión ante una playa arrasada.

La justeza del cine mexicano se compone en su mayoría de erupciones creadoras intermitentes, cortadas por largos silencios, obligatorios, tensos.

La justeza del cine mexicano demuestra que en épocas oscurantistas suelen florecer paradójicamente poderosos movimientos creativos y grandes talentos artísticos, al lado de ínfimos, gracias a una rara libertad conquistada, o pese a ella.

La justeza del cine mexicano impone un clima general de lirismo sombrío en concepción y factura, nacido y orientado hacia la censura, sin embargo.

En un país orientado hacia la derecha radical donde un gobierno dudoso vive el servicio de la cúpula empresarial (incluyendo la del narcotráfico) y se la pasa creando guerras donde no las había (contra el crimen organizado, contra la clase obrera disidente), para legitimarse por medio de ellas y para legarlas a los regímenes futuros, con un ejército desgastado y un sistema electoral fraudulento, no es raro que la censura reviva en el cine nacional y cobre nueva fuerza a rajatabla, en sus dos poderosas vertientes hoy con total vigencia devastadora, si bien hipócritas e innombrables.

Primero, una censura seudoacadémica, ejercida por el Estado en sí, heredada de regímenes inmediato anteriores, y consistente en tratar a los cineastas (jóvenes, debutantes en su mayoría) como perpetuos menores de edad, solicitantes de tutela y líneas directrices y no de apoyo económico para producir.

Segundo, una censura financiera, empresarial en criterio y en ejercicio de facto, ejercida por las compañías distribuidoras y, sobre todo, exhibidoras con el mayor poder legal, tras la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte hace ya casi cuatro lustros.

La justeza del cine mexicano vuelve cierta, certera y diversa, una celestial fábula apocalíptica actual que corre de la siguiente manera. Había una vez una exhibición regida por la Banda de los Cuatro (integrada por representantes de las ínclitas cadenas Cinemex, Cinépolis, Cinemark y Lumière), llamada así porque estaba integrada por cuatro anónimos seres omnipotentes sin rostro e intercambiables que representaban a cada una de las grandes cadenas exhibidoras que operaban en el país, y ellos se sentaban juntos, armónica y rutinariamente varias veces por semana, a ver y analizar las posibilidades, condiciones y salas de estreno, de todas las películas mexicanas recién terminadas (o haciendo paciente fila desde hace uno o dos años) y recibidas de manos de los distribuidoras para definir su destino, pues así se decidían, con plena liberalidad, capricho e ilegalidad, el número de copias aceptables y aceptadas de cada cinta (entre una o ninguna y trescientas cincuenta), para satisfacer el número de pantallas propuestas por cada miembro de la banda para el estreno de cada título en cuestión y el número de salas para la segunda semana compartida (con otro filme), fijando su fecha de salida y predeterminando, en consecuencia, su difusión, su éxito, su posibilidad de recuperación, su gloria, su condena, su relegamiento a cines de la periferia, o su muerte instantánea, y colorín colorado este cine comercial y esta industria fílmica se han acabado, sin capacidad de apelación y sin que nadie proteste, y con la seguridad de que si protesta no tiene eco (los cineastas están demasiado absortos pavoneando su impotencia como para actuar en verdadero beneficio propio o colectivo).

Claro que sí, ¿por qué no?

Por supuesto que debe celebrarse el Bicentenario.

Sobre todo desde la perspectiva de la realidad actual de nuestro muy particular e insustituible objeto de conocimiento por privilegio, el cine nacional.

Sólo gracias a él, al Bicentenario de la Independencia de México y al Centenario de la Revolución Mexicana, y en su honor, se ha logrado que la independencia reine en nuestro bienamado y ofendido cine mexicano por todas partes, en todas sus dimensiones y a todos niveles.

Gracias a la eficaz acción de los celebrantes del Bicentenario y a su hoy natural aliado dependiente la mencionada Banda de los Cuatro, a la que, como dijimos, se le ha otorgado todo el poder para decidir el verdadero, último y único destino de cada producto fílmico en particular, el fracaso comercial de toda película mexicana está garantizado, su truene en la cartelera-Matadero es ya ineluctable, porque es orgullosamente independiente:

– independiente de los señalados dos o más años que la cinta esperó para estrenarse,

– independiente de su calidad y su acabado,

– independiente del talento y esfuerzos desplegados por sus creadores,

– independiente del argumento y temas desarrollados,

– independiente del monto de las inversiones (con participación gubernamental-pulpo) en juego,

– independiente del indispensable y arriba invocado estímulo fiscal 226 que resuelve en gran medida el problema del financiamiento a la producción (sin recuperación posible),

– independiente de su no-pertenencia definitiva al grupo de las 25 películas anuales que jamás llegarán a cines establecidos,

– independiente de la reducción del Imcine estatal a simple castrado limosnero de salas,

– independiente de sus premios o recompensas acaso obtenidos en el extranjero,

– independiente del número de copias (de 350 a una sola) y pantallas concedidas (puede ser sólo una para una sola función al día, o ninguna),

– independiente de la ubicación de las salas asignadas dentro de la zona metropolitana (pueden ser nada más algunas periféricas),

– independiente de los millones o centavos gastados en publicidad,

– independiente de las películas extranjeras, a veces dotadas de un marketing brutal en los medios, con las que le haya tocado competir,

– e independiente del bien cultivado desinterés de sus espectadores potenciales, quienes creen que su verdadero cine nacional es el estadunidense.

Gracias Bi100, pues, por tu justeza, por haber reventado, de manera tan independiente y revolucionaria, al cine mexicano, cual dulce pústula enconada, haciendo realidad el sueño entusiasta de nuestro imperecedero filósofo de cabecera, el Emperador Ming del Planeta Mongo, según el cual nunca hay que desearle la muerte a nadie, pudiendo desearle una agonía larga y dolorosa, como la agonía del cine nacional.

Esta reversión literaria de la justeza del cine mexicano plantea balsámicamente y quiere conceder brillante vida alternativa, pero no puede resolver, la añoranza del Cine a sala llena.

Esta versión de la justeza del cine mexicano ofrece a través del examen de sus productos una nueva versión minimalista de cierto maoísmo irónico: una minoría (de elementos) en la línea estético-política justa deja de ser una minoría.

Décimo volumen de mi Abecedario del cine mexicano, este libro incluye ensayos sobre cintas de todos formatos, géneros y corrientes, para seguir formando una Historia Viva de nuestro cine. Las seis partes que lo integran son bastante explícitas en sus títulos, pues corresponden y abarcan exactamente lo que anuncian: “La justeza summa” reúne las películas de cineastas veteranos o que ya tienen una carrera atrás, por corta que ésta sea; “La justeza prima” conjunta las de realizadores debutantes y es por supuesto la más numerosa, ya que en el México actual las nuevas carreras son difíciles y ópera prima y ópera póstuma suelen ser en muchos casos la misma cosa; “La justeza secunda” abarca los filmes de aquellos directores que han logrado vencer la adversidad y la esterilización al poder mostrar sus segundas obras; “La justeza documental” se ocupa de documentales y docuficciones, sin importar sus duraciones; “La justeza mínima” ofrece textos sobre cortos y mediometrajes; “La justeza femenina” contempla en exclusiva cintas de cualquier dimensión y formato realizadas por mujeres, o dominadas por una personalidad femenina, y “La justeza bicentenaria/centenaria” enfoca las películas conmemorativas oficiales del Bicentenario de nuestra Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana.

Todos sus materiales son inéditos, flamantes, ya que por decisión propia, desde hace ya una década no publico artículos sobre el cine mexicano, ni en el periódico en que colaboro (El Financiero), ni en revistas, ni en ningún otro de los abundantes medios electrónicos o ciberespaciales que hoy se ofertan tentadoramente a nuestra atención. Para la investigación iconográfica conté, como de costumbre, con la colaboración de mi colega Julia Elena Melche, muchas gracias.

Cuauhtémoc, DF, agosto

de 2008-septiembre de 2010.

La justeza del cine mexicano

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